La historia del PCE es un serial de traiciones a la lucha de la clase trabajadora. Desde el aplastamiento sangriento de la revolución social en 1937 o el desvío del ascenso obrero de los 70 para imponer la Transición pactada, a su integración en el gobierno “progresista” en 2020 para apuntalar el Régimen del 78.
La historia del PCE es un serial de traiciones a la lucha de la clase trabajadora. Desde el aplastamiento sangriento de la revolución social en 1937 o el desvío del ascenso obrero de los 70 para imponer la Transición pactada, a su integración en el gobierno “progresista” en 2020 para apuntalar el Régimen del 78.
En el recinto ferial Miguel Ríos de Rivas Vaciamadrid, uno de los feudos electorales de IU desde los años 90, el PCE conmemoró su centenario. Lo hizo entre el 24 y el 26 de septiembre, es su tradicional fiesta anual. Unos actos en los que se rememoró la historia de estos 100 años con un tono de total actualidad. Los principales oradores eran o habían sido, como Iglesias, miembros del gobierno de España. Los ministros, ministras y secretarios de Estado “comunistas”, con Yolanda Díaz a la cabeza flanqueada por secretarios generales de CCOO y UGT, fueron los grandes protagonistas.
El mensaje fue claro: el PCE ha conseguido, después de cuatro décadas de ser uno de los padres fundadores del Régimen del 78, una integración nunca vista en la gestión del Estado capitalista. Lo ha hecho en rescate de dicho régimen, para apuntalarlo y tratar que dure otros 40 años más, con una pátina progresista que cada vez se aguanta peor. Díaz, además, se propuso revalidar y profundizar esta gran empresa de orden con la presentación de su candidatura, en la que quiere integrar subordinadamente a toda la izquierda reformista que quede a la izquierda del PSOE.
Haciendo un repaso de estos 100 años a nadie le podría sorprender el nivel de servilismo de estos raros “comunistas” en lo que a rescatar el Estado capitalista español se refiere. Esta ha sido la tónica general de la política del PCE en todos los momentos críticos en los que se ha visto amenazado en este siglo de historia.
Hagamos un recorrido ilustrativo de esta tradición que, ensuciando las banderas del marxismo, pasa a la historia como el principal aparato enemigo de la revolución social, solo rivalizado por la socialdemocracia, de entre las corrientes que han constituido el movimiento obrero y la izquierda del Estado español en este largo siglo.
De la fundación a una rápida estalinización
La historia de los primeros años del PCE es difícilmente atribuible a un solo grupo de comunistas. El impacto de la revolución rusa en el movimiento obrero del Estado español y sus organizaciones fue más allá de las filas socialistas. Como otros muchos partidos de la II Internacional, la Primera Guerra Mundial y la claudicación de los dirigentes socialdemócratas alemanes, seguida de aquellos del resto de los países beligerantes, animó acusadas discusiones dentro del PSOE. La Federación de Juventudes Socialistas se declaró partidaria de los internacionalistas de Zimmerwald y ya en su V Congreso celebrado en diciembre 1919 votó adherirse a la recientemente fundada III Internacional.
En abril de 1920, los jóvenes socialistas, impactados por la primera revolución proletaria triunfante de la historia, fundaban el primer Partido Comunista Español. Era conocido como el “partido de los cien niños” dada la juventud de sus fundadores, entre los que estaban desde los que posteriormente serían estalinistas recalcitrantes como Dolores Ibarruri a los que se transformarían en oposicionistas que simpatizarían con el trotskismo como Juan Andrade. En marzo de 1921 la Komintern aprobó su adhesión y en noviembre de ese año se instó a la fusión con el Partido Comunista Obrero Español, escindido del PSOE en su III Congreso Extraordinario en abril.
Este primer grupo no pasó de unos centenares de militantes repartidos entre Madrid, Andalucía, Asturias y País Vasco fundamentalmente, con una actividad muy restringida por la represión de la dictadura de Primo de Rivera que clausuró sus locales y realizó decenas de detenciones, incluida la de su secretario general César Rodríguez.
Pero no eran los únicos “bolcheviques”. También dentro del anarcosindicalismo, en particular el catalán, decenas de militantes obreros tomaron como referencia la gesta rusa y del Partido Bolchevique. Dentro de la CNT catalana surgió la llamada corriente bolchevique, con dirigentes como Joaquín Maurín, que llegó a ser su secretario general entre octubre de 1921 hasta su detención en febrero de 1922 e ingresaría en 1924 en el PCE, o Andreu Nin, que ingresaría en 1926 en la Oposición de Izquierda del PCUS y en 1931 fundaría la Izquierda Comunista de España. En 1927 buena parte de la CNT de Sevilla ingresó en el PCE, convirtiendo a esta provincia en uno de los principales baluartes del partido a comienzos de los años 30.
Durante el proceso de estalinización de la Komitern y los respectivos partidos comunistas occidentales, el proceso mal llamado de “bolchevización”, la dirección del PCE se plegó a las tesis estalinistas. Un proceso que se daba a la vez que una importante desarticulación y desorganización, fruto de las diferentes caídas que llegaron a encarcelar al conjunto de la dirección en 1928. Pero también de escisiones de importancia, como la de la Federación Catalano Balear, encabezada por Maurín, que fundaría el Bloque Obrero y Campesino en 1930 oponiéndose a las tesis estalinistas y tomando la de los oposicionistas de derecha de la URSS encabezados entonces por Bujarin.
Una burocracia a la zaga de la política errática del estalinismo de primera época
A la altura de los inicios de los años 30, el “comunismo” español no contaba por lo tanto con una organización homogénea y unificada como tal, si bien el PCE era la más preeminente con casi 9000 militantes, seguida del BOC con unos 5000 sólo en Catalunya.
Durante la II República la dirección estalinizada del PCE, con José Díaz a la cabeza, replicó en el Estado español los diferentes zig zags de la Komintern dirigida por Stalin desde Moscú. Con la caída de la monarquía y el inicio de la revolución española, con un fuerte motor de las ilusiones y demandas democráticas de la clase trabajadora y el campesinado, el PCE mantuvo una política sectaria y ultraizquierdista propia del “tercer periodo” de la III Internacional. Se negó a pelear por Cortes Constituyentes realmente libres y soberanas, o “revolucionarias” como planteaba la Izquierda Comunista de Nin, por la reforma agraria y demás demandas democráticas, para recluirse en un sectarismo ultimatista donde agitaba propagandísticamente la consigna de “soviets”.
Respecto al resto de organizaciones obreras se negó a desarrollar el frente único, ni tan siquiera durante el ascenso de la derecha y el gobierno de Gil Robles. Justo antes de la insurrección asturiana de 1934 rechazaron estas tesis e ingresaron en las Alianzas Obreras. Un acierto táctico trascendente que les permitió entrar en contacto con las bases socialistas, sobre todo de la juventud, que se estaban radicalizando, despreciaban la moderación de sus dirigentes y miraban hacia el ejemplo de la revolución rusa como solución a la crisis española.
El estalinismo ibérico puso sus ojos en estos jóvenes radicalizados, pero no para sumarlos a construir un partido que peleara por transformar la crisis de los 30 en una oportunidad revolucionaria, sino lo contrario. El PCE, haciendo uso del prestigio que le daba ser el partido oficial de la “revolución rusa”, atrajo a los jóvenes socialistas radicalizados con los que fusionaría sus juventudes, la UJCE, con las Juventudes Socialistas, en marzo de 1936. Un joven socialista llamado Santiago Carrillo, que sería el primer secretario general de la nueva Juventud Socialista Unificada, reconocería décadas más tarde en sus memorias, que gracias al PCE se moderó.
La Komintern, en su VII Congreso celebrado en agosto de 1935, adoptó oficialmente la política de los frentes populares. Para ellos, no era el momento de la revolución social en Europa Occidental, sino de la colaboración con las burguesías democráticas para hacer frente a la amenaza fascista. Se pasó de rechazar el frente único obrero para enfrentar al fascismo -una catástrofe que en Alemania había allanado el camino al ascenso de Hitler, tal como señaló una y otra vez León Trotsky- a proponer una política de conciliación de clases para tal objetivo, pero que desarmaba a la clase trabajadora para poder enfrentarlo y derrotarlo. La experiencia española conformaría este hecho.
El Frente Popular y la contrarrevolución republicano-estalinista
Los años 36 y 37 fueron el bienio que confirmaron el carácter contrarrevolucionario en toda la línea del estalinismo, y su terreno de juego fue precisamente el Estado español con las dos secciones oficiales de la Komintern: el PCE y el PSCU, fundado en julio de 1936 absorbiendo otros grupos comunistas y a los socialistas catalanes.
El gobierno del Frente Popular trató de ser una barrera de contención a las aspiraciones democráticas y sociales de la clase trabajadora y el campesinado pobre, aunque sin éxito. Las huelgas se extendieron por las grandes ciudades entre las elecciones de febrero y el golpe de Estado de julio, exigiendo rebajas de jornada, aumento de salarios y reincorporación de los obreros despedidos. En el campo, los jornaleros pobres y sus familias ocupaban fincas, rebelándose contra una “reforma agraria” que se negaba a expropiar a los terratenientes. Todo siempre enfrentando al gobierno del Frente Popular.
Cuando se produjo el golpe de julio de 1936, este gobierno llamó a la calma y el PCE replicó estos llamamientos en su periódico Mundo Obrero, dejando toda iniciativa al gobierno y a Azaña. Mientras los republicanos buscaban un acuerdo imposible con los golpistas, afortunadamente la clase trabajadora desobedeció al gobierno y a sus direcciones, incluyendo la estalinista, y, bajo la iniciativa sobre todo de la CNT y sindicatos de base de la UGT, derrotando el golpe con las armas en la mano.
El inicio de la guerra civil desató una revolución social sin precedentes en Europa occidental. La clase trabajadora colectivizó la industria, los servicios, las tierras, creó milicias, tribunales revolucionarios, comités locales para gobernar los pueblos, de abastos, patrullas de control para hacerse cargo del orden público. Pero el PCE y el PSUC se opusieron en todo momento a esta revolución. No solo con posicionamientos sino desde los gobiernos de coalición, siendo los consellers y ministros más beligerantes, y encabezando en la primavera y en verano de 1937 una contrarrevolución violenta que aplastó la revolución en Barcelona y las colectividades aragonesas. Detenciones, asesinatos y desapariciones -como la de Andreu Nin- tuvieron en el estalinismo español y catalán a sus principales ejecutores.
Se imponía un falso “primero ganar la guerra” que desmoralizó el frente y la retaguardia y liquidó las opciones de victoria. El PCE y el PSUC trataron de salvar a la república burguesa de la amenaza de la revolución obrera, la única vía que podía permitir derrotar el fascismo y generar en Europa una oleada revolucionaria -como la que la sacudió después de 1917- que enfrentara la maquinaria de guerra que conducía a los pueblos a una nueva carnicería imperialista.
Stalin había dado la orden de acabar con toda revolución en la península ibérica. Quería mostrarse como un hombre respetable ante las democracias capitalistas occidentales -como Francia y Gran Bretaña- con las que esperaba llegar a acuerdos económicos y militares para “blindar” su socialismo en un solo país. Además, el 36 y el 37 son los años de la consolidación en la URSS del régimen estalinista y su terror. Las revoluciones son contagiosas y Stalin era temeroso a que la clase obrera rusa, que había sido despojada de su propia revolución, se rebelara contra esta reacción en curso.
De la resistencia del maquis a la asunción del Orden de Yalta
Tras la victoria franquista la historia del PCE es una sucesión de caídas y purgas. La represión franquista desarticuló la organización en el interior, que solo lograría restablecerse con cierta estabilidad a partir de 1943, ya con Dolores Ibárruri como secretaria general.
En todo este tiempo la política de la dirección estalinista replicó los vaivenes de la línea de Stalin ante la Segunda Guerra Mundial. Hasta 1944 mantuvo una línea en sintonía con las tesis del último gobierno Negrín. Este había planteado, en el último tramo de la guerra, la consigna de resistir hasta que la contienda mundial se iniciara. Se albergaban así esperanzas en que una intervención de los aliados podría revertir la victoria de Franco. Los primeros núcleos guerrilleros, conformados sobre todo por combatientes que habían quedado atrapados en el interior, fueron reforzados por numerosos militantes comunistas y anarquistas a partir de 1941. La victoria del Ejército Rojo en Stalingrado animó la esperanza de que una victoria aliada propiciaría la anhelada intervención.
El episodio guerrillero más importante se vivió en octubre de 1944, con el intento fallido de invasión del Valle de Arán. Esta derrota siempre se ha presentado como la razón que llevó a abandonar la táctica guerrillera por parte del PCE. Sin embargo, no fue la única. En julio de 1945 se celebró la Conferencia de Potsdam, que asentó el acuerdo entre la URSS, Gran Bretaña y EEUU para el final de la Segunda Guerra Mundial. Además del reparto de áreas de influencia, Stalin acordó con sus socios imperialistas actuar de forma coordinada para evitar que el mundo de posguerra derivara en una nueva oleada revolucionaria como había ocurrido a la salida de la Primera Guerra Mundial.
La existencia de lucha armada contra la dictadura de Franco, que era contemplada por los aliados – incluido Stalin - como un Estado estable y un buen tapón antirrevolucionario en el sur de Europa, empezó a incomodar a la dirigencia del PCUS. Si bien entre 1945 y 1947 la actividad guerrillera se intensificó - expresión de los cientos de combatientes antifascistas españoles que volvían de haber participado en la lucha contra los nazis en Europa- la dirección del PCE empezó a preparar una retirada que acabó con las purgas al sector de Jesús Monzón – responsable de la operación del Valle de Arán – y el más absoluto abandono de los guerrilleros a partir de 1948.
Si para los estalinistas, en 1936 en la península ibérica no podía haber una revolución, mucho menos en el mundo de Yalta y Potsdam. El abandono de la táctica guerrillera, más allá de los límites de la misma para acabar con una dictadura que se vería rápidamente fortalecida por el mundo de la Guerra Fría –con el sostén del imperialismo norteamericano a partir de 1951–, era la constatación de que el PCE se proponía una lenta lucha de desgaste frente a la dictadura sin generar ninguna situación que reabriera la oportunidad de una intervención independiente de la clase trabajadora.
La Política de Reconciliación Nacional: un frentepopulismo sui generis con monárquicos y falangistas
En la década de los 50, el PCE definirá las líneas maestras de su política durante la dictadura. La primera gran decisión, inspirado en el ejemplo de sus homólogos franceses e italianos, fue tratar de convertirse en la principal fuerza política del movimiento obrero organizado. Desde 1950 utilizará audazmente los estrechos cauces del Sindicato Vertical para conseguir que decenas de sus militantes salgan electos como enlaces sindicales. Un paciente trabajo de muchos honestos militantes que, a partir de la década de los 60 y en medio de una sostenida recomposición de la conflictividad obrera, dio lugar a las primeras Comisiones Obreras.
Pero esta posición en el movimiento obrero no era construida por la dirección de Carrillo y Pasionaria para hacer entrar en escena a la clase trabajadora de forma independiente. Como el PCF y el PCI, el movimiento obrero era concebido como una mera base de maniobra. El control de esa gran fuerza social podía permitir a los “comunistas” ser tenidos en cuenta por el resto de los sectores burgueses de la oposición y, sobre todo, aquellos sectores del régimen que, cuando este entrara en crisis, decidieran cambiar de chaqueta.
Fue una apuesta acertada para sus objetivos. Entre el V Congreso de 1954 y junio de 1956 el PCE formula su Política de Reconciliación Nacional. Una “hoja de ruta”, como diríamos ahora, que planteaba conformar un gran frente amplio para liquidar la dictadura. Tenía en común con las políticas de frente populares su vocación de conciliación de clases, sin embargo, era una formulación aún más a la derecha. Entre los agentes a incorporar en este frente se incluían monárquicos, falangistas disidentes y otros franquistas reconvertidos en “demócratas”.
Este frente amplio tendría el objetivo de imponer, incluso por medio de una gran movilización o una “Huelga General Pacífica”, un gobierno provisional para llevar adelante demandas democráticas como la convocatoria de elecciones constituyentes y el restablecimiento de las libertades. La “agenda obrera”, es decir aquellas reivindicaciones sociales que iban surgiendo en las huelgas obreras, los barrios de aluvión, las universidades... podrían servir para galvanizar a esta gran base de maniobra que era para la dirección del PCE las luchas antifranquistas, pero siempre se detendrían allí donde esos aliados comenzaran a “asustarse”.
De la Ruptura Democrática a la Reforma Pactada
La Política de Reconciliación Nacional encontró su gran concreción práctica en las postrimerías del Franquismo. En julio de 1974 se presentaba en Paris la Junta Democrática. Lo hacían el mismo Santiago Carrillo, secretario general del PCE desde el VI Congreso de 1960, y Calvo Serer, miembro destacado del Opus Dei. Además del PCE se unieron otros grupos socialdemócratas, como el Partido Socialista Popular de Tierno Galván, la Alianza Socialista de Andalucía o el Partido Carlista. Meses más tarde se incorporarían las CCOO y el Partido del Trabajo de España, el principal partido maoísta, que confirmaban la máxima de Carrillo de que “los maoístas son como el PCE, pero con unos meses de retraso”.
Su “hoja de ruta” se dejó por el camino aquello de la “Huelga General Pacífica” que el PCE había sostenido en su retórica en los años anteriores. En abril de ese mismo año se había desatado en el vecino Portugal la Revolución de los Claves. Iniciada con el golpe de los capitanes, fue seguida de una oleada de huelgas, ocupaciones de fábricas, fincas, edificios... que hicieron colapsar a la dictadura y abrieron una situación revolucionaria en Europa occidental. Los esfuerzos del Partido Comunista de Portugal y el resto de los partidos reformistas de desviarla y abortarla, convencieron al PCE de que la caída del Franquismo convenía que fuera lo más acordada posible.
Eso es por lo que apostaron el PCE y el PSUC durante los meses calientes de la Transición. La movilización social que se desató tras la muerte del dictador contó con ambos partidos en el rol de mariscales de la contención y la derrota. Todo el peso acumulado en años anteriores -que se plasmaba en cientos de cuadros con prestigio y disciplinados en el régimen partidario estalinista- se puso al servicio de que el ascenso huelguístico de 1976 no diera lugar a experiencias de coordinación y democracia obrera que pudieran generar algo parecido a lo sucedido en Portugal. Evitar a toda costa el escenario de una huelga general – en el sentido insurreccional del término, no de jornada de paro de 24h -, esa fue la clave conseguida con éxito, y no sin esfuerzo, por el PCE en esos meses.
La dirección carrillista empleaba su peso en el movimiento obrero para intentar forzar la negociación a los gobiernos de la monarquía, en especial el de Suárez tras el fracaso de la línea más continuista de Arias Navarro. Pero en todos los momentos en los que una huelga podía “desbordarse” o generar una grave crisis política – Vitoria, Sabadell, el Baix Llobregat o las huelgas de la construcción y el metal en muchas provincias– los dirigentes del PCE intervenían para aislarlas o ponerles fin. La frase de Marcelino Camacho, secretario general de CCOO y miembro del Comité Central del PCE, de “hay que saber acabar una huelga” fue el mantra del PCE en los meses de 1976 en lo que estuvo planteada la posibilidad de una caída revolucionaria de la dictadura.
Con el caso de los asesinatos de Atocha en enero de 1977, el rol del PCE y su servicio de orden en las manifestaciones para que la rabia no se transformara en una movilización “desbordada” –y en los centros de trabajo no se parara– fue la prueba de fuego para convencer a Suárez y al ala reformista del franquismo de que se podía, y convenía, integrar al PCE en esa Transición “de la ley a la ley” que garantizaba el “atado y bien atado”.
La llamada Ruptura Democrática, que se había convertido en el programa de casi todo el antifranquismo salvo algunas de las organizaciones que se reivindicaban trotskistas, confiaba en el establecimiento de un gobierno provisional para acabar con la herencia de la dictadura y conseguir una democracia “plena”. Sin embargo, para lograr tal ruptura iba a ser necesario poner en marcha las fuerzas sociales de la clase trabajadora y los sectores populares que el PCE frenaba por temor a que quisieran ir a por más. Así que, sin tales medios, la consecuencia inevitable fue renunciar a tal fin. La foto del primer CC del PCE en la legalidad con una gran bandera monárquica presidiendo la reunión fue la mejor metáfora de todo esto.
Así es como el PCE cambió su Ruptura Democrática por la Reforma Pactada que dejó la Corona, consolidó la unidad incuestionable de España –que por otro lado los estalinistas nunca cuestionaron–, la continuidad del aparato estatal, judicial y policial franquista, la impunidad, el poder social de todas las élites económicas enriquecidas con la dictadura y el largo etcétera que constituye el ADN del Régimen del 78.
Crisis y debacle de la apuesta eurocomunista
La apuesta carrillista por lograr una integración del PCE en la nueva democracia heredera del Franquismo, situó definitivamente al partido español, y al PSUC catalán, en el ala eurocomunista que encabezaban sus homólogos franceses e italianos.
El 3 de marzo de 1977 tenía lugar en Madrid la Cumbre Eurocomunista, donde Carrillo estuvo respaldado por Enrico Berlinguer, secretario general del PCI, y George Marchais, secretario general del PCF. Ambos partidos contaban con el “pedigrí”, de cara la burguesía, de haberse opuesto a que la situación de posguerra -con Estados descompuestos y un proletariado armado que había sido clave en la derrota de la ocupación nazi- se transformara en revoluciones. El PCF había participado brevemente en los primeros gobiernos de coalición de la IV República, el PCI, que lo había hecho más brevemente, con su apuesta por el “Compromiso Histórico” se convirtió en la pata izquierda de la República italiana. Ambos eran los partidos del orden en el movimiento obrero, como había demostrado el PCF desactivando el mayo francés o el PCI contra toda huelga que amenazase con “desbordar”.
El eurocomunismo fue la vía para la socialdemocratización e integración definitiva en los respectivos regímenes de los PC occidentales. Su teorización no tenía mucho de innovadora, Bernstein la había adelantado en el SPD alemán casi un siglo antes, aunque ahora se ubicaban más a la derecha. La fortaleza de los Estados capitalistas occidentales hacía muy difícil y hasta innecesaria para los eurocomunistas la revolución. Ante esta situación solo cabía fortalecer el peso social y, sobre todo, electoral de los PCs para conseguir acceder al poder del Estado, en el marco de las democracias liberales, e iniciar desde ahí una transformación social que, al mismo tiempo, estaría mediada por la conquista o no de otras esferas de poder social, mediático y económico por parte de las organizaciones obreras o populares.
Este curso no cayó del cielo en los 70. Era totalmente coherente con el devenir de la dirección carrillista en las décadas anteriores. Incluso otros dirigentes del PCE, como Fernando Claudín y Jorge Semprún, se habían atrevido a formular casi lo mismo que en aquella conferencia de 1977 pero más de una década antes. Tal osadía les costó una expulsión del PCE en 1964, que vista la obra del PCE en la Transición no tenía ninguna justificación.
Sin embargo, el PCE se las prometió muy felices mirándose en el espejo franco-italiano. Pero la apuesta no salió del todo bien. A pesar de los servicios prestados, una vez el PCE garantizó una cierta paz social para pasar el gran ajuste de los Pactos de la Moncloa en 1977 y aprobar la Constitución del 78, el régimen y el imperialismo norteamericano y alemán eligieron al PSOE como el partido que debía encarnar la pata izquierda del régimen. Al único nivel que le permitieron integrarse, y lo aceptarían con gusto, fue en el municipal. Tras las elecciones de 1979 proliferaron “ayuntamientos de izquierdas” en coaliciones con el PSOE, una auténtica escuela de cooptación y desmovilización del movimiento vecinal y otros movimientos sociales nacidos en la década anterior senilmente imitada por los “ayuntamientos del cambio” de 2015.
Todo esto, unido al desencanto que el PCE generó, con la sucesión de claudicaciones y entregas, en su militancia –lo que se tradujo en una bajad de 200 mil a 170 mil militantes en 1979– y su base social y electoral, llevó al PCE a una larga crisis que se alargaría hasta 1986.
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En el IX Congreso de 1978 se había renunciado formalmente al “leninismo”, lo que, aunque parezca un ejercicio de mera sinceridad con más de 40 años de retraso, significó un refuerzo de las tesis eurocomunistas. En 1980, en el X Congreso, se abrió la guerra entre los carrillistas y los llamados “leninistas”, con un amplio sector centro encabezado por Julio Anguita que trataba de mediar sin éxito. Se expulsó al EPK vasco por negarse a integrarse con Euskadiko Esquerra – la formación socialdemócrata escindida de ETA – y le siguieron, entre 1981 y 1983, centenares de militantes, agrupaciones y todo el llamado sector “prosoviético” que fundaría el Partit dels Comunistes Catalans (PCC) y el Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE).
En medio se sucedieron las elecciones generales de 1982, donde la victoria por mayoría absoluta de Felipe González estuvo acompañada con el peor resultado electoral del PCE con un 4% de los votos. Esta debacle llevó a la dimisión de Carrillo y a la convocatoria del XI Congreso con ya solo 85 mil militantes. Tanto “leninistas” como “carrillistas” fueron derrotados por el sector denominado como “renovadores”, que puso al minero Gerardo Iglesias en la secretaria general. Finalmente, Carrillo sería expulsado de su propio partido en 1985, que entonces contaba ya solo con 65 mil militantes.
Pero sin duda donde esta crisis golpeó con más fuerza fue en Catalunya, donde los “comunistas” tenían casi la mitad del total de su militancia. El PSUC conformaría en 1987 la coalición Iniciativa per Catalunya (ICV) en común con el PCC, para ese mismo año disolverse. Una minoritaria escisión se opuso a esta decisión, pero no sería hasta 1997 cuando se decidirían a refundar un PSUC mucho más debilitado, bajo el nombre de PSUC-Viu.
Toda esta guerra entre fracciones más o menos estalinistas, o más o menos eurocomunistas, fue la expresión del fracaso de las hipótesis eurocomunistas que todas ellas habían “comprado” en 1977. La frustración de las expectativas creadas y la condena a ser una fuerza parlamentaria marginal y no los hermanos hispanos del PCF y el PCI, desató una pugna en la que ningún sector cuestionó la hoja de servicios del PCE en las pasadas décadas o los últimos años.
Tanto Carrillo, como Gerardo Iglesias o Anguita, fueron defensores del papel de los “comunistas” en la Transición, el apoyo a la Constitución y el rol de partido de orden contra el “desborde” que, en todo momento, el PCE seguía jugando en aquellas luchas obreras en las que tenía un papel de dirección, como muchas de las batallas contra la reconversión y las políticas neoliberales de Felipe González.
El salvavidas de Izquierda Unida y la extrema izquierda que no quiso nadar a contracorriente
El estalinismo socialdemocratizado que sobrevivió a esta debacle encontró, al calor de las primeras grandes movilizaciones que enfrentarían al gobierno del PSOE, una vía para recomponerse. En 1986 el movimiento en contra de la entrada del Estado español en la OTAN reunió en la llamada “Plataforma Cívica” a la gran mayoría de organizaciones de la izquierda reformista del momento.
Tras el referéndum de marzo de ese año, el PCE y el PSUC lograron hegemonizar un frente permanente que daría lugar a Izquierda Unida. Grupos como Izquierda Republicana, Partido de Acción Socialista, el Partido Humanista, el Partido Carlista, la CUT ligada al Sindicato de Obreros del Campo de Andalucía o los recientemente escindidos prosoviéticos del PCPE se sumaron.
Con Gerardo Iglesias a la cabeza hasta 1989 y Julio Anguita hasta 1998, IU logró recuperarse electoralmente con un perfil de oposición por izquierda al gobierno de Felipe González que aplicaba la misma agenda que Reagan y Thatcher con barniz “socialista”. Una izquierda que, mantenía un programa esencialmente de reformas y era respetuosa con todos los consensos del 78 –monarquía, unidad nacional, impunidad de los crímenes franquistas, unidad nacional contra el “terrorismo”–, pero que, al calor de la huelga general del 88, las luchas contra la guerra del Golfo o las últimas huelgas contra las reformas laborales del PSOE, logró recuperarse y obtener su mejor resultado electoral en 1996, con 2 millones 600 mil votos -más del 10%- y 21 diputados.
En todo este tiempo, el PCE nunca perdió su hegemonía dentro de la coalición y supo mantenerla en estas coordenadas de una izquierda crítica pero leal al régimen. Por otro lado, su rol en CCOO, donde mantenía un peso muy importante en la dirección y la estructura, seguía siendo el de practicar un sindicalismo de cierta combatividad controlada y cada vez más pacto social. A partir de los gobiernos de Aznar, la firma de las reformas laborales del PP por las direcciones de CCOO y UGT contó con la reprobación formal del PCE e IU, pero una aceptación en los hechos sin poner sus posiciones en el movimiento obrero al servicio de algún tipo de oposición real a esta política de traición abierta.
En estos años, además de diferentes corrientes reformistas, se integraron en IU casi todos los grupos de la izquierda trotskista como Izquierda Alternativa en 1995, formado por los integrantes de la antigua Liga Comunista Revolucionaria, que estarían allí hasta nada menos que el año 2008 cuando rompieron para formar Izquierda Anticapitalista (hoy Anticapitalistas). Un año antes lo había hecho el grupo Nuevo Claridad, mientras El Militante se mantenía dentro del PSOE, el PCE y la misma IU. En 1998 se sumaron el Partido Obrero Revolucionario y el Partido Revolucionario de Trabajadores, que se mantuvo en un acuerdo con un sector estalinista hasta 2004 en la corriente interna Corriente Roja, de los que se separarían quedándose con ese nombre en 2010.
Que en todo este tiempo la mayor parte de las corrientes de la extrema izquierda se plegaran por una u otra vía a ser parte de este proyecto, supuso una subordinación política y organizativa, que obstaculizaba enormemente la posibilidad de que emergiera una izquierda diferente, en ruptura con la tradición estalinista y eurocomunista, con una clara posición anticapitalista y de independencia de clase.
Los ministros sin cartera de Zapatero y la crisis de representación
Los últimos años del PCE e IU antes de la crisis de 2008 y la irrupción del 15M son la historia de una lenta agonía, aderezada de una moderación sin límites. Tras la dimisión de Anguita en diciembre de 1998 como secretario general del PCE, el XV Congreso eligió como sucesor a Francisco Frutos. Este dirigente, de honda tradición estalinista, fue el que aceleraría un curso de acercamiento al PSOE que no se frenó hasta que decenas de miles de jóvenes llenaron las plazas en 2011 al grito de “que no nos representan”.
En las elecciones generales del 2000, Frutos firmó un acuerdo preelectoral con el PSOE de Joaquín Almunia para formar un gobierno de coalición. La mayoría absoluta de Aznar frustró el proyecto y marcó el inicio de un nuevo declive electoral, del 5,45% de ese año al suelo del 3,77% de 2008. La derrota destronó a Frutos del cargo de Coordinador General de IU y dio paso a la etapa Llamazares, que dejó por primera vez a la dirección del PCE sin el control directo de la coalición. Se sucedieron años de intentos de recuperar el mando, con la candidatura fallida de Enrique de Santiago en 2004, hasta que en 2008 Cayo Lara logró sustituir a Llamazares.
En este periodo, el PCE e IU dieron un primer salto en su integración en el régimen y la gestión del Estado capitalista, rebasando la escala municipal y llegando a la autonómica. Formaron parte de gobiernos como el vasco -junto a la derecha nacionalista-, el balear, el aragonés o el catalán. Desde allí aprobaron y defendieron la ampliación de conciertos educativos con la privada, externalizaciones de servicios o, en el caso catalán, se destacaron por la gestión directa -junto a sus ex compañeros de ICV – nada menos que del orden público y la represión al movimiento okupa o las luchas estudiantiles contra el Plan Bolonia en 2008.
Con la llegada de Zapatero al gobierno en 2004, Llamazares primero y Cayo Lara después, se convirtieron en auténticos ministros sin cartera. El papel de muleta del PSOE se plasmó en su apoyó a cuestiones tan poco de izquierda como los Presupuestos Generales del Estado de los años de plena burbuja inmobiliaria, o incluso los de 2008 para mostrar una “estabilidad de izquierdas”, o el envío de tropas españolas al Líbano en 2006. Esta última decisión generó un enorme abucheo de Francisco Frutos en la Fiesta del PCE de ese año mientras lo estaba defendiendo, a lo que el secretario general respondió con un lapidario “nadie acallará la voz del partido”.
El mandato de Cayo Lara, en medio de la crisis de 2008 y los años posteriores, el PCE e IU trataron de reubicarse de alguna manera. Las políticas de rescate a los bancos y empresas, y los primeros ajustes y contrarreformas del 2010 y 2011, contaron con su oposición parlamentaria. Pero siempre dentro de un leal apoyo que llegaba al colmo de declarar que respetaba la “soberanía de los sindicatos”, en referencia al acuerdo al que llegaron las direcciones de CCOO y UGT con el PSOE en febrero de 2011 para alargar la edad de jubilación de 65 a 67 años.
Cuando el 15 de mayo de 2011 se inició el movimiento de los indignados, se abría una crisis de representación como nunca antes en el Régimen del 78. El “no nos representan” de aquella generación apuntaba directamente al PP y al PSOE. Sin embargo, para una gran parte de quienes llenaban las plazas, manifestaciones o acciones contra los desahucios, IU y el PCE eran “más de lo mismo”. Años viéndoles compadrear con la burocracia sindical y ser muleta de esa “izquierda” que reunía al IBEX35 en Moncloa para decidir qué medidas económicas imponer, dejó a esta tradición política en sus momentos más bajos.
La emergencia de Podemos, un nuevo reformismo no tan nuevo
La crisis del Régimen del 78 abierta con el 15M no podía no afectar a uno de los partidos que había sido uno de sus “padres fundadores”. A pesar de los esfuerzos de los últimos años de Anguita y una parte de la dirección del PCE posteriormente de querer marcar distancias o retomar, aunque fuese de manera más folclórica que real, el republicanismo, el partido de Cayo Lara seguía siendo uno de los partidos del régimen.
En aquellos años, la oleada de movilizaciones juveniles y sociales era vista por televisión por los dirigentes del PCE e IU. Todavía jugaron, junto al resto de sectores de la burocracia sindical de CCOO, un rol importante en tratar de evitar que esa agitación social entrara en las empresas. Los cuadros “comunistas” seguían, y siguen, teniendo un relativo peso en sectores industriales o de la administración pública, y administraron el malestar con luchas aisladas contra cierres, dos jornadas de huelga general de 24 horas en 2012 contra la reforma laboral –sin ninguna continuidad ni plan de lucha serio– y, de forma muy especial, dejando la huelga minera de ese año, donde todavía tenían cierto peso, condenada a una derrota que condujo a la mayoría de los pozos al cierre.
Cuando el ciclo se movilizaciones se fue agotando se generó un momentum en el que se combinaban algunas huelgas duras –como la de Panrico en 2013 y 2014, en la que los dirigentes “comunistas” de la burocracia ejercieron de agentes directos de la patronal– y un lento retroceso en el que comenzó a discutirse sobre qué representación política de toda esa indignación podía construirse.
Las marcas tradicionales del PCE – IU o ICV-EUiA en Catalunya - estaban profundamente desprestigiadas. Una parte del aparato quería defenderlas a capa y espada, y otra, seguida de muchos cuadros con aspiraciones a medrar en la “ventana de oportunidad” que empezaban a representar los Errejón e Iglesias, decidieron abandonar, aunque fuera temporalmente, el barco.
La emergencia de Podemos en 2014 tuvo dos grandes contribuciones. Por un lado, Anticapitalistas, que brindó su aparato estatal para hacerla posible, contribuyendo a la supervivencia de un reformismo renovado que iba a jugar un papel mucho más reaccionario que la IU a la que habían entrado en 1995. Por el otro, decenas de cuadros provenientes del PCE, como el mismo Iglesias o Irene Montero en su juventud, que veían en esa nueva formación la posibilidad de hacer realidad el sueño eurocomunista de Carrillo frustrado por la emergencia del PSOE.
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Podemos nacía con el firme propósito, manifestado abiertamente tanto por Iglesias como por Errejón desde el minuto uno, de recoser el consenso de 1978 que la crisis de 2008 había roto. Hablaban incluso con parte de su jerga, como cuando defendían construir un “compromiso histórico” como el PCI de posguerra, y reivindicaban abiertamente que lo logrado por el PCE en 1978 era lo máximo que se podía alcanzar dada la “correlación de debilidades” del momento. Lograr restaurar el Estado capitalista español, darle una nueva legitimidad sobre la que poder administrar –con toda la política de reformas socialdemócratas que fuera posible -que Grecia y hoy el gobierno “progresista” demuestran que era muy poca– y, sobre todo, conseguir que la tradición de la que eran herederos, la del PCE, fuera finalmente aceptada como fuerza de gobierno del país.
Los ministros “comunistas” de Su Majestad
Tras el arranque de Podemos por separado, en las elecciones de junio de 2016, Garzón, el nuevo Coordinador General de IU, con el apoyo del secretario general del PCE José Luis Centellas, firmó con Iglesias el “pacto de los botellines” que daba lugar a Unidos Podemos. Una coalición que llega hasta nuestros días y con la que el PCE lograría, esta vez sí, el sueño carrillista de sentarse en el Consejo de ministros de un gobierno de la monarquía.
Sería el mismo Iglesias el que, una vez retirado, reconocería lo orgulloso que se sentía de esta hazaña: “ni siquiera el líder del mayor partido comunista de Occidente, Enrico Berlinguer, había logrado llegar donde he llegado yo: un marxista en un gobierno de la Alianza Atlántica. Y eso que Berlinguer ganó las elecciones europeas, había hablado al Corriere del ’tranquilizador paraguas de la OTAN’. Desde el punto de vista histórico, observar lo que he realizado me produce vértigo”.
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Tras varias elecciones fallidas o semifallidas, en noviembre de 2019 el PSOE aceptó formar un gobierno de coalición. Además de los ministros y ministras de Podemos, dos ministros “comunistas” tomaron posesión de su cartera: Alberto Garzón en Consumo y Yolanda Díaz en Trabajo, que ascendería a Vicepresidenta segunda en mayo de 2021 tras la salida de Iglesias. Enrique Santiago, secretario general del PCE desde 2018 se integraría también con el cargo de Secretario de Estado para la Agenda 2030.
Repasar la gestión de este gobierno “progresista” merecería un artículo entero, pero esto es lo que las y los lectores tendrán más presente. Un gobierno que gestionó la pandemia negándose a tomar ninguna medida contra los grandes capitalistas, ni siquiera los de la sanidad privada y los laboratorios, que ha reprimido decenas de manifestaciones, enviado al Ejército a Ceuta, respeta a las eléctricas mientras suben el precio de la luz, les reparte -junto al resto de empresas del IBEX35- un nuevo rescate de 140 mil millones, mantiene la reforma laboral, y un largo etcétera.
La paradoja puede ser que del desgaste que supone integrarse en el gobierno de la cuarta potencia imperialista de la U, la parte peor parada pueda acabar siendo Podemos. Hoy el PCE e IU mantienen un peso relativo en la coalición que es creciente, y la candidatura de Yolanda Díaz para las siguientes generales lo atestigua. El eurocomunismo ibérico, si bien está lejos de lograr ser el principal partido de la izquierda del régimen –en su aventura gubernamental ha apuntalado a quien ya ostentaba ese título, el PSOE—, se ha recompuesto de la crisis con la que entró en el siglo XXI y se prepara para seguir actuando como uno de los partidos de Su Majestad del nuevo sistema pluripartidista.
Una tradición que superar, construir una izquierda revolucionaria y de la clase trabajadora
El estalinismo y eurocomunismo ibérico están pues de celebración. No son solo 100 años, sino que este centenario se produce habiendo alcanzado unas cuotas de integración en el Estado capitalista español inéditas desde la guerra civil. Desde ahí, con los ministros y ministras en el gobierno, pero también desde las posiciones que aún conservan en los sindicatos y movimientos sociales –mucho menores y más débiles que en cualquier otro momento de su historia– tratan de recomponer un régimen en crisis y gobernar, junto al PSOE, dentro de los límites de lo posible marcados por el IBEX35.
Una tradición política que, aunque conserva lo esencial de su naturaleza, lo hace con unas formas y un músculo mucho más debilitado. Ni el PCE es hoy el representante “oficial” de una revolución obrera como en los 30, ni cuenta con la implantación en fábricas, barrios y centros de estudio y el control de los movimientos sociales de los 70. Su adaptación a la democracia del 78 y el neoliberalismo, y su enlace de conveniencia con la hipótesis populista de Podemos, lo ha convertido en un aparato mucho más vaciado y preso del relato, la video política y un electoralismo ramplón.
Esto hace que hoy, como aparato enemigo de toda intervención de las masas en escena de forma independiente, sea más débil. Que construir otra izquierda, una tradición nueva, anticapitalista y revolucionaria, sea no solo necesario sino también posible. Más cuando son muchas las y los jóvenes y trabajadores que están haciendo una experiencia con su penúltima claudicación, su integración en el gobierno con el PSOE.
Toda la miríada de grupos estalinistas actuales que arremeten contra Carrillo o Yolanda Díaz, pero reivindican a sus maestros Pasionaria o José Díaz -nada menos que los verdugos de la revolución social del 36 - no tienen nada que aportar a la superación de esta tradición antirrevolucionaria. La política de conciliación de clases y rescate del Estado capitalista en todos los momentos críticos son un patrimonio común de los dirigentes “comunistas” que detestan y los que admiran.
Tampoco podemos reproducir la que ha sido la política de la mayor parte de la extrema izquierda en el Estado español, incluyendo la que se reivindicaba del trotskismo. La tónica general en estos 100 años fue la de subordinarse a esta corriente (en otros casos, o de forma combinada, a las corrientes independentistas pequeño burguesas de izquierda vascas o catalanas). Desde el POUM, que acabó integrándose en el Frente Popular y el Gobierno de la Generalitat antes de ser aplastado por ellos y el PSUC, hasta todos los grupos que decidieron integrarse en IU en los 90 o que fueron pieza clave en el resurgir y fortalecimiento de este espacio político con Podemos como palanca, como Anticapitaliastas.
Con esta adaptación, precisamente contribuyeron a evitar que se pudiera poner en pie una izquierda revolucionaria que se preparara para disputarle, a la que ha sido la corriente hegemónica a la izquierda del PSOE, su influencia sobre jóvenes y trabajadores de vanguardia. No querer “nadar contra corriente” cuando tocaba ha sido la característica común de estos grupos. Algo que no hacía más que obstaculizar la posibilidad de construir el núcleo de un partido revolucionario en el Estado español.
Recordar este siglo de traiciones es una buena oportunidad para reivindicar la necesidad de de avanzar en esta tarea estratégica. La urgencia, en medio de una crisis sistémica sin precedente en décadas, de poner en pie una izquierda que pelee por un programa anticapitalista y quiera recuperar el hilo rojo de las mejores tradiciones de lucha de la clase obrera y los sectores populares del Estado español. Las milicias que derrotaron el golpe fascista, los obreros y obreras que colectivizaron tierras e industrias, aquellos que reconstruyeron el movimiento obrero en la clandestinidad, los que prendieron el país tras la muerte del dictador o pelearon con todas sus fuerzas contra la ofensiva neoliberal de Felipe González. Todas peleas que tuvieron a los dirigentes del PCE enfrente, actuando como auténticos mariscales de la derrota.
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