Los aeropuertos son plataformas en las que muchas personas, como Roberto, dejan su salud a causa de la precarización laboral y la desidia de las empresas.
Juana Galarraga @Juana_Galarraga
Luigi Morris @LuigiWMorris
Domingo 4 de junio de 2017 00:02
El 31 de diciembre de 2011, Roberto se sintió mal después de unas horas de trabajo en la pista del Aeroparque Jorge Newbery. Hacía mucho calor y el sol caía de lleno sobre su cabeza. Se le empezó a nublar la vista y de repente todo se oscureció. No podía apretar la lapicera. Sintió que se caía. Pudo agarrarse de un carro que estaba cerca y cayó lentamente sobre el asfalto caliente. Se quedó en el piso y no podía reponerse.
Estuvo tirado varios minutos hasta que unos maleteros que estaban de espaldas se dieron vuelta y lo vieron. Intentaron levantarlo. Roberto no tenía fuerza en las piernas. Lo dejaron recostado sobre el carro. Se fueron a buscar ayuda. Roberto aguardó tirado. Sentía un cosquilleo en la cara, similar a lo que se siente cuando se adormece un brazo o un pie.
Aproximadamente una hora después, un hombre se acercó, le habló y volvió a dejarlo solo. Roberto regresó de la pista, cuando pudo recomponerse, por sus propios medios.
En julio de 2010, el hermano de Roberto, Emanuel, había conseguido trabajo en el Aeroparque como tercerizado para la empresa de seguridad HAS.
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Cuando tomó el puesto, sus compañeros y compañeras libraban una pelea fundamental. Hasta entonces se trabajaba con el esquema de “3 x 1” (tres días corridos durante doce horas y un franco). Querían cambiar el régimen a “4 x 2” (cuatro días de corrido durante ocho horas con dos francos). La clave era reducir la jornada de doce a ocho horas, objetivo que lograron luego de meses de lucha.
Los empleados de HAS estaban decididos. El “3 x 1” les dejaba poco margen para vivir. El día de franco a duras penas alcanzaba para reponer las energías y volver a la demoledora seguidilla de tres jornadas metidos en el aeropuerto. Enfrentaban a HAS y a Aerolíneas Argentinas. Había despidos.
“Yo primero no quise entrar porque eran doce horas y el sueldo era poco. Prefería vender empanadas, que iba a sacar más plata. Mi hermano, como era su primer trabajo en blanco agarró, pero yo no estaba dispuesto”, cuenta Roberto. A pesar de su negativa inicial, él también entró a Aeroparque poco tiempo después de la conquista de la jornada laboral de ocho horas. Su mamá y sus cuatro hermanos lo convencieron de que presentara currículum. Y así empezó.
Roberto Zurita tiene 39 años. Lleva siete de trabajo en Aeroparque pero nunca viajó en avión.
“Vienen por nosotros”
Roberto forma parte del activismo que exaspera a la patronal y a la burocracia sindical en Aeroparque. Es miembro de “El Despegue”, la agrupación del gremio aeronáutico que impulsa el PTS con independientes, que pelea todos los días para obtener condiciones que les permitan tener una vida mejor.
La mayoría de los aeronáuticos viaja desde muy lejos para llegar al trabajo. Por eso duermen poco. Si engancha justo el colectivo desde su casa en Lavallol, Roberto tiene un viaje de hora y media. Como los horarios del bondi no son exactos, el viaje suele ser de una hora y 45 minutos o hasta de dos horas. Por las dudas, sale con dos horas y 15 minutos de anticipación, a las 3:45 para entrar a las 6.
Roberto hizo el profesorado de bellas artes en el Lola Mora. Le costó porque iba y venía, con o sin trabajo entre los años 2005 y 2009. Aunque nunca ejerció la docencia, hoy tiene dónde aplicar sus conocimientos pedagógicos. Pacientemente, con sus compañeras y compañeros construyen su agrupación. “A veces a uno le hablás de política y es como si le mostraras una cruz a un vampiro. Muchos no quieren saber nada, es muy difícil. Tenés que buscarle la vuelta y conocerlo”, cuenta.
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“Entré peleando desde el día que me presenté. Hostigan todo el tiempo, mucha persecución. No puedo creer que no me hayan echado. Uno de la empresa me faltó el respeto. Me tocó la cara porque tenía que venir más afeitado. El tipo en un tono sobrador no sé que me dijo pero mal y yo me calenté. Que no me vuelva a tocar porque lo mato”, recuerda Roberto.
Así cuenta su primer encontronazo con la patronal de HAS. En 2013, Aerolíneas Argentinas contrató a la empresa Falcon para reemplazar a HAS. Luego Falcon fue reemplazada por GPS. Para Roberto estas empresas son “milicas”, se manejan como si todos fueran subordinados. De hecho, como se lee en el sitio web de GPS, la empresa fue creada en 2005 por ex miembros de fuerzas de seguridad.
Las empresas que Aerolíneas Argentinas ha contratado para la seguridad, han encontrado la resistencia de varios como Roberto, pero organizados. Cada empresa que llega intenta barrer sus logros y les dificulta el avance. Sin embargo, lo que no consiguen barrer es el compañerismo y la solidaridad que han sabido tender entre ellos.
“GPS vino por nosotros, porque como somos los que siempre hacemos paro nos quieren implementar reglas que son de vigilancia o seguridad. Pero la única seguridad de Aeroparque es la PSA, nosotros somos control o prevención. Somos aeronáuticos, no seguridad. Está muy difícil, va a ser otra pelea”, se adelanta Roberto.
Abandono de persona
En un aeropuerto todo está señalizado, con carteles en más de un idioma. Todo el trayecto previo a subir a un avión está plagado de cuidados y observaciones para quienes viajarán. Sin embargo, Aeroparque es un lugar en el que un trabajador puede pasar una hora desmayado en la pista sin que nadie lo asista.
El turno de Roberto empieza a las 6 de la mañana. Cada empleado de GPS llega y se presenta. Los van llamando por orden para tomar distintos puestos: máquina de rayos, cinta, check in, cabotaje, hangares, carga, sillas, rampa y pista. Como Roberto es de los rebeldes, siempre le toca pista.
Cuando llueve, en la pista no hay forma de permanecer seco. Pararse abajo del avión no sirve, porque las gotas se deslizan por la superficie aerodinámica y caen justo sobre la cabeza y los hombros. Cuando hay viento, en la enorme explanada de cemento, no hay nada que brinde resguardo. El aire azota fuerte.
Cuando hace calor, la sensación térmica es diez o quince grados mayor que en el resto del aeropuerto. La única sombra es la que proyecta el avión. El sol también azota fuerte. Los termómetros de los camiones cisterna que cargan el combustible llegaron a registrar 67 grados de temperatura en la pista. Los conductores se negaron a cargar la nafta. Los aviones suelen estar encendidos. Al calor natural hay que sumarle el que largan los motores, los grupos electrógenos, los tractores y camiones que circulan alrededor. Todo larga humo, un fuerte olor, plomo y gases tóxicos. El ruido al lado del avión supera los límites de lo recomendable para no afectar la audición humana, aunque se utilicen las sordinas. Estar en la pista “es un infierno”, sintetiza Roberto.
Él chequea los aviones antes de que despeguen. Se fija que no haya "bombas, objetos incendiarios, algo ilícito que ponga en peligro el avión”. Son chequeos de rutina que tiene que asentar en una planilla. Controla el equipaje, anota la gente que se acerca o sube al avión.
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Durante toda la mañana le toca estar al pie de los aviones, subiendo y bajando para hacer controles. Tiene sólo 45 minutos de descanso. Cada empleado al que se le asigna un avión debe permanecer ahí, custodiándolo hasta que despegue o llegue su relevo. Esta tarea a veces puede implicar horas en la pista, al lado de las ruedas del mismo avión.
La empresa no les proporciona el abrigo suficiente, ni capa de lluvia. La ropa que les dan es de la peor calidad. A las mujeres ni siquiera les dan pantalones de mujer. Roberto tuvo que comprarse zapatos porque los que GPS le daba le destrozaban los pies. GPS ni siquiera les da las lapiceras y les reprocha si no tienen una de repuesto cuando les falla en medio de la pista.
“Yo no me quedo las ocho horas afuera, porque tiene que haber un límite. No podés estar tres horas con un avión. Peleamos para estar un máximo de dos horas, porque si no perdés los reflejos”, explica Roberto. Una vez pasó muchas horas en la pista y no lo dejaron subir a orinar al baño del avión. “Meé en la rueda. Lo hice a propósito para que me saquen, porque es inhumano que te dejan horas ahí, es abandono de persona”.
Feliz año nuevo
Aquel 31 de diciembre de 2011, luego del desmayo, en el área de Sanidad le dijeron que le había bajado la glucosa. Le dieron chocolate. Roberto les avisó que no se le iba la electricidad de la cara. En apariencia estaba bien, pero cuando se paraba parecía que el piso se movía y que se iba a caer. Le dijeron que se quede en el sector de Descanso. No lo mandaban a su casa o al hospital, para no acompañarlo y evitar que tuviera que hacerse cargo la ART. Recostado en una banqueta del descanso, el mareo iba en aumento. Pasado un rato sus compañeros lo llevaron a la casa de su madre, donde Roberto se mudó hace un tiempo para ayudarla a hacer arreglos.
Llegó y se acostó a dormir. Se levantó a la tarde para prender el fuego y hacer el asado de año nuevo. Ni bien la parrilla empezó a humear el olor lo descompuso nuevamente. Cuando intentaba hablar o reír, tosía y se ahogaba. Tuvo que volver a la cama y pasar la fiesta en reposo. El cosquilleo en el lado izquierdo de su cara continuaba. Uno o dos días después, cuando pudo levantarse fue al médico. Le dijeron que tenía neumonía. Apenas las puntas de los pulmones se veían en la placa. El resto estaba todo cubierto por una mancha.
Seguía con la cara adormecida, pero le preocupaban más los pulmones. Un día no pudo escupir la pasta dentífrica al cepillarse los dientes y se enchastró todo. Su mamá se asustó cuando vio que no podía tomar agua o comer, porque todo se caía de su boca. Volvieron al médico. El doctor le explicó que el virus le había dañado un nervio y le produjo una parálisis facial periférica, porque sus defensas estaban muy bajas. La causa de su afección eran los sucesivos resfríos mal curados producto de tantas horas en la pista sin abrigo, tantas lluvias encima, así como tantas horas de calor agobiante. Pudo hacerle juicio a la empresa, pero su abogado no se movió lo suficiente y quedó todo en la nada.
La parálisis le dejó una neuralgia en el nervio trigémino, que quedó atrofiado, suprimido y no le llega suficiente oxígeno. No pasa la sangre a ese sector de la cara y por momentos duele como puntadas. Le dijeron que la parálisis se rehabilitaba en un mes, pero a él le llevó siete meses recuperar la movilidad del rostro y no lo logró del todo. Un médico legista le dijo que presenta una discapacidad del 39 % en la cara. Actualmente tiene que tomar medicación para epilépticos, unas pastillas que son muy fuertes y le hacen mal. Lo mejor para el dolor de cara, según él, es el aceite de cannabis. Las neuralgias se operan para aliviar el dolor, pero en Estados Unidos y en 2014 la operación costaba 40 mil dólares.
“Cuando te bajan las defensas, te lastima el virus y te paraliza la cara. A una compañera le paralizó la mitad del cuerpo, a otro le paralizó la cara y el brazo y empezó a babear. Otra chica también tuvo parálisis pero ella se recuperó, creo que fue la presión que le durmió la mitad del cuerpo”, detalla Roberto. Los resfríos mal curados son moneda corriente, como “las tendinitis, lumbalgias, vértebras abombadas, muchos no pueden estar parados”. A Roberto además, en la última audiometría le dijeron que estaba un poco sordo de un oído. De diez sonidos identificó siete.
Vida o muerte
Para cualquiera que trabaje, reducir la jornada laboral a seis horas y trabajar cinco días a la semana sería un cambio significativo para vivir mejor. Y en el gremio aeronáutico es una cuestión vital. “Mi planteo es siempre la insalubridad”, expresa Roberto y sueña con “las seis horas, como el subte. Estos trabajos precarios tienen que cambiar”.
En 2012 María Eugenia, trabajadora tercerizada de Lan, falleció de neumonía. La empresa la había mandado a trabajar en rampa, a la intemperie un día de frío y lluvia, cuando su salud estaba frágil. Lo hicieron para castigarla porque había faltado. Ningún gerente de la empresa terminó en la cárcel por eso.
En los 90 Roberto deambuló de trabajo en trabajo. Con el kirchnerismo no gozó de mayor suerte, por eso se quería ir a España. Su familia lo convenció de que no se fuera y entrara al mismo trabajo que su hermano Emanuel, quien fue despedido meses después.
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Frecuentemente Roberto cae enfermo o le duele mucho la cara. El sueldo de $ 17 mil está muy lejos de cubrir la canasta básica y nunca le alcanzaría para viajar en los aviones a los que sólo sube cuando están aterrizados. Varias compañeras y compañeros hacen extras y trabajan hasta doce horas para llegar a fin de mes.
Pudo irse a trabajar a otro lado, pero después de hablar con sus compañeros, se convenció de que Aeroparque es su lugar de militancia. En su trabajo la lucha contra las empresas que desprecian la vida es constante. Hoy una de las peleas clave es el pase a la planta permanente de Aerolíneas Argentinas.
Roberto pudo irse del país pero se quedó. Siempre supo que en Aeroparque había que pelear. Lo supo desde aquellas noches frías de 2010, cuando junto a su mamá miraban la entrada desde la ventanilla del auto para cuidar a su hermano.
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