¿Por qué no es cine social? y ¿Por qué no es de izquierda? Son las preguntas que vamos a afrontar tras ver Atenea (2022) de Romain Gavras para Netflix. Esta película, que aprovecha el rebufo de producciones como Los Miserables o la mítica El Odio es directamente una trampa comercial.
¿Cuál es la trampa?
Esta producción francesa llama la atención desde el principio. Como cartel promocional han elegido la imagen de un joven con rasgos árabes lanzando un coctel molotov en medio de una nube de humo. Pero en realidad aquí no está la trampa. La película es básicamente esto; una serie de planos secuencia de disturbios en un suburbio francés entre la policía y jóvenes franceses de ascendencia migrante de tercera generación. El caso es que como mínimo, y aquí está la primera de las trampas, el abuso de esta estética nos induce a pensar que estamos ante una película social que denuncia la situación de estos barrios y sus habitantes.
La segunda trampa, también desde el cartel, es que la película está firmada por Romain Gavras, hijo del conocido director de cine político Costa-Gavras, director entre otras películas de El Capital. Sin embargo, la producción de Gavras hijo se ha centrado hasta ahora en la creación de anuncios de grandes marcas de moda y perfumes como Adidas, Dior o Louis Vuitton, polémicos videoclips de músicos mainstream como MIA, Jay-Z o The Justice y películas de dudosísima calidad. Al parecer en Francia también se cumple el refrán que dice “quien tiene padrino se bautiza”. Cabe mencionar que sus propuestas estéticas no solo son perturbadoras por frivolizar con la violencia, incluso la sexual, sino que además en algunas ocasiones son directamente un plagio como el de este video clip y la película The Warriors.
No obstante, es interesante hacer un pequeño análisis de esta producción porque su contenido es muy problemático y a la vez nos ofrece muchos indicios de cuáles son algunas de las operaciones ideológicas que dominan ciertos productos culturales de nuestra época.
¿De qué va la peli?
La película comienza presentando a sus dos protagonistas. Ambos son hermanos, de descendencia árabe y se encuentran frente a la comisaria de su localidad tras la publicación de un vídeo donde se puede ver como un grupo de policías franceses mata a un joven, el hermano menor de la familia. El primero, Abdel, militar del ejército francés y hermano mayor del joven asesinado, ofrece uniformado una rueda de prensa donde pide calma a la población. Nos asegura que se está haciendo todo lo posible para localizar a los culpables. El segundo, Karim, comienza los disturbios lanzando una bomba incendiaria y asaltando la comisaria seguido por decenas de jóvenes de la banlieue que van en busca del arsenal policial.
De aquí en adelante la peli es una sucesión esteticista de planos secuencia videocliperos de enfrentamientos entre los jóvenes y las fuerzas de seguridad del estado. Bengalas, fuegos artificiales infinitos (de verdad, infinitos), acrobacias en motocicleta, asedios policiales, desbandadas civiles, mujeres sufrientes y mucha testosterona. Y todo movilizado por la rabia y la dirección nunca cuestionada del joven Karim.
¿Qué hay detrás de toda esta violencia?
Mucha rabia y una sed personal de venganza. Y muchos, muchísimos jóvenes uniformados con chándals que así caricaturizados parecen masillas, que van a seguir ciegamente las decisiones del líder cuyo único motivo para representar la protesta es el parentesco con la víctima. Solo cuando llevamos un buen rato de metraje aparecerá una demanda explicita: la exigencia de que sean identificados los policías culpables del asesinato.
De la misma manera que el guion nunca afronta una explicación estructural de la situación de los habitantes de estos barrios, vacía de cualquier contenido político las reclamas de la revuelta que se está produciendo ante nuestros ojos.
Lo que sí nos muestra es una relación de anomia, o falta de lazos densos, entre estos jóvenes y sus familiares que huyen despavoridos de sus casas al no poder siquiera razonar con tanta furia juvenil. Esto nos hace muy difícil empatizar con estos jóvenes. Sin embargo, empatizar con la policía es obligado cuando está representada por un asustadizo y entrañable funcionario, que ante el clima bélico al que le van a exponer, no puede hacer otra cosa que contemplar sus uñas pintadas. Viene de jugar con sus cuatro hijas y estas le han maquillado. Evidentemente nuestro ejemplar policial de masculinidad y paternidad deconstruida será la victima propicia de los ataques de estos iracundos jóvenes.
Haciendo inventario tenemos: la temible generación más joven de la banlieue enfrascada en un combate sin tregua contra entrañables padres de familia uniformados, el resto de la vecindad huyendo en desbandada, mientras otros peculiares habitantes de la zona buscan como ubicarse; toxicómanos a caballo, traficantes enloquecidos intentando contactar con sus amigos corruptos dentro de la policía y lo que no queda claro si es una especie de autista pirómano o un yihadista experto en explosivos al que la comunidad acogía hasta ese momento (nada de esto es broma).
Panorama, por cierto, donde la presencia de las mujeres se resume a cinco personajes; la madre dolorosa, la hermana iracunda (único personaje femenino que en su única línea de texto nos ofrece algo interesante), la mujer traicionera, la discapacitada déspota y la joven “marimacho” imposible de diferenciar del resto de jóvenes. No hay más.
Como no tiene mucho sentido profundizar más en los pormenores de este despropósito, diremos que Atenea es, en definitiva, una mala película, con un mal guion, donde los personajes no tienen profundidad ni responden a acciones o reflexiones lógicas y que formalmente no es nada mas que un videoclip largo. Lo de los planos secuencia larguísimos ya está muy visto. Pero el problema es otro.
Definitivamente, una película reaccionaria
El problema es que, detrás de una envoltura de cine social que nos ha llamado la curiosidad a más de uno, se esconden una serie de operaciones ideológicas bastante reaccionarias.
En primer lugar, la película profundiza en la idea de las banlieue como no go zones peligrosas, dominadas por jóvenes violentos, totalmente guetificadas, donde es mejor no poner un pie. Esto es la base de la que parte la película, sin explicar ni cuestionar esta construcción.
Digamos de paso que esto permite que derechistas y rojipardos varios refuercen su diagnóstico que relaciona la migración con guetos y violencia. De hecho, hablando de rojipardos, Víctor Lenore tardó muy poquito en sacar una reseña de la película donde da por sentada la existencia de este problema en estos términos, llamando a las banlieue “barrios periféricos conflictivos con mayorías migrantes”, aplaudiendo que la película salga del maniqueísmo por presentar a los "policías como seres humanos y el hecho de que tener la piel oscura no garantiza siempre la bondad del personaje”.
Eso sí, la película no le ha gustado nada porque, en determinado momento, culpabiliza del estallido a la provocación de los grupos de extrema derecha. Todo lo que tiene que decir al respecto es que la extrema derecha no tiene el poder suficiente para eso, como vemos en los votos que consiguen. Una o dos cosas le podríamos decir sobre la distancia entre la derecha institucional y los grupos de extrema derecha callejeros, sobre el gran número de agresiones por parte de estos sectores (en el Estado español muchas de ellas lgtbifóbicas) y sobre la presencia de la derecha reaccionaria en Francia, pero bueno.
Otra de las operaciones que ya hemos señalado: toda la rabia, el “levantamiento” de los que no tienen nada que perder, los desposeídos, parece que tuviera un origen personal e individual y estuviera carente de objetivo político. La violencia aparece como un fin en sí mismo. De hecho, la violencia queda totalmente estetizada, se convierte en un objeto de consumo. Los jóvenes desatados resultan atractivos en su violencia descontrolada, con hermosos lanzamientos de fuegos artificiales y cócteles molotov, pero también resultan temibles. Un poco como el Joker, en la película del mismo nombre.
Desde aquí podemos ver dos cuestiones. Por una parte, la revuelta aparece despolitizada como fin en sí mismo, sin posibilidad de ser organizada y conducida a una transformación estructural, evitando así uno de los grandes debates en estos últimos años de revueltas y levantamientos frente a regímenes opresores y explotadores por todo el mundo (Chile, chalecos amarillos, Myanmar y un largo etc.).
Por otra parte, la juventud migrante, y así los sectores más desheredados, aparecen como una bomba de relojería a punto explotar. Una especie de advertencia que igual llama a las clases dominantes a aflojar que a lo que se suele llamar “clases medias” a temer, reforzando el discurso securitario (véase Rita Maestre y sus propuestas de más policía de proximidad en Lavapiés) que sustituye el abordaje social y político por más fuerzas represivas. Fuerzas represivas con las que ya hemos señalado que la película de Netflix nos lleva a empatizar. Más allá de alguna manzana podrida (los policías corruptos que colaboran con el malvado camello de la banlieue), son simpáticos funcionarios que protegen a la población despavorida frente a la violencia. La función esencial de las fuerzas represivas queda totalmente fuerza del cuadro, pero queda fuera incluso el racismo estructural de la policía y el hostigamiento permanente de los barrios populares que llevan a cabo. Y mira que era fácil señalarlo en esta película.
En resumen, nos ha parecido una de las películas más reaccionarias de los últimos años, una de las que más frivoliza y convierte el desamparo de los sectores más empobrecidos en un videoclip que esencializa la violencia en la juventud más desesperada, para convertirlo en un producto comercial atractivo. Que oculta las bases de la desigualdad estructural que se expresa en las banlieue francesas y que, consecuentemente, nos quiere dejar sin salida. Eso sí, lo hace tan mal que no es fácil que consiga su objetivo.
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