A pesar de la búsqueda incansable de detener el tiempo y contra el discurso de lo pasivo, hay vejeces que enfrentan los destinos que muchos buscan imponer y deciden el suyo con orgullo. Hoy presentamos a Beba y sus tejidos.
Valeria Jasper @ValeriaMachluk
Jueves 8 de agosto 22:47
"Por fin viniste. Ya te digo que quiero que mis huesitos estén en mi pueblo". Así comenzó la conversación con esta señora de 90 años, en lo que se convertiría en un viaje de verdades, aceptaciones y fuertes decisiones, tejidas con la aguja de crochet que descansaba en la mesa.
Adriana, o Beba como más le gusta que la llamen, tomó la decisión hace un año, cuando se dio cuenta que la ciudad solo le ofrecía veredas rotas, rejas en las puertas y una humedad atroz para su cadera; nada amigable la cosa. Muchas veces las ciudades que buscan la modernidad, inundan el cielo con filas infinitas de departamentos, dejando en penumbras a los caminantes de veredas.
Beba le dijo a su hija Ana que quería irse a al geriátrico de su cuidad natal, allá la esperan algunas amigas ("más viejas que yo", dijo), aún quedan conocidos del pueblo y lo más importante: el cementerio donde están enterrados sus padres y su esposo. "Yo quiero morir en mi pueblo y que me lleven con mi Raúl", sostuvo con voz firme mientras la flor iba tomando forma en su tejido.
El fundamento de su decisión fue el recorrido de toda su vida: desde la llegada al pueblo junto a sus padres a sus primeros trabajos como niñera a los 11 años. El encuentro del amor en Raúl y la construcción de una familia con la llegada de las hijas. La mudanza a La Plata por ese "mejor futuro" se tradujo en 40 años, que incluyeron la jubilación como cajera de un hipermercado y las dificultades de una cuidad poco accesible para la vejez.
La viudez y la pandemia la encontraron sola en su pueblo. Comprender las videollamadas con su hija fueron dificiles pero no imposibles, aunque la distancia alimentó la necesidad de volver a estar juntas. Beba, Ana y Ludmila, su compañera. La ciudad la recibió pero no se sintió cobijada. Extrañaba los bancos, las charlas de vecinos en las puertas de sus casas. La alegría de su olor natal ya no estaba con ella. Y ella quería que sus últimos días estuvieran embriagados de ese olor.
El tiempo en la vejez se vuelve una cuestión de gran importancia. Con la conciencia puesta en la cercanía de la finitud de la vida, el tiempo se administra diferente. Se vuelve veloz en los cuerpos frágiles y desgastados y muchas veces (para no decir siempre) se estrella contra el tiempo letal de la burocracia.
Más edad, menos jubilación; claves de una reforma que siempre está en el horizonte pensante de un régimen que exige hasta el cansancio, exprimir la última gota de sudor para beneficio del otro. Una receta con gusto a ajuste que hunde en la miseria y el hambre a los viejos de hoy y condena a los jóvenes precarizados a una vejez miserable mañana. "Cobro una jubilación chiquita que me alcanza para los remedios, por suerte están ellas".
Frente a la connotación negativa que aún rodea a la vejez, como si en la vejez no hubiera más deseos e intereses propios, que las personas mayores son sujetos incapaces e improductivos, y que consecuentemente son miembros prescindibles de la comunidad; vaya una hermosa proclama de libertad y autodeterminación:
Beba firmó los papeles que darían comienzo a su vuelta. Marcó su destino con las pocas letras que aprendió. Sus hijas, como ella las llama, sonrieron: "Soy feliz", dijo mientras cerraba el último punto de la flor de crochet.
Un aire fresco rodea el fin de la tarde sabiendo que mañana la jornada se preparará para combatir la miseria, el hambre y la desazón. Mientras tanto, Beba es un instante de felicidad en un mundo perturbado.