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Cambio climático, guerra y revolución

Diego Lotito

Ilustración: Diógenes Izquierdo

Cambio climático, guerra y revolución

Diego Lotito

Ideas de Izquierda

¿Como se vincula el cambio climático, la guerra y la revolución? Algunas ideas para pensar la crisis ambiental global y el movimiento climático desde un punto de vista estratégico.

Crisis climática

La crisis climática y sus consecuencias devastadoras, tanto actuales como potenciales, son un hecho innegable. El capitalismo tal cual lo conocemos de ha desarrollado durante siglos sobre la base de la explotación impiadosa de la naturaleza, apropiándose de esta para obtener recursos y transfórmalos en mercancías o como repositorio de desechos. Sin embargo, la naturaleza ya no puede ejercer esta doble función que le fue impuesta por el capital. La necesidad de crecimiento constante e infinito del capital ha llevado a la interrupción de un complejo ciclo natural que tardó millones de años en evolucionar, provocando como diría Marx, una fractura en el proceso interdependiente del metabolismo entre la sociedad y la naturaleza.

El cambio climático y la crisis en el ciclo del carbono, del agua, del fósforo y del nitrógeno, la acidificación de ríos y océanos, la pérdida creciente y acelerada de biodiversidad, los cambios en los patrones en el uso de la tierra y la contaminación química, son algunas de las terribles manifestaciones de una situación completamente inédita para la humanidad: la tendencia hacia la descomposición de sus condiciones naturales de producción y reproducción. A esta dinámica ecodestructiva se relaciona directamente la degradación social y material de cientos de millones de personas que sufren la miseria, el desempleo y la precariedad laboral, mediante los cuales el capitalismo asegura su rentabilidad y reproducción.

El cambio climático, es decir el aumento vertiginoso de gases “efecto invernadero” en la atmósfera que generan un proceso de “calentamiento global”, es un problema histórico. Si antes de la revolución industrial había en la atmósfera 280 partes por millón (ppm) de CO2, en la actualidad nos acercamos a las 420 ppm. Esto es el resultado de una acumulación en el tiempo. Esto no significa que una gran parte del CO2 proceda específicamente de mediados y finales del siglo XIX, de hecho, probablemente se trate de una pequeña parte. La mitad de esas emisiones se han realizado desde mediados de los años 90. Aunque fue a mediados del siglo XIX cuando los combustibles fósiles se convirtieron en la base del crecimiento capitalista, un proceso seguido por la deforestación (que eliminó gradualmente enormes sumideros de carbono) y otras actividades como la ganadería intensiva, responsables de las emisiones que elevan la temperatura media global.

Según diversos informes del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), a menos que se reduzcan profundamente las emisiones de CO2 y otros GEI, hasta llegar a un nivel neto cero en torno a 2050, la meta del Acuerdo de la Cumbre de París de 2015 de que la temperatura no aumente más 1,5°C ni 2°C se superará indudablemente durante el siglo XXI. Sobrepasar ese umbral implica consecuencias graves para el desarrollo de la vida en el planeta, muchas de la cuales ya estamos viendo: fenómenos climáticos extremos que dejan miles de muertos; calor excesivo, generando incendios incontrolables que arrasan ciudades completas; inundaciones masivas o sequías catastróficas; la fundición parcial de placas de hielo polar y la elevación del nivel del mar, etc. Todos estos efectos recaen principalmente sobre los pueblos más pobres del mundo, expoliados por las potencias imperialistas. Pero no sólo en ellos, porque también golpean en los centros imperialistas.

Por ejemplo, por hacer referencia solo a algunos datos relativos a Europa y el Estado español, el mar Mediterráneo alcanzó en julio pasado los 30ºC en zonas cercanas a las Baleares, 6 grados por encima de las previsiones para ese mes y todo el mes de agosto, según datos oficiales de los puertos del Estado. También en el mes de julio, se alcanzó la máxima temperatura histórica en Europa; fue en Portugal, con 48,8ºC. Esta ola de calor tuvo terribles consecuencias. Se estima que 2.124 personas murieron por el intenso calor en el Estado español, el peor dato desde 2015, que cuadriplica la mortalidad por altas temperaturas de años anteriores. Al mismo tiempo, se generaron múltiples incendios simultáneos que han devastado cientos de miles de hectáreas en el sur de Europa.

Entre las clases dominantes hay dos enfoques fundamentales sobre la crisis climática: los que la niegan, fundamentalmente sectores de la extrema derecha alineados con los intereses del gran capital dedicados al combustible fósil y el agronegocio; y los que aceptan que hay una crisis grave y promueven mecanismos de reconversión industrial, mitigación y adaptación o lo que se ha denominado un “capitalismo verde”. En este campo militan desde socialdemócratas, liberales y hasta conservadores imperialistas, organismos internacionales y ONGs.

Aunque el negacionismo sigue operando fuertemente y la extrema derecha hace bandera de este discurso, la lógica del “capitalismo verde”, que combina neoliberalismo, neokeynesianismo y “economía verde”, es de momento la hegemónica. Aunque, como veremos, con sus políticas terminan abriendo el camino a que se fortalezcan las posiciones negacionistas.

En las últimas tres décadas, todas las políticas de protección ambiental, controles, cumbres costosísimas y grandes objetivos de reducción de emisiones, han fracasado rotundamente. Por poner solo un ejemplo, desde la entrada en vigor del Protocolo de Kioto en 1997, se han lanzado a la atmósfera el 50% de las emisiones totales de CO2 que han tenido lugar desde el inicio de la era industrial (en 1750), y solo en los últimos siete años se ha emitido el 10%. Tras la Cumbre de París (2015) se registraron los mayores incrementos en las emisiones de CO2 de la historia del capitalismo.

A pesar de estos fracasos las grandes potencias capitalistas intentan dar una salida. Así hace unos años, tanto en Europa como en Estados Unidos, comenzó a resonar la idea del “Green New Deal” o “Nuevo Pacto Verde”, referenciado en el New Deal de Franklin D. Roosevelt, con el que Estados Unidos se enfrentó entre 1933 y 1939 a la Gran Depresión y al desempleo masivo.

La idea del pacto verde apareció, por un lado, como respuesta al agravamiento del cambio climático; por el otro, como un relato progresista que recuperaba la idea de la democracia social y la cooperación internacional. Primero en la crisis financiera de 2008 y a través de distintas propuestas de Los Verdes en el Parlamento Europeo; después en el partido laborista británico y en el ala izquierda del Partido Demócrata norteamericano (con Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez), e incluso en las demandas de los nuevos movimientos sociales protagonizados por jóvenes como Fridays for Future y Greta Thunberg, Extinction Rebellion y el Sunrise Movement en Estados Unidos.

Lo que podríamos considerar una versión conservadora de esta política se ha hecho carne en Europa en los últimos años. En noviembre de 2019 el Parlamento Europeo declaró la situación de “emergencia climática”, y en diciembre de 2019 se aprobó el “Pacto Verde Europeo” como programa de gobierno de la UE. ¿Qué es en concreto? Un paquete de medidas políticas y económicas de transición ecológica, con el objetivo de alcanzar la neutralidad climática de aquí a 2050 para cumplir con las metas del Acuerdo de París. El paquete incluye medidas que abarcan el clima, el medio ambiente, la energía, el transporte, la industria, la agricultura y las finanzas sostenibles, todas ellas estrechamente relacionadas.

El Pacto Verde se ha ido desplegando a través de distintas leyes, como la Ley del Clima de junio de 2021, que establece un mandato vinculante para alcanzar cero emisiones netas y la neutralidad climática en 2050, con una meta intermedia de reducción de emisiones en 2030 de 55% respecto a las de 1990. Buena parte de esos objetivos se han contemplado en el paquete legislativo “Objetivo 55” (Fit for 55) propuesto por la Comisión en julio de 2021. La denominación alude a la meta intermedia de reducción de emisiones en un 55% en 2030 respecto al nivel de 1990. Entre sus medidas más importantes se encuentran el endurecimiento de las directivas de eficiencia energética y de energías renovables en industrias, transporte, edificación, agricultura, etc., medidas para eliminar las emisiones de los vehículos con la prohibición de los motores de combustión interna en 2035, entre otras.

Este paquete de leyes incluye un “Fondo Social del Clima” que, junto a otros fondos de la UE, quiere mitigar el impacto social de esas medidas. O sea, buscan evitar que la política ambiental capitalista se entrecruce con los conflictos de clase y que se desarrollen protestas como las de los “chalecos amarillos” en Francia. ¿Por qué? ¿No es acaso un plan para la prosperidad del conjunto de la sociedad? Pues no.

Razmig Keucheyan, un intelectual marxista suizo-francés, escribió un libro muy interesante con un muy buen título: “La naturaleza es un campo de batalla”. Coincido con esta idea. Hay un consenso muy extendido que sostiene que, para enfrentar la crisis ambiental, la humanidad tiene que unirse, superar sus divisiones. Esto lo promueven desde partidos ecologistas hasta gobiernos, tanto de izquierda como de derecha. Incluso intelectuales poscoloniales como Dipesh Chakrabarty dicen que la crisis ecológica permite que la humanidad pueda convertirse por primera vez en “sujeto” de la historia, más allá de sus divisiones de clase, género, raza, etc. O sea, responder como especie ante la amenaza climática, porque si esta avanza no hay salida para nadie, ni ricos ni pobres. Viniendo de los estudios poscoloniales, que son especialistas en impugnar toda forma de universalismo, dice Keucheyan, esta idea es sorprendente.

La idea de que la naturaleza es “un campo de batalla” parte de una hipótesis opuesta a este consenso: el cambio climático es producto del capitalismo, y solo por ello, es difícil pensar que reunir a la especie humana alrededor de objetivos comunes pueda ser la vía para resolver la crisis. Al contrario, la solución viene de radicalizar las oposiciones, la impugnación del capitalismo y la lucha de clases. Por un lado, porque la humanidad no padece del mismo modo las consecuencias de la crisis ecológica. La clase trabajadora, el campesinado pobre, las personas racializadas, las y los pobres urbanos, sufren esta crisis decididamente más que los ricos y los capitalistas, que tienen mejores condiciones para adaptarse y, de paso, hacen extraordinarios negocios con las “políticas verdes”. Por el otro, porque el capital es incapaz de dar una salida progresiva a la crisis.

El programa del Pacto Verde sitúa en que sean las empresas y corporaciones responsables de la crisis ecológica actual las que mediante subvenciones estatales desarrollen la infraestructura para salir del desastre, mientras hacen que sea la clase trabajadora y los sectores populares quienes paguen los costos de la transición ecológica. Porque, a pesar de la retórica, la clave del pacto verde es la especulación, la transferencia de rentas hacia diversos sectores capitalistas y la promoción de austeridad para las mayorías populares. Veamos algunos ejemplos.

¿Cómo lidia con las crisis el capitalismo? En el libro antes citado, Keucheyan sostiene que es mediante la financierización y la guerra. En efecto, la generación de capital ficticio permite al capitalismo posponer y atenuar temporalmente las consecuencias de las contradicciones de la producción capitalista hasta que estas estallan (como vimos con la crisis de 2008). Luego iremos a la guerra y cómo opera en el capitalismo. Pero, ¿cómo se financieriza la naturaleza? Con todo tipo de productos financieros vinculados a la naturaleza o la biodiversidad: mercados de carbono, bonos de carbono, derivados climáticos, seguros de riesgo o bonos catástrofe (cat bonds).

Que el objetivo del Pacto Verde no es detener las emisiones queda patentizado con el mercado de bonos de carbono, que permite a las corporaciones seguir emitiendo por encima de lo que deberían comprando derechos de emisión de otras empresas. Este mecanismo promueve un espectacular proceso especulativo. En 2021, una noticia destacaba que la especulación era responsable la escalada de los precios de derechos de emisión de dióxido de carbono (CO2) que las empresas generadoras tienen que comprar para poder quemar gas, fuel o carbón y producir electricidad. De este modo las eléctricas justificaban que hubiera más subidas de la luz. O sea, la ganancia de los capitalistas se mantiene y las emisiones también. Esta dinámica va a continuar sin parar. En enero de este año, un periódico del sector energético informaba que los precios del CO2 en Estados Unidos podrían dispararse a 215 dólares por tonelada para 2030 y multiplicarse por 50 para 2050.

Que los gobiernos capitalistas están haciendo que la clase trabajadora y el pueblo pobre pague los costos de la transición no lo decimos solo los marxistas. Lo dice hasta el Banco de España. En un informe publicado en mayo alertaba que “los hogares con menos recursos tendrán más dificultades para afrontar la transición ecológica” porque los derechos para emitir carbono ya están encareciendo la energía y los impuestos verdes también suponen mayores gastos para las familias más pobres. Mientras tanto, una parlamentaria de VOX decía en plena ola de calor que, si la gente no tenía aire acondicionado o no podía pagarlo, acudiera a la Iglesia para refrescarse. Y ahora en Reino Unido, le dicen a la gente que si no puede pagar la calefacción, vaya a la biblioteca.

No solo en la cuestión energética se ve esto. Hace dos meses una nota de The Guardian informaba que, en Gran Bretaña, con la excusa del Pacto Verde, los supermercados eliminan las fechas de caducidad para “reducir la producción de deshechos”. El capitalismo produce todo tipo de mercancías sin planificación alguna, independientemente de que pueda venderlas o no, por lo cual millones de toneladas de alimentos se desechan por día en el mundo. ¿Y cómo se les ocurre limitar esta lógica completamente irracional? Vendiéndoles a los consumidores pobres comida caducada, mientras de paso obtienen mayores beneficios. Es perverso.

En el campo de la alimentación, el capitalismo verde promueve también el desarrollo de un nuevo mercado de producción de proteínas alternativas que es muy seductor, porque no implica ningún daño a los animales y puede producir productos de origen vegetal que se asemejan a la carne. Obviamente avanzar en este terreno es deseable. Pero en manos de las empresas capitalistas, detrás de esta retórica hay un trasfondo profundamente reaccionario: generar “alternativas” alimenticias para gente que no puede comer carne y no lo podrá hacer nunca; no por el cambio climático, sino por ser pobres.

El plan para imponer esto a la población es sencillo: acelerar la implementación de las medidas del Pacto Verde como si fuera un shock. Hay muchos negocios que dependen de esta aceleración. No por nada los grandes bancos como Goldman Sachs se han transformado en grandes propagandistas y lobbistas por la aceleración del Pacto Verde. Por ejemplo, la aceleración del objetivo de cero emisiones en el transporte marítimo de mercancías (y el pago obligado de derechos de emisión para fletes a y desde la UE o EEUU), acelerará la concentración global del negocio en torno a las tres o cuatro grandes compañías mundiales, como MSC, Maersk o Cosco. También el impulso de los coches eléctricos o la energía solar. Y como el Pacto Verde está diseñado para desarrollarse a través de “procesos de mercado”, es decir de especulación y financierización, lo que produce inevitablemente es caos capitalista y dilapidación irracional de recursos. Por poner otro ejemplo, en el Estado español el 70% de los proyectos fotovoltaicos no llegan a término tras acceder a la red.

Esta aceleración conlleva además un renovado discurso de la austeridad, promovido desde las más altas esferas. La parte 3 del Sexto Informe de Evaluación del IPCC, publicado en 2022, está centrado en las estrategias de mitigación del cambio climático. Por un lado, insiste nuevamente en la eliminación del uso de carbón, la reducción de la quema de petróleo y gas, etc. Pero el énfasis del documento está puesto en el “cambio de los modos de vida”, promoviendo el consumo de “dietas saludables basadas en plantas, la reducción del desperdicio y el consumo excesivo de alimentos, el apoyo a productos reparables y de mayor duración, el apagado de la calefacción, el teletrabajo y el uso compartido de automóviles”. O sea, el discurso reaccionario que sitúa en la acción individual de los consumidores la responsabilidad de lidiar con la crisis climática global, que en los hechos es promover la pauperización y empobrecimiento de la clase trabajadora con medidas cuyo alcance, según el mismo informe, es enormemente limitado (no pasaría de reducir el 5% de las emisiones totales).

Este discurso, que ya venía hace tiempo, se radicaliza con la guerra. De pronto, el neoliberal Emmanuel Macron pareciera abrirle el camino a la perspectiva del decrecionismo con su discurso del “fin de la abundancia”. Con la guerra, la AIE y la UE promueven medidas para reducir el consumo de gas y petróleo de Rusia. ¿Qué proponen? Lo mismo que el IPCC: bajar la calefacción y usar menos aire acondicionado, bajar la temperatura de la caldera, teletrabajar, compartir el coche, andar en bicicleta, usar el transporte público y no viajar en avión. O sea, que sean las familias trabajadoras las que reduzcan el consumo, no las empresas ni los sectores más ricos de la población.

Guerra

La guerra de Ucrania ha cambiado radicalmente la situación mundial. Nuestra visión es que esta es una guerra reaccionaria. Por eso nuestras consignas son “ni Putin ni OTAN”, por el retiro de las tropas rusas de Ucrania, por la disolución de la OTAN, contra las sanciones y contra el rearme imperialista. Nuestra posición internacionalista es por la unidad internacional de la clase trabajadora y por una política independiente en Ucrania para enfrentar tanto la ocupación rusa como la dominación imperialista.

El resultado inmediato de la guerra es la masacre y la destrucción que sufren millones en Ucrania, migraciones masivas, persecución y fortalecimiento del gobierno de extrema derecha de Zelenski, pero también las penurias que se han impuesto sobre el propio pueblo ruso con las sanciones. Al mismo tiempo, con la excusa de la guerra, se ha desatado una renovada política militarista imperialista comandada por la OTAN. Todos los estados de Europa están aumentando sus presupuestos militares. El último, el Estado español, con los presupuestos pactados por el PSOE y Unidas Podemos, que encima quieren presentar como los “presupuestos sociales” mas importantes de la historia, como venimos denunciando desde la CRT.

La guerra es producto inevitable de la dinámica del capitalismo imperialista. El agotamiento de recursos, la necesidad de asegurar su control y distribución, las disputas por zonas de influencia geopolítica, son la base de las tendencias a la guerra. Históricamente, la destrucción generada por la guerra ha permitido al capitalismo relanzar nuevos ciclos de acumulación sobre nuevas bases. El boom de la segunda posguerra solo puede explicarse por el nivel de destrucción que dejó la guerra mundial. Esta lógica aplica también a la crisis climática.

¿Cómo se vincula el cambio climático y la guerra? Keucheyan desarrolla un argumento que se viene trabajando hace tiempo y hemos planteado en otros artículos: la guerra también comienza a interrelacionarse cada vez más con la ecología. Según múltiples estudios, de aquí a 2050 la crisis ambiental va a generar todo tipo de catástrofes naturales, escasez de recursos vitales, hambrunas, desestabilización de los polos o zonas geográficas completas, migraciones masivas y “refugiados climáticos” por decenas o cientos de millones. De esto, los estados capitalistas prevén que surjan “guerras verdes” o “guerras climáticas”. Y se preparan para ello militarmente. Es lo que Nick Buxton, Ben Hayes y otros en su libro Cambio Climático SA denominan la “gestión militarizada” del cambio climático. Hace más de una década que los Estados y grandes ejércitos imperialistas del planeta, empezando por EEUU, producen informes y papers dedicados al cambio climático y la estrategia militar. Y al mismo tiempo, miles de empresas capitalistas se preparan para ofrecer una amplia variedad de servicios (logística militar, vigilancia de fronteras, suministro de mercenarios, etc.) para llenarse los bolsillos mediante la gestión policial y militar de la catástrofe.

Pero si esta es la perspectiva a mediano plazo, en lo inmediato la guerra también se interrelaciona con la cuestión ambiental y las políticas de los estados en este terreno. En el contexto de la guerra en Ucrania y sus consecuencias, en especial la crisis energética y de producción y distribución de combustibles fósiles, las profundas contradicciones del “capitalismo verde” se muestran abiertamente.

Como decíamos, apoyados en la guerra, los principales estados de la UE quieren acelerar las medidas del pacto verde para reducir las dependencias del gas, el petróleo y el carbón ruso. Días después del ataque ruso a Ucrania, el ministro de Finanzas alemán, Christian Lindner, declaraba que “la energía renovable es la energía de la libertad”. Lo hacía al mismo tiempo que Alemania daba un giro histórico al militarismo que se no veía desde la década del 30. Así, el capitalismo verde y el nuevo militarismo se dan la mano desde el primer momento.

A fines de febrero Kadri Simson, una política estonia que es comisaria europea de Energía, decía que “a corto plazo, debemos diversificar aún más nuestros suministros de gas fuera de Rusia y asegurarnos de que todos los participantes del mercado sigan las reglas del juego. Pero, en última instancia, la mejor y la única solución duradera es el Pacto Verde: impulsar las energías renovables y la eficiencia energética tan rápido como sea técnicamente posible.”

Veamos estos elementos un poco más en detalle. La crisis energética es mundial y viene de antes de la guerra de Ucrania. El gas, el carbón y el petróleo -al menos el convencional- se están agotando y hay países cuya dependencia de uno u otro combustible fósil están generando crisis enormes, como la India, Sri Lanka, el Líbano, etc., por el encarecimiento de las “condiciones de producción” del capitalismo. Los combustibles fósiles de los que se sirve el capitalismo para desarrollarse son un producto finito de la naturaleza. Esto es lo que el ecologista marxista norteamericano James O`Connor denominó la segunda contradicción del capitalismo, entre el capital y la naturaleza: el capital necesita de la naturaleza para reproducirse, pero no tiene más remedio que agotarla. La primera contradicción, definida por Marx, es la contradicción entre el capital y el trabajo, que conduce históricamente a la caída tendencial de la tasa de ganancia. Pero ambas contradicciones se retroalimentan dice O’Connor, una lleva a crisis recurrentes, la otra encarece las condiciones de reproducción del capital, lo que acentúa estas crisis.

La guerra ha hecho que la crisis energética pegue un salto cualitativo. Pero como siempre, el capitalismo busca sacar provecho de las crisis. Como dice Robert Fletcher, busca “capitalizar sobre el caos”. Basta echar un vistazo a la prensa económica y constatar que la proliferación de negocios “verdes” es enorme. Desde las inversiones en energías renovables, la producción y refinado de litio para las baterías de los coches eléctricos -que están recibiendo miles de millones en subsidios-, hasta la renovación de edificios para reducir la cantidad de energía que se gasta. Un estudio dice que los edificios europeos utilizan alrededor del 40% de la energía total consumida por el bloque, aunque puede que esto sea exagerado por las propias constructoras que ven los suculentos negocios que pueden hacer.

Con la guerra ha surgido otro inmenso negocio: el gas norteamericano que está llegando en barcos. Según la Comisión Europea, desde marzo, las exportaciones mundiales de GNL a Europa aumentaron un 75% interanual por las sanciones impuestas a Rusia. La mayor parte procede de Estados Unidos, que triplicaron sus exportaciones. Hasta ahora la UE rechazaba el gas de esquisto norteamericano, porque es más caro que el ruso y más contaminante. Además, en su mayor parte es producido mediante fracking o fractura hidráulica, que está prohibida en Alemania. Pero eso no impide que ahora le compren gas a los norteamericanos, obviamente. Aunque en los últimos días miembros del Ejecutivo alemán han puesto el grito en el cielo por los precios “astronómicos” del gas suministrado por países “amigos” como EE.UU.

Lo que quiero reafirmar es que la guerra radicaliza la irracionalidad propia del capital, que sigue su propia lógica hacia extremos impensados. Que mejor ejemplo de esta irracionalidad que el sabotaje a los gasoductos NordStream I y II. Un ataque que, sin entrar en ninguna especulación, todos los analistas serios dicen que solo pudo ser realizado por un estado. En mi opinión, desde el punto de vista de Rusia, la interrupción permanente del suministro de gas de Rusia a Alemania no tiene ningún beneficio, ni táctico ni estratégico. Sobre todo, porque la decisión de parar el flujo Rusia ya la tomaron de su lado de la frontera. Para Estados Unidos y Ucrania, por el contrario, sí que lo tiene. El hecho es que, lo quiera o no, Alemania no podrá volver a recibir gas ruso por esa vía. Desde el punto de vista ambiental, los atentados contra los Nordstream son completamente contraproducentes. Por agregar otro dato, el atentado contra el NordStream ha producido la mayor fuga de metano de la historia, según un informe de la ONU.

Al mismo tiempo, estamos asistiendo a una vuelta al consumo de carbón que choca de lleno contra la política de “capitalismo verde”. En julio, el jefe de Gobierno de Sajonia, el conservador Michael Kretschmer, dijo en el Spiegel que “la transición energética tal y como estaba prevista ha fracasado” y que era un error el cierre “prematuro” de las centrales de carbón de lignito, que será el más contaminante, pero es de producción nacional alemana y que esto es clave para la “economía de guerra”. De hecho, sin oponerse al pacto verde, la mayoría de los países europeos han dado un giro brusco hacia el carbón ante el corte del suministro de gas ruso. Según Saad Al-Kaabi, CEO de QatarEnergy, hoy la quema de carbón está alcanzando sus niveles más altos desde 2014. El problema es que el plan de apertura de las centrales térmicas -como ya están haciendo Alemania o Austria- está amenazado nada menos que por la escasez de carbón. Por eso se están redoblando las importaciones de carbón desde Australia, Grecia está duplicando su producción de carbón, etc.

Como se ve, el pacto verde al final no va de reducir emisiones. Un informe reciente de la Red internacional de energías renovables (REN21) afirma que, a pesar del crecimiento sin precedentes de la energía eólica y solar, el sistema energético sigue estando dominado por los combustibles fósiles, a niveles casi similares a los de hace diez años. Con la guerra y el aumento de los precios de la energía y las materias primas, a pesar de la retórica, la situación no ha hecho más que agravarse.

¿De qué va entonces la política del capitalismo verde? Por un lado, de abrir nuevos nichos de acumulación capitalista e imposición de mayores penurias a los sectores populares para que sean los que paguen los costos de la transición. Y por el otro, con la guerra, se transforma en una justificación del nuevo militarismo imperialista. Esto último es muy importante, porque hay sectores ambientalistas que compran el discurso del “capitalismo verde” y la “transición energética” contra el gas ruso, cuando lo que hay detrás son los intereses del imperialismo alemán, francés y norteamericano. En este sentido, como decía antes, el pacto verde europeo ya es parte integral del nuevo militarismo.

Un reciente editorial del Spiegel decía que “los europeos tienen que reconciliarse con el hecho de que el ejército sigue siendo un factor en la política del siglo XXI”, que los estados europeos “deben independizarse económicamente del petróleo y el gas de Rusia. Si se necesitaba otro argumento para la expansión masiva de las energías renovables, Putin lo entregó con su guerra contra Ucrania” y “fortalecer sus fuerzas armadas”, también para depender menos de EEUU. El partido verde alemán, que es parte del gobierno junto al SPD y los liberales, es quizá el mayor promotor de este discurso cínico y reaccionario.

Revolución

¿Cuál es la salida desde los intereses de las y los explotados a esta situación? Esto nos lleva al último eje: la revolución. La Tercera Internacional define a la época imperialista como la época de las crisis, las guerras y las revoluciones. Si alguien tenía dudas de que estas condiciones no solo siguen siendo actuales, sino que se han recrudecido, basta con que mire los diarios durante una semana. Aunque lo cierto es que, si la crisis y la guerra son inmediatamente perceptibles, la revolución como tal no aparece aún en el horizonte.

Hemos visto recientemente grandes revueltas, como en Sri Lanka, en Túnez, en Haití, en Irán, en el Líbano. En otro nivel, hoy la inflación, acrecentada por la guerra y la crisis energética, ha generado un enorme movimiento huelguístico en Reino Unido, en Alemania y comienza también a desarrollarse en Francia. Veremos si también sucede en el Estado español, aunque la burocracia sindical y los reformistas de Unidas Podemos están haciendo todo lo posible porque no suceda. Ahora bien, si aún no hemos visto revoluciones sociales en el sentido clásico, las condiciones objetivas para su desarrollo no faltan, sino que se reactualizan más que nunca.

En este sentido, a la definición de la época de la Tercer Internacional creo que es necesario incorporarle una dimensión más: la catástrofe climática. La crisis ambiental y sus consecuencias plantean uno de los grandes problemas estratégicos para la revolución del siglo XXI. Pero no el único. ¿Cuál es el sujeto de nuestra estrategia? ¿Qué tipo de alianzas de clase hay que establecer? ¿Qué organización política? ¿Cuál es el rol del Estado?

Hace un año di una charla en la Universidad Complutense donde planteaba la pregunta ¿Y si el cambio climático genera revoluciones?. Esta pregunta un poco provocadora refería a un debate con las ideas de Andreas Malm, un periodista y activista sueco especialista en los debates sobre cambio climático. El punto más fuerte del pensamiento de Malm es justamente que plantea el problema del cambio climático introduciendo la dimensión de la estrategia revolucionaria y muchos de los interrogantes que planteaba antes, bregando por lo que define como “leninismo ecológico”; el punto más débil, que no va lleva hasta sus últimas consecuencias sus propias hipótesis.

En un texto titulado “Una estrategia revolucionaria para un planeta en llamas”, un texto publicado originalmente en inglés en la revista Climate & Capitalism en marzo de 2018, Malm dice que “no hace falta mucha imaginación para asociar el cambio climático con una revolución”. De hecho, el establishment mundial ya lo viene pensando hace rato. La CIA, por ejemplo, ya en 2013 afirmaba en su “Evaluación mundial de amenazas”, que los eventos meteorológicos extremos ejercerán una gran presión sobre el mercado de alimentos, “inspirando disturbios, desobediencia civil y vandalismo”. Es decir que, si los gobiernos no pueden satisfacer las necesidades básicas de la población por causa de catástrofes climáticas, pueden desarrollarse crisis políticas y rebeliones antigubernamentales.

Esta idea es la base sobre la que Malm establece cuatro configuraciones posibles entre revolución y cambio climático: 1) La revolución como síntoma, es decir como sublevación ante un shock climático; 2) La contrarrevolución y el caos como síntoma, es decir, una salida reaccionaria opuesta a la primera; 3) La revolución para tratar los síntomas, o sea, para imponer medidas de adaptación al cambio climático; y 4) La revolución contra las causas, es decir, contra el sistema capitalista. Aquí es donde Malm es más sugerente, retomando a Lenin y su famoso texto “La catástrofe que nos amenaza y como combatirla”. La perspectiva de Lenin es que la clase trabajadora tiene que tomar el poder del Estado en forma revolucionaria para luchar contra la catástrofe y el hambre. En efecto, la revolución proletaria en Rusia adoptó toda una serie de medidas que sacaron al pueblo ruso del atraso y la miseria, cuyo punto de partida era la destrucción del estado capitalista autocrático, la construcción de un estado obrero transicional y la expropiación de los capitalistas y terratenientes.

En este punto es en el que Malm, como decía antes, no va hasta el final, sino que termina en una posición ambivalente entre un cierto fetichismo de la acción directa (como desarrolla en su libro “Cómo dinamitar un oleoducto”), y la presión sobre los gobiernos para que tomen medidas. Ir hasta el final con una idea tan sugerente como la de “leninismo ecológico” implicaría plantear una estrategia revolucionaria y un sujeto para llevarla adelante; es decir, la clase trabajadora hegemonizando al conjunto de los sectores populares explotados y oprimidos. Malm es escéptico de esta perspectiva. En una reciente entrevista publicada en Contretemps, sostiene que no cree en la idea de que el movimiento obrero organizado pueda ser el principal impulsor del frente climático, sino que “el principal motor de la lucha climática será y es un movimiento climático que no se define en torno a la clase”.

El cambio climático y otras catástrofes naturales pueden ser un catalizador extraordinario de la lucha de clases, aunque obviamente no actuarán por fuera del resto de los factores económicos, sociales y geopolíticos. En otras palabras, combinada con la crisis capitalista y la guerra, la crisis climática puede ser el caldo de cultivo para la lucha revolucionaria. Pero para que esta lucha sea victoriosa, hace falta que la clase trabajadora se constituya como un sujeto hegemónico y se dote de una estrategia propia.

Antes de abordar este último aspecto, hay que decir que en lo inmediato también las medidas capitalistas de transición verde también pueden generar lucha de clases. El movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia fue una expresión rotunda de esto. Una inmensa movilización que nace como protesta contra el alza en el precio de los combustibles (justificado por el Gobierno y las empresas por el alza del impuesto sobre el carbono), la injusticia fiscal y la pérdida del poder adquisitivo. No será el primer movimiento que veamos de este tipo o incluso de sectores específicos de la clase trabajadora que se rebelen contra las consecuencias de las políticas “verdes” de los estados capitalistas. Ahora en Francia Arcelor Mittal quiere sustituir sus altos hornos para reducir sus emisiones. Y lo hará con ayudas públicas de miles de millones del plan de inversiones Francia 2030 y de Bruselas. El corolario de esto seguramente sean despidos en masa de operarios.

También estamos viendo nuevos fenómenos en sectores de la pequeña burguesía. Los productores ganaderos en Holanda se rebelan rebelión contra las medidas del Pacto Verde que implican clausurar explotaciones agrícolas y reducir un 30% la cifra de cabezas de ganado para recortar a la mitad las emisiones de óxido de nitrógeno. Muchos de los que se movilizan son burgueses pequeños y medianos, pero también pequeñoburgueses con explotaciones más reducidas, que se ven atacados por una política que en este y otros casos facilita la concentración de capitales y liquida a los pequeños productores. El problema es que, ante la ausencia de un programa alternativo, este tipo de movimientos los está capitalizando la extrema derecha.

Lo mismo sucede en Alemania en distintos planos. Una encuesta reciente dice que el 52% de los alemanes cree que el Pacto Verde aumentará la grieta social y la desigualdad y el 49% que empeorará su situación personal; el 52% en el este de Alemania. Ahora el Gobierno alemán acaba de anunciar que va a endeudarse para destinar 200.000 millones de euros (¡el 5% de su PIB), para rebajar la factura energética de hogares y empresas. Es decir, que en vez de que paguen las corporaciones milmillonarias, se las subsidia con deuda pública para que el aumento de los precios no impacte en la población y de desate el malestar contra la guerra y la inflación.

El problema entonces es cómo plantear un programa y una estrategia de independencia de clase frente a la agenda del “capitalismo verde” y el militarismo imperialista que de una salida a los padecimientos que sufren las mayorías sociales. Porque si la respuesta no la da la clase obrera, la termina dando la extrema derecha. Por ejemplo, nuestra oposición al militarismo imperialista incluye oponernos a las sanciones a Rusia. ¿Por qué? Porque los capitalistas hacen pagar a las masas con cada vez mayores penurias sus disputas geopolíticas, no solo en Europa, sino también en Rusia.

En definitiva, sin una incursión despótica en los intereses y la propiedad de los grandes capitalistas no hay salida, esa es la idea básica. Por eso hay que plantear que no puede haber una verdadera transición hacia una matriz energética sustentable y diversificada sin expropiar al conjunto de la industria energética bajo la gestión democrática de las y los trabajadores, junto a comités de consumidores y usuarios populares, al mismo tiempo que nos oponemos al militarismo y que sigan destinando miles de millones a armarse hasta los dientes para profundizar la guerra y seguir expoliando otros pueblos.

La eficiencia energética de las viviendas y edificios no puede recaer en las familias trabajadoras, mientras se subsidia y les entregan contratos milmillonarios a empresas constructoras para remodelar las ciudades. Hace falta un programa de obras públicas para construir rápidamente infraestructura de energía renovable, hogares resistentes al clima y energéticamente eficientes, etc. Del mismo modo, para que a la pequeña burguesía agraria no la gane la extrema derecha, hay que plantear la expropiación de la gran propiedad terrateniente y la reforma agraria, mientras se apoya la expulsión de las empresas imperialistas en los países semicoloniales y se promueve la abolición de la deuda externa en estos países.

O en el caso del transporte, no puede reducirse la contaminación sin expandir el transporte público gratuito y de calidad en todos sus niveles para disminuir el transporte individual, con la perspectiva de lograr la nacionalización y reconversión tecnológica bajo control obrero de todas las empresas de transporte y automóviles. Y que no puede desarrollarse una nueva matriz productiva industrial sin la expropiación de los grandes grupos, la reducción de la jornada laboral y el reparto de las horas de trabajo sin rebajas salariales.

Es evidente que este no es el programa que defiende la mayoría, pero la propia lucha de clases plantea escenarios para que un programa así se desarrolle. La defensa de la salud y las condiciones de vida de la población a veces suele allanar el camino, como muestran ejemplos de luchas en Argentina contra la minería contaminante. O las operaciones Robin Hood de la CGT en Francia, reconectando la energía a los barrios pobres. De allí surgen las alianzas de clase que es necesario desarrollar. O el ejemplo de lucha de Total de Grandpuits, Francia, que en 2021 ante el cierre de la planta -maquillándola de política verde mientras trasladaban más operaciones a África-, la plantilla buscó la unidad con el movimiento ecologista y planteó una reconversión ecológica de la fábrica. En estos momentos en Francia los petroleros de Total y ExxonMobil están en huelga contra la inflación.

Si la clase trabajadora, la clase auténticamente productora de la sociedad, se dota de un programa y una política hegemónica y no corporativa, es la única clase que puede actuar como articulador de una alianza social capaz de evitar el desastre al que nos aboca el capitalismo. ¿Por qué decimos esto? Porque la clase obrera, que no se reduce a la idea estereotipada de trabajadores de mono azul, sino a un amplio sector de quienes tienen que vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, es la que ocupa lo que llamamos “posiciones estrategias” en la producción y reproducción. Puede pararlo todo y también proponerse reconstruir la sociedad sobre nuevas bases. Por eso decimos que es la clase obrera la que puede encabezar de forma hegemónica una alianza con todas las y los oprimidos.

Para llevar a cabo un programa así, sin embargo, hace falta desplegar una estrategia revolucionaria que enfrente decididamente a los responsables del desastre, incluidas las burocracias sindicales que son el sostén de los regímenes capitalistas actuando como verdaderos “policías” dentro del movimiento obrero. Una estrategia que permita que un sector mayoritario de la clase trabajadora y la población lo tome en sus manos como la única salida posible. Y eso, lamentablemente, no surge en forma espontánea. Hace falta construir una organización política revolucionaria que, en base a las lecciones de la lucha de clases del pasado y el presente, luche conscientemente por esta perspectiva.

La lucha de clases y la batalla por construir partidos revolucionarios hoy es fundamental si de lo que estamos hablando es de elevar las luchas parciales -ya sean estrictamente vinculadas a cuestiones ambientales, como relativas a la infinidad de dramas sociales que vive la mayoría del pueblo- al plano del combate político, de transformar las ideas revolucionarias en “fuerza material”.

De lo que se trata es de poner en pie una izquierda revolucionaria que no se limite a la rutina sindical o el activismo en los movimientos, o la intervención electoral con un programa “mínimo” para después terminar capitulándole al neorreformismo; ni tampoco de hacer propaganda socialista general divorciada de una práctica real, sino que luche activamente por poner en pie una gran organización revolucionaria para que la clase trabajadora se transforme en sujeto hegemónico.

Freno de emergencia

El capitalismo es un sistema que por su propia naturaleza provoca crisis, guerras y catástrofes climáticas. En nuestro siglo, las condiciones de la época se reactualizan, enfrentando a la clase obrera y los pueblos del mundo a la barbarie de la guerra y la miseria, pandemias, catástrofe ambiental, nuclear y la potencial destrucción del planeta.

Las salidas que genera el propio capitalismo para conjurar estas crisis no solo son insuficientes, sino que son una farsa detrás de la cual esconden que incluso en un mundo devastado siempre habrá espacio para hacer buenos negocios. Ser conscientes de esto es solo una parte del problema, quizá la más sencilla. Lo difícil es plantear cuál es la estrategia para evitar que el capitalismo nos lleve a la destrucción.

La clase trabajadora tiene la capacidad de salvar el planeta y el conjunto de las especies de la debacle. Y a pesar que sus representantes políticos y sindicales reformista hacen todo lo posible por evitarlo, no se va a quedar mirando como avanza hacia el abismo pasivamente. De uno u otro modo va a rebelarse. Pero la rebelión no garantiza el triunfo. Incluso de esta pueden surgir salidas reaccionarias. Para vencer, no nos cansamos de decirlo, hace falta una organización, una estrategia y un programa de clase con una perspectiva revolucionaria.

Por eso, un proyecto verdaderamente ecológico que enfrente la crisis ambiental a la que nos conduce el capitalismo, sólo pude serlo en tanto sea comunista y luche porque la clase trabajadora, aliada al conjunto de los sectores populares, se disponga subjetivamente a conquistarlo mediante la lucha revolucionaria.

Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia. Si ponemos esta idea en la perspectiva del siglo XXI, como dice Walter Benjamin, las revoluciones tal vez sean “el gesto por el que el género humano que viaja en ese tren echa mano del freno de emergencia.” Nosotros luchamos construir un partido revolucionario que luche porque la clase obrera logre hegemonizar al conjunto de los sectores explotados y oprimidos para echar mano a ese freno de emergencia.

* Este artículo fue escrito en base a una charla realizada en la Universidad Complutense de Madrid en septiembre de 2022, en el marco de la Cátedra Libre Karl Marx organizada por la Agrupación Contracorriente.


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Diego Lotito

@diegolotito
Nació en la provincia del Neuquén, Argentina, en 1978. Es periodista y editor de la sección política en Izquierda Diario. Coautor de Cien años de historia obrera en Argentina (1870-1969). Actualmente reside en Madrid y milita en la Corriente Revolucionaria de Trabajadores y Trabajadoras (CRT) del Estado Español.