El confinamiento selectivo de Ayuso no es una medida sanitaria para frenar la Covid. Es una acción de clase para transformar los barrios obreros de Madrid en verdaderos “guetos” militarizados.
Diego Lotito @diegolotito
Jueves 24 de septiembre de 2020
Cuando la nunca más anunciada segunda oleada de la pandemia exigía más personal sanitario, más rastreadores, más maestros, especialmente en aquellos barrios cuyos servicios públicos fueron diezmados tras décadas de política neoliberales, lo que ha dado el Gobierno de la Comunidad son más policías, multas y checkpoints. Y no lo olvidemos, ayudas a los toros y a los capellanes de la Iglesia Católica.
Y esta política reaccionaria, errática e improvisada, ha sido avalada por el Gobierno “más progresista de la historia”. No solo avalada, sostenida. Porque la condición para que pueda ser aplicada con algún grado de eficacia, en términos represivos claro, es el despliegue de policías nacionales, guardias civiles y militares que Pedro Sánchez ofreció a la presidenta de Madrid mientras esta bramaba contra los pobres, inmigrantes y okupas. Desde este lunes veremos esta verdadera fuerza de ocupación en las calles.
La manifestación de la impostura
Hace pocos días a CCOO Madrid, FRAVM, Izquierda Unida, Más Madrid, Podemos, PSOE-M y UGT Madrid, suscribieron una declaración sobre la situación del Covid-19 en la Comunidad de Madrid. EN esta convocaban a una manifestación el domingo 27, que finalmente no será tal, sino algunas acciones simbólicas descentralizadas en distintas zonas de Madrid.
El documento carga las tintas, con múltiples razones, contra el gobierno de Ayuso por su desastrosa gestión de la situación sanitaria. Pero lo hace defendiendo abiertamente la gestión del Gobierno central, que fue igualmente desastrosa. A nivel nacional el Gobierno PSOE-UP no invirtió lo necesario para fortalecer el sistema sanitario, ni expropió un solo hospital privado ni una sola vivienda en mano de los bancos, ni subió los impuestos a las grandes fortunas. Al contrario, toda su política estuvo al servicio de rescatar a los capitalistas, promoviendo la fusión de Caixabank y Bankia, anunciando una contrarreforma de las pensiones antiobrera y hasta mostrando su intención de congelar los salarios de trabajadores públicos. Pero, además, en el caso de Madrid, permitió por especulación política que la situación llegase al nivel crítico que estamos.
Si esto ya es indignante, aún más lo es que el documento rechace las “medidas restrictivas” impuestas por Ayuso a las vecindades de 37 zonas de Madrid “por su claro tinte segregador”. ¡Pero quienes los firman son integrantes del propio Gobierno que ha avalado las medidas y ha reforzado el aparato represivo para implementarlas!
La extraordinaria capacidad de doble discurso del Gobierno no deja de sorprender. Quizá un poco menos en el caso del PSOE, que ha hecho una gran escuela desde la Transición a esta parte. Pero sí en el caso de Podemos e Izquierda Unida (seguidos por Más Madrid), cuya impostura es infinita. Mientras tanto, Irene Montero aparece en la portada de pijísima Vanity Fair del modo más frívolo haciendo gala de su conservadurismo en las relaciones de pareja.
Pero no olvidemos el otro actor del documento, que hablando en plata es el más importante: la burocracia sindical. CCOO y UGT, desaparecidos sin combate entre reuniones con la CEOE, aparecen para firmar una convocatoria cuyo objetivo ultimo es apuntalar un posible recambio burgués en el gobierno de la Comunidad de Madrid: la operación Gabilondo.
Correas de transmisión del capital
En el último artículo escrito por León Trotsky antes de ser asesinado por un agente estalinista en Coyoacán, hecho del que acaban de cumplirse 80 años, el revolucionario ruso sostiene que “Hay una característica común en el desarrollo, o para ser más exactos, en la degeneración de las modernas organizaciones sindicales de todo el mundo; su acercamiento y su integración al poder estatal. Este proceso es igualmente característico de los sindicatos neutrales, socialdemócratas, comunistas y anarquistas. Este solo hecho demuestra que la tendencia a integrarse al Estado no es propia de tal o cual doctrina, sino que proviene de las condiciones sociales comunes para todos los sindicatos.” Y continúa: “En sus discursos, los burócratas obreros hacen todo lo posible, para intentar demostrarle al Estado ‘democrático’ hasta qué punto son indispensables y dignos de confianza en tiempos de paz y, más especialmente, en tiempos de guerra.” [1]
Esta característica se ha desarrollado en nuestros días hasta un nivel inusitado, dando un significado aún más profundo a la máxima marxista que considera a las burocracias sindicales como "correas de transmisión" de los intereses del capital en el seno del movimiento obrero.
Los capitalistas y sus partidos han avanzado extraordinariamente en su objetivo de subordinar a la clase trabajadora mediante la burocratización de sus organizaciones y su integración en el Estado. Esta realidad inobjetable es lo que explica la actitud de pasividad y conformismo de las organizaciones sindicales ante la verdadera tragedia que viene sufriendo la clase trabajadora desde el inicio de la pandemia.
Con esto nos referimos no sólo a las cupulas de los sindicatos llamados “mayoritarios” -un apelativo cada vez menos merecido-, que en virtud de su subordinación al Estado se han dedicado exclusivamente a pactar algunas migajas con las patronales y el Gobierno, garantizando al mismo tiempo la “paz social”. También nos referimos a la “izquierda sindical”. Porque la contracara de la contención, la domesticación y la traición abierta de CCOO y UGT, es el conformismo, la falta de ambición, la rutina burocrática (ya ni siquiera “de la táctica”, sino más bien del reposo).
Frente a la pandemia todas las organizaciones sindicales se rindieron de una u otra manera a la gestión del Estado. Los sindicatos se paralizaron, los locales se cerraron, los comunicados se transformaron en “correas de transmisión” de las medidas adoptadas por los gobiernos. Así no hay salida.
La clase obrera no es una víctima
La pandemia ha puesto de relieve el nivel de superexplotación, degradación y maltrato que sufre nuestra clase. El indignante caso de una trabajadora que denunció en las redes sociales que sus patrones no le dejaban usar el baño porque era de Vallecas, es sólo una mínima muestra de lo que vive la clase trabajadora todos los días.
Ante esta situación descarnada, es común que se considere a la clase trabajadora, a los pobres y desposeídos, como los más débiles, los más vulnerables, los que necesitan de asistencia. A veces esta consideración se hace con buenas intenciones, en un sentido caritativo. Pero la mayoría de las veces es una política consciente que mina la autoconfianza de la clase trabajadora, para que esperemos que nos resuelvan las cosas desde arriba: ya sea desde el Gobierno, las ONGs o los buenos oficios de los burócratas sindicales.
Esta infantilización de la clase trabajadora, despojándola de todo potencial transformador, depositando toda esperanza en la acción del Estado capitalista -una herencia del populismo burgués y la vieja socialdemocracia-, es parte del ADN del neorreformismo.
Como escribimos hace tiempo, si hubo una característica fundamental en Podemos desde su surgimiento -y esto aplica igualmente a Izquierda Unida- fue su excesivo optimismo en las posibilidades de democratizar las instituciones del Estado capitalista, el cual era directamente proporcional a su pesimismo en relación al potencial revolucionario de la clase trabajadora y la lucha de clases.
Este desprecio pesimista por la autoorganización de las masas y su poder social es el que Podemos, Izquierda Unida y Más Madrid han transformado en una ideología conformista y conservadora, que ubica a la clase obrera como una víctima a la que hay que asistir -en el mejor de los casos-, mientras deposita una confianza ciega en el rol del Estado y la "casta" política (incluída la nueva casta de izquierda).
Pero no somos víctimas. Somos la única clase creadora y productora de la sociedad. La única clase que por el lugar que ocupa en el modo de producción capitalista y por su propia historia revolucionaria, tiene la potencialidad de dirigir al conjunto de las masas oprimidas contra el poder capitalista dominante y construir una sociedad nueva.
Esta ubicación objetiva, evidentemente, no se expresa automáticamente en el plano subjetivo. Sino no estaríamos en la situación que estamos. Para postularse nuevamente como “clase hegemónica”, la clase trabajadora necesita un programa y una ideología que rompa con el conformismo y la desmoralización, que deje de depositar la confianza -una y otra vez defraudada- en los representantes políticos de una clase enemiga.
Si nuestra clase se pone en movimiento por un programa en defensa de sus intereses, su poder social, hoy muy superior incluso a aquél con el que contó en el siglo pasado, es imparable. Dicho de un modo menos abstracto y sobre el terreno: si se le impone desde abajo a las burocracias sindicales una Huelga General en todo Madrid para luchar por un plan de emergencia en defensa de nuestra salud y la de nuestras familias, los “guetos” de Ayuso no durarían ni un telediario.
Para eso hay que recuperar nuestras organizaciones para la lucha y, sobre todo, la confianza en nuestras propias fuerzas.
[1] Los sindicatos en la época de la decadencia imperialista, agosto de 1940. En León Trotsky, Los sindicatos y las tareas de los revolucionarios, Ediciones IPS-CEIP. p. 126.
Diego Lotito
Nació en la provincia del Neuquén, Argentina, en 1978. Es periodista y editor de la sección política en Izquierda Diario. Coautor de Cien años de historia obrera en Argentina (1870-1969). Actualmente reside en Madrid y milita en la Corriente Revolucionaria de Trabajadores y Trabajadoras (CRT) del Estado Español.