¿Cómo se siente la espuma del mar entre los pies por primera vez, sentarse en la playa y ver la olas ir y venir, a pesar de la artritis? ¿Cómo fue sentir la brisa entre las canas y que nada más importe? Un viaje de jubilados a la costa atlántica. Cuatro días de una vejez llena de libertad.
Valeria Jasper @ValeriaMachluk
Viernes 9 de junio de 2023 08:58
La cita era a las seis de la mañana, pero desde las cinco y media ya esperaban en la puerta de la obra social con sus valijas, sus mates y sus ganas, que eran muchas. Había matrimonios, chicas que viajaban solas o con otras del centro de jubilados. También algún que otro muchacho. Se sabe que las mujeres somos mayoría, según el Indec, en 2022 había en el país 22.072.046 varones y 23.690.481 mujeres, un dato (provisional) nomás.
Como un viaje de fin de curso, se despidieron de la familia, subieron al colectivo- al ritmo que sus pasos añosos marcaban- y saludaron por la ventanilla. La algarabía colmó de aplausos la bienvenida al viaje de cuatro días a la costa atlántica. El relato que sigue resume el acompañamiento a un viaje de jubilados y jubiladas. Los nombres son pura fantasía, las historias son pura realidad.
“Nosotros somos campeones de tejo y bocha”, contó con orgullo Francisco señalando a su compadre Manuel. “Tengo tres nietos y dos bisnietas”, tiró Joaquina mostrando las fotos que guarda en el celular a su futura compañera de habitación. Las chicas del centro de jubiladas especializado en artrosis “Alegres por vivir” cargaron a sus “novios” los bastones: “Al mal tiempo buena cara, nena, nos vamos de joda”. José Luis, que vive en la pieza de un club en Tolosa, ahorró unos pesos de la jubilación y se compró un par de zapatillas para el viaje; lo contó muy orgulloso.
Alcira, una gigante de ojos azules, llegó acompañada por uno de sus nietos. Estaba callada pero expectante. Durante las cuatro horas que duró el viaje no dejó de mirar por la ventanilla. Después de unos largos y difíciles 50 años de matrimonio salió por primera vez de la ciudad, y de su casa. “Yo no conozco el mar señorita”, me contó, destruyendo ese gran secreto que arrastraba consigo.
El tiempo en la vejez se vuelve una cuestión de gran importancia. Con la conciencia puesta en la cercanía de la finitud de la vida, el tiempo se administra diferente. Se vuelve veloz en los cuerpos frágiles y desgastados y muchas veces (para no decir siempre) se estrella contra el tiempo letal de la administración burocrática en cuestiones de salud.
El tiempo en la vejez carga en sus espaldas con horas de trabajo a destajo, vividas en pasados y presentes y debe seguir lidiando con los cotidianos malabares del subsistir. El tiempo en la vejez, pocas veces, disfruta de lo mucho vivido o de la nada misma, que también debiera disfrutarse. Hoy el tiempo no tiene mucho tiempo para disfrutar.
Por eso, cuatro días en la playa son constructores de largos tiempos de felicidad. El torneo de truco en el lobby del hotel, las escapadas al bingo, los bailes después de cenar, el disfraz preparado para la última fiesta, las miradas pícaras que se cruzan o un amor que puede florecer. De esas construcciones de felicidad, me quedo con ese instante que abrigó de perpetuidad la emoción que sintió Alcira cuando se encontró frente al mar. Y de la que tuve el privilegio de contemplar.
La primera vez, a sus 80 años. Las endorfinas inundaron sus pupilas cuando se presentaron frente al vaivén de las olas. El corazón desbordó las instancias métricas de su pecho. Dejó las zapatillas a un lado y tímidamente hundió los pies, torcidos por la artritis, en el frío mar. Danzó unos centímetros en la orilla y luego fijó sus ojos en el más allá del mar. Sonrió. Exploró el sentir de la arena entre sus manos, sintió su olor. Tomó un caracol, lo besó y se lo guardó, como quien guarda su primer beso. Y buscó más caracoles, los siguió besnado y guardando.
Lejos quedaron los trámites que esperan, el domingo vacío, el trabajo mal pago, las hijas crecidas, la cabeza gacha, la escuela inconclusa. “Sienta señorita, si hoy muero, muero feliz”, apenas pudo decir mientras abrazaba mi mano con la suya. Su emoción fue la mía también. Ser parte de ese instante triunfal ante la resignación.
Durante las cuatro horas que duró el viaje de vuelta, Alcira tenía bien fuerte entre sus manos la bolsita con arena y caracoles, como si protegiera aquella felicidad que encontró para que no se le escape. Esta vez, miraba por la ventanilla y tarareaba al compás de Alberto Castillo: “Por cuatro días locos que vamos a vivir. Por cuatro días locos te tenés que divertir. Es esta vida una mezcolanza de diversiones y de pesar. No pierdan nunca las esperanzas y aprendan todos este cantar”.
Al volver, vuelvo al tiempo y al tiempo en la vejez, la fase de la vida que ocupa mi reducto laboral. Recuerdo algo que leí por ahí: “El descanso no es una ociosidad, y tumbarse a veces en la hierba bajo los árboles en un día de verano, escuchando el murmullo del agua, o viendo las nubes flotar en el cielo azul, no es en absoluto una pérdida de tiempo”.
Que la felicidad no sea exclusividad de cuatro días. Que el tiempo no sea expropiado, que no sea desangrado de unos cuantos para el disfrute de solo un puñado. La lucha por el tiempo libre y su sentido es parte de nuestro norte revolucionario. Por tener más Alciras felices y llena de caracoles.