La monarquía española vuelve a estar en el ojo del huracán. El nuevo escándalo del Rey Juan Carlos sobre sus evasiones fiscales aviva el debate sobre el papel que ejerce la Casa Real española y sobre el precio que tenemos que pagar los ciudadanos para mantener al estrato más rancio de la más parasitaria clase social.
Sábado 14 de julio de 2018
Pese a ser la segunda corona más austera del mundo, ranking que encabeza la monarquía inglesa con un presupuesto de 46.6 millones, las cifras que oficialmente se presentan desde la Casa Real son parciales y demasiado ambiguas.
Según los presupuestos para el 2018, la Casa Real costaría al Estado 7.8 millones de euros, un 0.9% más que el año anterior. Esta atribución es gestionada por la Casa Real sin que se le pueda rendir cuentas por ello, tal y como establece el derecho constitucional. De esta cuantía parten tanto los salarios de los empleados más cercanos a la familia real como los de sus mismos miembros. En 2017, el salario del rey Felipe VI estaba en casi 240.000 euros al año, y la reina Leticia en 131.400. Por su parte, el rey Juan Carlos tuvo un salario anual de aproximadamente 190.000 y la ex reina Sofía de 106.500 euros. Entre los cuatro, ocupan un 8.5% de la dotación total para la Corona.
Pese a la magnitud de las cifras, como decíamos, es de las coronas que menos presupuesto declarado tiene, y es este un argumento que los monárquicos usan para defender la rentabilidad de mantener vitaliciamente a esta familia al frente del Estado, con todos los privilegios que ello conlleva. Ahora bien, en los gastos de la Casa Real no están recogidas todas las prestaciones y partidas que corren a cuenta de los distintos ministerios. Por ejemplo, es Interior quien gestiona la seguridad de los miembros de la familia real. Corre a cuenta de Defensa tanto el Cuarto Militar como los ayudantes de campo del Rey, sanitarios, etc. Patrimonio costea las infraestructuras de las que hacen uso, entre ellos palacios y jardines, cuyo mantenimiento fue en 2013 de 32.4 millones. Por su parte, el Ministerio de Exteriores costea los viajes diplomáticos del rey para visitar a dictadores y otros amigos suyos en nombre de la nación.
Además de estos costes que no están contabilizados en el boletín presupuestario de la monarquía, existen otros cuyo rastro es casi imposible de seguir. Entre ellos, encontramos gastos imprecisos que parecen no tener valor, como las caballerizas (Defensa invierte 600.000 por los caballos de la Guardia Real, gasto que no está desglosado) y otras que el Gobierno parece empeñado en querer ocultar, como recepciones y actos que no están desglosados en los presupuestos (en 2012, se llevaron a cabo 96 actos de Estado de los que sólo están reflejados 54).
En resumidas cuentas, la Casa Real parece no tener bastante con ser una institución intocable y con beneficios políticos para hundir a cualquiera que ponga en duda su figura (como lo demuestra el caso de Hasel o Valtonyc). Tampoco es suficiente vivir con una dotación económica personal cien veces mayor que la de cualquier trabajador medio (así cuesta mucho tragarse que sean una familia sencilla y campechana). Además de eso, el Estado les libra de cualquier tipo de gasto, por mínimo que sea, dando dietas para viajes, trabajadores y servicios en un régimen de opacidad, que impide hacer un seguimiento preciso de cuánto nos cuesta a los ciudadanos una institución tan pública como antidemocrática.
Y aun así, habría que ser más precisos. Los presupuestos que tiene la monarquía, aunque ilegítimos para un país supuestamente democrático, resultan legales. No ocurre lo mismo con los trapos sucios y negocios dudosos de los miembros de la familia real. El Caso Nóos no descubrió solamente la mala voluntad del yerno del rey a la hora de hacer dinero. Por el contrario, es un ejemplo paradigmático de una práctica que comienza a saberse general para la monarquía en su conjunto.
Las nuevas declaraciones de Corinna zu Says-Wittgenstein, recogidas en las grabaciones del ex comisario Villarejo, revelan que el rey Juan Carlos monarca no sólo estaba al tanto de los turbios negocios de su yerno, sino que formaba parte esencial de la trama, al ser el mediador que exigía pagos para el Instituto. Y esto no es más que una parte. Según la supuesta amante del antiguo monarca, ella misma le habría servido de testaferro para evadir capitales, dada su residencia en Mónaco. En su poder siguen, tal y como asegura, documentos que dan cuenta de la gran estructura delictiva que permiten al emérito Rey evadir a Hacienda, así como conseguir comisiones millonarias por ser el mediador de negocios con Arabia Saudí e Irán (como el caso del AVE a la Meca). Por otra parte, ha señalado que el rey se benefició de la amnistía fiscal de Montoro. Toda esta evasión de impuestos forma también parte de la factura que la familia real tiene para con los ciudadanos.
Este caso ha puesto en tela de juicio la decencia de la Casa Real. El Gobierno, ante el escándalo, ha ido rápidamente a cubrir las espaldas de Felipe VI, asegurando que, en cualquier caso, no afecta al actual Jefe del Estado, sin aclarar que medidas podría tomar contra su padre, el cual está aforado. Los únicos que parecen haberse desmarcado de la tendencia general de los partidos han sido IU y Podemos, quienes exigirán una comisión de investigación y la comparecencia del Rey Juan Carlos ante el Congreso.
Aunque sería un primer paso para dilucidar legalmente los delitos del rey emérito, no es una medida que resuelva absolutamente nada: si se aceptase la investigación, nada garantiza su transparencia, ya que son incapaces de ser transparentes tan siquiera con su propio presupuesto real; y si resultara presuntamente implicado, los jueces se encargarían de exculparlo como hicieron con la infanta Cristina. Las instituciones no pueden decapitarse a sí mismas y juzgar a una pieza tan importante para el régimen del 78.
La vía parlamentaria vuelve a hacer aguas; la abolición de la monarquía no se limita a una mera exigencia democrática. Las cuentas y desfalcos de la Casa Real demuestran que no estamos ante unos simples portadores de cetros: es una institución medieval que ha sabido adaptarse a los tiempos del capitalismo, y como tal no sólo representan el poder político. También el económico. Son empresarios, y velan por el Estado. Luchar contra la monarquía implica luchar contra la constitución que los legitima, contra las instituciones que les sirven y contra el capital que los alimenta, y esto es una guerra que ningún partido parlamentario está dispuesto a asumir.
Para terminar con la monarquía es necesario dar pasos en la movilización social, no confiar en los mecanismos del propio régimen.