Lucía Rita nos invita este cuento sobre Julia, una mujer de más de sesenta años, que pasó sus últimos años "sin amor conyugal" y sola "en una vivienda construida para seis personas". ¿Con quién habla Julia? ¿Por qué insiste en mirar por la ventana?
Viernes 8 de noviembre de 2019 20:32
Ahí pasaba de nuevo, ese ruido verde musgo del motor por la calle de tierra. Como cuando se aprende la palabra “estupor” y de pronto todos la pronuncian. El sonido de lo nunca antes escuchado retumbando una y otra vez. Estupor, aquí y allá. Y hasta destacado en las primeras noticias del diario de la mañana, insolente en uno u otro titular. Llenándolo todo de un denso talco gris, avanza el muy terco hasta desaparecer.
¿Querés leer más?: Aquí todos los cuentos publicados en LIDteratura
¿Querés leer más?: Aquí todos los cuentos publicados en LIDteratura
Después, el silencio.
El silencio insomne que vuelve a llenar la sala. La cocina, el patio, la galería, las tejas y baldosas tomadas por el silencio. Las paredes, sordomudas y blancas, estrechas, lo escupen amplificado. El silencio, otra vez; vacío y sin promesas.
Mi querido... queridísimo... Hoy me vino al recuerdo aquella canción que te cantaba cuando pequeño, no logro recordar su nombre. El tiempo aquí juega trucos con la mente a mi edad. Estuve pensando y tal vez hoy limpie tu habitación, la biblioteca debe haberse llenado de polvo otra vez. Ese auto que pasa y pasa lo llena todo de polvo. Si vieras, el tiempo se va repasando los muebles. No me quejo. Hoy hace calor.
No se atrevió a mencionar su nombre por miedo a escucharlo. Decirlo, pensarlo siquiera, alcanzaría para romper aquel silencio blanco que se había apoderado de todo. Se había acostumbrado a su convivencia estéril. Aunque intentaba, era imposible esquivarla. Esa mudez de las cosas vivía allí a pesar suyo. No era grave. Sin embargo, ¡cuánto silencio!
Julia ya pasaba los sesenta. Sus últimos diez años los había vivido sin amor conyugal. Los cuatro finales, sola en aquella casa. Se había habituado a persistir allí, a pesar del desamparo, en una vivienda construida para seis personas. Una familia. Sin embargo, solo ella. Nadie más.
Ni sabía que era domingo. Los días se parecían bastante últimamente. Se sucedían sin piedad, iguales, sumidos en lo callado de las mañanas y noches de Brownsville.
Por costumbre buscó entre las chucherías de la repisa el portarretratos cobre y lo repasó con cuidado, amorosamente. Le hizo espacio, más espacio, para que respire. Luego barrió la entrada y se sentó. Se tomó las manos y acarició sus propios dedos y el dorso de la izquierda. La mirada lejos, quién sabe dónde. Quería sentir algo más que eso que le revolvía el pecho cada tanto. Últimamente con insistencia.
Últimamente a cada rato, entre el silencio. No era grave. En ese momento, no era tan grave.
Que se espere, lo que sea, sentada una en el porche, no podía estar mal. Aunque en eso se fueran las horas, y en repasar los muebles. Intercalaba los vestidos por si acaso. Un día flores, otro lunares, otro volados. Ese domingo era de flores blancas y el delantal, cernido a la cintura con moño y doble nudo.
Mi querido:
Hoy regué los lirios y recordé a la tía Sara. A veces me dan ganas de llamarla. No lo hago. El calor se vuelve peor de noche, aunque abra las ventanas no entra una gota de aire. Igual las abro y de paso oreo la casa y respiro el perfume de las flores del jardín que tanto te gusta.
Te pienso cada noche y cada mañana. Estás en mis oraciones. La casa está demasiado callada, sin nadie para conversar. A veces creo que hablo sola, pero lo hago para adentro.
Tenía un hijo. Lo supo tener, hasta la mayoría de edad. Sangre de su sangre. Pero un día no lo tuvo más. Acaso nunca había sido suyo realmente. De vez en cuando le surgía un rasgo de su juventud, aislado, y se esforzaba por absorberlo.
¿Cómo alguien tan amado puede causar tanto dolor?
Su hijo le ardía en el pecho.
Quería sentir ira, eso hubiera estado bien. Hundirse en lo profundo de su estómago hasta encontrar aquel charco negro y viscoso y sumergirse allí, entera. Contener la respiración y dejarse llevar por un odio pegajoso y liberador. Imaginó caer dentro de sus propias tripas hasta desaparecer. Después se levantó y fue a la cocina.
Un plato playo, un plato hondo, dos tazas con sus platos. Miró el recuerdo sucio de las verduras y la sopa fría de la noche anterior. Sus restos pegoteados en el borde. Las tazas oscurecidas en el fondo y la huella de sus labios en el filo de la taza. Las miró con asco y se dejó estar en silencio.
—Yo temo que la muerte llegue —se dijo callada, tan huérfana de todos.
La tarde era sofocante. Pensó en recostarse, tal vez un rato. Dormía poco, pero el silencio no duerme. Tumbada esperó por costumbre con los ojos abiertos al techo y los brazos a los lados. Como buscando algo, como buscando furia. Solo escuchó en los oídos el propio corazón.
Allí esperó, sin saber bien qué, quieta y prudente. Sintió en la espalda el peso de los días y se lo entregó a la cama, detenida. Atascada. Con la congoja de lo pendiente. Pensó en los platos y las tazas con sus platos. Pensó en los restos, en las migas, en aquel calor y las moscas, volando en círculos tontos a la sombra de la galería. Las ventanas abiertas y ellas ahí, danzando el susurro verdoso de afuera. Las moscas bramando en el zaguán y ella sin poder escucharlas siquiera. Y ella queriendo odiarlas. Tan sola. Adentro. Sin poder.
Querido:
Hace días no llueve. Riego los lirios dos o tres veces por día por si acaso. Pensé en pintar una de las paredes de la cocina. No me decido por el color aún. Quizá un tono lavanda, ¿qué te parece? Tal vez hoy llame a la tía. Tal vez. Cuando baje el sol.
Pasaron minutos, probablemente fueron horas. La cabeza recostada sobre la almohada azul de plumas. La nuca desnuda, húmeda de tiempo. Sus ojos apenas abiertos. La boca casi abierta. Su boca pastosa y casi abierta, en completo silencio. En los dedos un leve cosquilleo le subió hasta el cuello en forma de erizo. De nuevo, desde lejos, el ruido del motor verde musgo le pateó el pecho, como un electroshock. Mejor lavar los platos. Quizá se haría una limonada para más tarde. Si se apuraba podría llegar a tiempo y verlo pasar, con su inmensa nube de polvo en las espaldas. Su propio acto de magia. El acmé de su secreta obra de arte.
Caminó mecánicamente hacia la cocina. Como una novia arrepentida que avanza hacia el altar. Acaso estaba a tiempo de cerrar las ventanas antes que se meta la mugre. Acaso estaba a tiempo de salir corriendo antes de que sea demasiado tarde. Podía oírlo acercarse llevándose puesto el silencio tórrido de la tarde. Ese polvo se le pegaría en la piel y los pulmones y los muebles y el mosquitero (cada minúsculo agujero) y las cortinas caladas y todo el piso. Y ese silencio... sería más denso y blanco, como la cal. Podía escuchar su rugido casi sobre ella, como un zarpazo. Podía sentir su olor. El tufo untuoso y desagradable de esa tarde de domingo. Tierra y nafta.
—No es grave. Más vale apurarse en esta tarde que no es tan grave.
Sobre la autora
Lucía Rita nació en Buenos Aires en 1981. Es fotógrafa y se desempeña como docente. Cuando era pequeña encontró en la palabra escrita una forma de exteriorizar sus emociones, principalmente a través de cartas y poesías; pero fue este año (después de muchos sin escribir) que retomó esta práctica más formalmente. En última instancia, es parte de una insistente búsqueda por intentar expresarse desde la sensibilidad.