Presentamos a continuación la respuesta de Charlie Post, activista socialista y docente de la City University of New York, al artículo de Matías Maiello “El retorno de Kautsky después de vivir un siglo… de imperialismo. Ambos textos fueron publicados en Left Voice, diario digital en inglés que forma parte de la Red Internacional de Diarios La Izquierda Diario. Este intercambio es parte del debate más general que se viene desarrollando en EE. UU. en torno a la figura de Karl Kautsky y la socialdemocracia, estrechamente ligado a la discusión sobre las perspectivas actuales de la izquierda norteamericana.
Es el fetiche de los reformistas hacia el Estado-nación capitalista lo que los lleva invariablemente a adaptarse a su “propio” imperialismo. Una contribución al debate en curso sobre el legado de Karl Kautsky.
El artículo de Matías Maiello “El retorno de Kautsky después de vivir un siglo… de imperialismo” es una contribución importante al debate que se renueva sobre la estrategia socialista en los Estados Unidos y a nivel internacional. Mientras que gran parte de la discusión actual se ha centrado en la relación de la actividad electoral con las huelgas de masas y los movimientos sociales disruptivos para conseguir reformas bajo el capitalismo y preparar el camino para una transformación socialista de la sociedad, el ensayo de Maiello nos llama a prestar atención a la relación íntima del debate sobre “reforma o revolución” con el problema de la lucha socialista contra el imperialismo.
Hay muchas cosas en las que Maiello y yo estamos de acuerdo. La más importante es que estamos de acuerdo en que la relación entre el reformismo y la política proimperialista no es contingente sino necesaria. También estamos de acuerdo, al igual que los reformistas de izquierda como Eric Blanc, en que el reformismo no es el resultado de una “teoría incorrecta” sino de la dominación de una casta de funcionarios profesionales en los sindicatos y los partidos políticos socialdemócratas. En pocas palabras, el reformismo es la cosmovisión de la burocracia obrera.
Sin embargo, diferimos en nuestro análisis de las raíces materiales de la burocratización del movimiento obrero. Maiello se basa en el concepto de Lenin de “aristocracia obrera” para explicar el reformismo entre los trabajadores. Según Lenin, la exportación de capitales productivos desde el Norte global hacia el Sur desde finales del siglo XIX permitió a los grandes capitalistas “monopolistas” acumular “superganancias”, que fueron utilizadas para “sobornar” a un sector de la clase obrera y crear una burocracia dentro de ella. Así, los burócratas reformistas defienden su imperialismo nacional para mantener la base social de su posición relativamente privilegiada en la clase obrera.
Desafortunadamente, la teoría de la aristocracia obrera, en todas sus variantes, carece de base empírica y se basa en supuestos teóricos cuestionables. Como demuestran los propios datos de Lenin, el flujo de la gran mayoría de las exportaciones de capital productivo (“inversión extranjera directa”) ha ocurrido desde una formación social imperialista a otra desde finales del siglo XIX. Mientras que las inversiones más intensivas en mano de obra en el Sur global tendían a producir una tasa de ganancia más alta que las inversiones más intensivas en capital en el Norte, las ganancias totales acumuladas en el Sur global nunca representaron más del 5% de los salarios totales en el Norte global -una cantidad insuficiente para explicar ya sea los salarios relativamente más altos de los trabajadores en el Norte global como la existencia de una capa de funcionarios profesionales en los sindicatos y partidos. Estos errores empíricos tienen sus raíces, en última instancia, en la noción de Lenin y de otros marxistas de la Segunda Internacional de que el surgimiento de las grandes corporaciones durante la década de 1890 marcó el fin del capitalismo “competitivo” y el nacimiento del capital “monopolista”. Al compartir la visión idealizada de la competencia propia de la economía burguesa, las nociones de “monopolio” (u “oligopolio”) no dan cuenta de cómo la competencia real a lo largo de la historia del modo de producción capitalista ha producido una desigualdad creciente y crisis económicas periódicas.
Rosa Luxemburg, en su folleto sobre la huelga de masas, brinda la base para un relato más realista de la emergencia del funcionariado sindical y del reformismo en la clase obrera. En última instancia, las raíces materiales de la burocracia, tanto partidaria como sindical, así como de la conciencia reformista entre capas más amplias de trabajadores, es la naturaleza necesariamente discontinua de la lucha de clases bajo el capitalismo. La gran mayoría de los trabajadores solo ocasionalmente participan en luchas masivas y disruptivas (huelgas de masas, ocupaciones, etc.) que enfrenten al capital y al Estado y construyan la conciencia y la organización de clase -en el apogeo de los ascensos obreros–. La mayoría de los trabajadores se retiran a la “vida privada” –la lucha por la existencia– vendiendo su fuerza de trabajo, trabajando bajo el mando del capital y tratando de asegurar la reproducción de su familia. Solo una minoría de trabajadores permanece activa entre estos ascensos, continuando la lucha de clases “por otros medios”.
Históricamente, muchos de estos trabajadores se han convertido en la “minoría militante” de los activistas de los lugares de trabajo y de los barrios que intentan consolidar organizaciones democráticas y fomentar huelgas, manifestaciones y otras acciones de confrontación en pequeña escala. Una minoría de la minoría activa, sin embargo, se convierte en una capa de funcionarios a tiempo completo de las organizaciones creadas en el ascenso, es decir, un funcionariado obrero.
La discontinuidad de la lucha de clases es la base del reformismo. La relativa pasividad de la mayoría de los trabajadores los lleva a abrazar un “reformismo condicional”: la esperanza de poder defender y mejorar su nivel de vida y de trabajo sin tener que enfrentarse al capital y al Estado. La mayoría de las veces, esperan que sea suficiente con la negociación sindical de rutina y la elección a cargos públicos de candidatos que estén a favor de los trabajadores. Mientras que el reformismo de la masa pasiva de la clase obrera es condicional –y se rompe cuando los trabajadores se ven obligados a participar en la acción directa– el reformismo de los funcionarios obreros es incondicional.
Para los burócratas, el sindicato y el partido no son simplemente instrumentos de lucha de la clase obrera, sino la fuente de su estilo de vida distintivo. Incluso en el caso de que perciban salarios similares a los de los trabajadores que representan (algo que claramente no ocurre en la mayoría de las sociedades capitalistas de hoy en día), los dirigentes sindicales ya no trabajan bajo supervisión y administración despótica del capital; experimentan una autonomía respecto al trabajo similar a la de los gerentes y profesionales bajo el capitalismo. Debe evitarse cualquier cosa que pueda poner en peligro la continuidad institucional del sindicato o del partido político, especialmente las huelgas y manifestaciones ilegales. Por lo tanto, la adopción de métodos reformistas por parte de los funcionarios obreros –la negociación de rutina, el reclamo, la política electoral– es incondicional.
Tanto el reformismo condicional de la mayoría de los trabajadores como el reformismo incondicional de la dirigencia buscan construir una organización de la clase obrera como contrapeso, y no como alternativa de clase, al poder del capital. Si se pueden “equilibrar” los intereses del capital y del trabajo, entonces se pueden evitar las crisis de rentabilidad y se pueden obtener y asegurar conquistas para los trabajadores. En última instancia, es imposible un “compromiso de clase” duradero sin la consolidación de un régimen parlamentario y legalidad sindical. Para la masa de trabajadores pasivos y la burocracia sindical, el Estado capitalista puede ser un instrumento neutral que establezca un equilibrio entre las clases sociales. Ya sea mediante la creación de un marco legal para el reconocimiento y la negociación sindical, el establecimiento de programas de bienestar social que proporcionen una protección mínima contra la competencia en el mercado laboral, la redistribución de los ingresos de los trabajadores o la participación en políticas monetarias y fiscales “contracíclicas”, es el Estado-nación capitalista el que se convierte en el pilar y el objetivo de la política reformista.
Es el fetiche de los reformistas hacia el Estado-nación capitalista lo que los lleva invariablemente a adaptarse a su “propio” imperialismo. Tanto la masa pasiva de trabajadores como el funcionariado obrero, en su deseo de evitar confrontaciones directas con el capital, recurren al Estado para “civilizar” al capitalismo. Esta identificación con el Estado-nación los lleva necesariamente a defender el “interés nacional” contra todas y cada una de las amenazas, incluso de otras potencias imperiales o de movimientos insurgentes antiimperialistas. En pocas palabras, la ilusión de un compromiso de clase duradero a nivel interno lleva a los reformistas a apoyar a “su” imperialismo a nivel externo. En resumen, los desafíos al imperialismo (y a sus supuestas “superganancias”) en el Sur global no socavarán al reformismo en el Norte global. Más bien, lo que permitirá el crecimiento de la conciencia antiimperialista e internacionalista será un desafío exitoso al reformismo mediante la lucha de clases en todas las zonas de la economía mundial capitalista.
Traducción: Guillermo Iturbide.
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