Todo lo que usted siempre quiso revolucionar del sexo y el neoliberalismo nunca se atrevió a reformar.
La sexualidad, ¿está coaccionada o liberalizada?, ¿es pacata o libertina? En las sociedades capitalistas actuales conviven las restricciones morales religiosas con la transnacionalización de la industria del sexo; el discurso reaccionario de las “buenas costumbres” fundadas en la familia patriarcal, con la mercantilización de los cuerpos, los placeres y el deseo. Con nuevos derechos y la persistencia de viejos hostigamientos e injurias, seguimos luchando por la liberación sexual que, en los estrechos márgenes de las democracias capitalistas, no fue realizada.
I. Pecados postmodernos
Derecha ¿clerical, conservadora y liberal?
Noviembre de 2019. Una legisladora de Madrid expresa su rechazo a la ley educativa que introduce algunas cuestiones inherentes a la equidad de género. Propone, en cambio, incorporar “costura” como asignatura obligatoria, señalando que “empodera mucho coser un botón.” Finaliza diciendo que “el feminismo es un cáncer”. No se trata de una parodia ni una ironía. Esas (y otras) fueron las palabras de Alicia Verónica Rubio Calle, la profesora de Educación Física que es legisladora por el partido ultraderechista Vox y autora de Cuando nos prohibieron ser mujeres... y os persiguieron por ser hombres: Para entender cómo nos afecta la ideología de género, publicado en 2016. Pocos días antes, una biblia tamaño XL era venerada junto a la bandera boliviana, dentro del Palacio Quemado en La Paz, por los artífices del golpe. Justo dos años antes, la filósofa norteamericana Judith Butler era agredida en el aeropuerto de San Pablo por quienes consideran que su teoría queer atenta contra los valores de la familia y pervierte las infancias.
A pesar de la desacralización de la sexualidad de los últimos cuarenta años, más recientemente surcan el mundo algunas manifestaciones de esta guerra contra la “ideología de género”. A mediados de 2016, el Papa Bergoglio afirmó que, en todos los continentes, “hay verdaderas colonizaciones ideológicas. Y una de estas –lo digo claramente con nombre y apellido– ¡es la ideología de género!”. Reafirmó: “Hoy a los niños –¡a los niños!–, en la escuela se les enseña esto: que el sexo cada uno lo puede elegir. ¿Y por qué enseñan esto? Porque los libros son de las personas e instituciones que te dan el dinero. Son las colonizaciones ideológicas, sostenidas también por países muy influyentes. Esto es terrible” [1].
Todo cuestionamiento al binarismo de la diferencia sexual será tildado de “ideología de género”. Y si hay dos sexos es porque el propósito (celestial o natural, según quién lo explique) es el de la reproducción, lo que indicaría que la maternidad es destino obligado para las mujeres. Los cruzados incluyen desde el Vaticano hasta el lobby evangélico. Pero no son solo las iglesias: desde Bolsonaro hasta Steve Bannon, pasando por jóvenes influencers que se jactan de ser modernos liberales-libertarios, se han convertido en soldados de esta guerra “contra el perverso adoctrinamiento feminista y de la disidencia sexual”. Fundamentalismos, instituciones religiosas, corporaciones laicas, derecha política y otros sectores reaccionarios desarrollan argumentos variopintos que calan en vastos sectores de la sociedad. Enarbolando una agenda conservadora, los cruzados intentan restringir derechos ya conquistados o evitar que se establezcan nuevas libertades. Sus campañas siembran pánico sobre los ataques que las feministas, las lesbianas, los homosexuales y las personas trans –incluso en supuesta complicidad con el Estado– estarían perpetrando contra la familia, pervirtiendo la educación, la institución matrimonial y la reproducción sexual. Algo ridículo cuando, en Latinoamérica, aún a pesar de vivir en el siglo XXI, prácticamente no hay separación de la Iglesia del Estado y sigue aumentando la penetración del fundamentalismo evangélico en los regímenes políticos, como lo demuestra el lobby parlamentario brasileño que propició el golpe institucional contra Dilma Rousseff o los recientes golpistas en Bolivia.
Cuando las reaccionarias son las hermanas
Llamativamente, dentro del feminismo también hay quienes sostienen la “falsedad” de los géneros. ¡Y desde mucho antes que los nuevos cruzados! “Todos los transexuales violan el cuerpo de la mujer al reducir la verdadera forma femenina a un mero artefacto”, escribió la exmonja devenida en feminista lesbiana radical, Janice G. Raymond, en 1979, en su legendaria obra El Imperio Transexual: la construcción del maricón con tetas. Las feministas radicales denominadas TERF (por las siglas en inglés de Trans-Exclusionary Radical Feminist) sostienen argumentos que en poco se diferencian de los que esgrimen los fundamentalistas religiosos, los activistas antiaborto o la ultraderecha política contemporánea.
Aunque son una minoría, con la emergencia de esta nueva oleada feminista surgida después de los debates por las leyes de identidad de género, cupo laboral trans y una mayor visibilidad de la comunidad transgénero en distintos espacios –incluyendo el movimiento feminista–, las TERF reaparecieron con discursos reaccionarios, discriminatorios y conspirativos. Que las mujeres trans no son mujeres, sino hombres disfrazados; que temen que quieran entrar a los baños de mujeres para violarlas; que los espacios donde hay hombres y mujeres trans no son safe (seguros); que las mujeres trans son hombres que pretenden “colonizar” el feminismo y los hombres trans son “traidoras a su sexo”. Para este sector del feminismo, estas relaciones de poder basadas en la supremacía masculina estructuran la familia y la sexualidad, permitiendo que los hombres se beneficien económicamente, sexualmente y psicológicamente de la opresión patriarcal sobre las mujeres. Inexplicablemente, sus posiciones transfóbicas las enemistan con la mayoría del movimiento feminista y, en ese punto, su discurso termina emparentado con el de la nueva derecha que aún defiende viejos prejuicios patriarcales.
Se trataba de redistribución y reconocimiento
Esta ideología reaccionaria de los nuevos cruzados ataca el discurso multicultural del neoliberalismo “progresista”. “Aprovechan la indignación que han generado las políticas neoliberales para tirar en el mismo saco todos aquellos valores progresistas que instrumentalizó a favor la globalización capitalista. Así vemos cómo el neoliberalismo progresista y el feminismo liberal abonaron el terreno para la emergencia de la extrema derecha misógina y homófoba” [2]. Es decir, esta cruzada posmoderna tiene no solo el objetivo de enfrentar el aparente “libertinaje” en el que se han sumido las costumbres ancestrales, sino también acabar con el supuesto favoritismo económico y jurídico con el que los gobiernos neoliberales habrían privilegiado a las mujeres y la disidencia sexual. Este discurso de quienes ven amenazada su antigua posición patriarcal hegemónica alienta la idea de que los hombres blancos, heterosexuales y nativos serían las víctimas de la conquista de derechos y libertades democráticas del cupo femenino, los programas asistenciales para hogares monomarentales, los derechos reproductivos y el aborto legal, el cupo laboral trans, la educación sexual integral, el matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, etc.
Esta ideología reaccionaria se sustenta en el hecho cierto de que, mientras el Estado de Bienestar surgido de la posguerra combinó el aumento de la mercantilización y el consumo con la protección social (para evitar que prosperara la radicalización de las masas, es decir, para evitar que estas tomaran un camino emancipatorio), “el capitalismo financiarizado ha generado una alianza de la mercantilización y la emancipación, contra la protección” [3]. Es decir, el neoliberalismo contribuyó a la división estanca entre movimientos sociales que luchan por la emancipación y clase trabajadora que debe afrontar las consecuencias de los planes capitalistas (precarización, flexibilización, deslocalización, desocupación, etc.), ambos con sus respectivas burocracias, lo que –según Nancy Fraser– termina creando las condiciones para que sectores de las clases asalariadas graviten “hacia el populismo de derechas” [4]. Esta política profundamente regresiva del neoliberalismo, que promueve un crecimiento exponencial de la desigualdad económica, ha sido acompañada de “una política de reconocimiento aparentemente inclusiva” [5]. O dicho de otro modo, mientras el mundo asistía a la desindustrialización, el aumento de la miseria y la incorporación masiva de mujeres y fuerza de trabajo migrante en condiciones altamente precarizadas, el multiculturalismo, el respeto a la diversidad y los derechos de las mujeres y la comunidad LGBTI se transformaban en el discurso oficial de “lo políticamente correcto”. Sin este “pacto” (de gobernabilidad) –no siempre explícito para la mayoría del activismo con buenas intenciones, pero que incluyó la cooptación y burocratización de las dirigencias de los movimientos mediante múltiples operaciones de oenegización, financiación de proyectos, subsidios, institucionalización, etc.-–, la implementación de las políticas económicas hubiera sido insostenible [6].
Sin embargo, desde la emergencia de la crisis capitalista de 2008, se desarrolla un extenso y profundo debate sobre cómo hacer frente a las consecuencias del neoliberalismo. Mientras la derecha estimula el resentimiento contra los sectores que conquistaron derechos (relativos), es decir, contra las mujeres y la diversidad sexual, como también los de las personas racializadas, migrantes, etc., hay otros que, ocupando el lugar del “mal menor” frente a la derecha, proponen ilusoriamente volver al Estado de Bienestar sin explicitar cómo sería posible hacerlo prácticamente sin afectar las ganancias capitalistas. Nuevas envolturas, con barnices progresistas y de izquierda, para seguir sosteniendo y emparchando a los regímenes neoliberales en crisis.
Pero el surgimiento de una nueva generación feminista, en una escala internacional sin precedentes, obliga a mirar con ojos críticos todo aquello que ha sido naturalizado: desde la violencia machista, hasta el lenguaje que establece que lo universal y neutro tiene género masculino; desde la gratuidad del trabajo doméstico, hasta la fluidez de los sexos, los géneros y el deseo.
II. Derechos y mercancías
El contraproducente recurso del victimismo
Injurias e insatisfacciones, demandas de redistribución, derechos de reconocimiento. Pero “¿bajo qué formas se politiza el sentido del agravio en nuestras sociedades?, ¿qué posibles involuciones o repliegues políticos se producen al abrigo de una identidad defensiva básicamente forjada en la pasividad del dolor y la ofensa?” [7]. Preguntas necesarias para comprender de qué manera los movimientos emancipatorios como el feminismo o el de la liberación sexual se toparon con la paradoja del victimismo y la institucionalización de las libertades, buscando que los derechos quedaran afirmados en los límites reglamentarios que impone el Estado capitalista.
En los estrechos marcos de las democracias capitalistas, durante estos años de reacción (y “progresismo”) neoliberal, la feminidad quedó esencialmente definida en función de la vulnerabilidad sexual: el acoso, el abuso, la violación, los efectos nocivos de la pornografía… Bajo este paradigma, pareciera que las mujeres deben ser “protegidas”, por su carácter de víctimas a priori impotentes y pasivas, ante una sexualidad masculina activamente depredadora, pero igualmente esencializada y naturalizada. Las mujeres que tuvieron que conquistar con duro esfuerzo su reconocimiento político, a lo largo de la Historia, se encuentran ahora restringidas a presentarse como objetos del agravio, la ofensa y el dolor infringido por otros. Como si el Estado capitalista no tuviera responsabilidad en la perpetuación y legitimación de la violencia machista, de las muertes por abortos clandestinos o incluso de la reproducción opresiva de los roles estereotipados de género a través de múltiples instituciones, se presenta tutelando a las mujeres, supuestamente velando por su integridad física y moral a través del sistema punitivo, ocultando que fue la lucha de las mujeres organizadas la que develó la naturalización de la violencia patriarcal y exigió la reparación para las víctimas [8].
Aunque la tipificación de las violencias sexuales como delitos, permita –en cierto grado– visibilizar aquello que fue invisibilizado históricamente, privilegiar una perspectiva jurídico-penal para referirnos a cuestiones sociales estructurales (como la violencia patriarcal) produce un efecto contrario. Eludiendo el carácter estructural de esta violencia contra las mujeres y la diversidad sexual, no solo no se arriba a una explicación fehaciente del fenómeno social –por singularizar y aislar a la víctima–, sino que además se individualiza y particulariza al responsable, cuya conducta será presentada como una patología, una anomalía o un “desajuste a las normas” en vez del efecto más pernicioso y extremo de las mismas [9].
Sin embargo, si la relativización de los delitos sexuales –que suelen enarbolar las nuevas derechas– responsabiliza de esos comportamientos aberrantes a la desacralización contemporánea de la sexualidad; por otro lado, el excesivo celo proteccionista, en el extremo opuesto, es cuestionado por convertirse en una amenaza a la espontaneidad y las libertades individuales en las relaciones sexuales consentidas. Porque cuanto más acento se pone en el peligro que entraña la sexualidad para las mujeres, más se colabora con constreñirla al misterio, el silencio y el tabú. Pero, como dice Carol Vance, “el feminismo debe aumentar el placer y la alegría de las mujeres, no solo disminuir nuestra desgracia” [10]. Por eso, además de un feminismo punitivista [11], han surgido también fuertes críticas que advierten sobre el riesgo de dotar de mayor capacidad disciplinaria y de castigo al Estado, reivindicando el goce femenino contra la asociación sexualidad/riesgo que, peligrosamente, podría aproximarse al puritanismo. El resonado debate entre las partidarias norteamericanas del #MeToo y el controversial manifiesto de actrices e intelectuales francesas dispuestas a defender “el derecho de los hombres a importunar” es una muestra de estas tendencias contrapuestas [12].
Es que, a pesar de todo, y quizás porque sabemos de la prohibición, la represión y el castigo que pesaron por milenios sobre nuestros cuerpos y nuestros goces, seguimos deseando seguir deseando.
Libertades condicionadas
Lo mismo sucede en otras cuestiones en las que el Estado es quien establece las condiciones bajo las cuales se concibe el ejercicio de derechos, como por ejemplo, el matrimonio igualitario. No son pocos los cuestionamientos teóricos, políticos y militantes a que sea el Estado quien regule las formas, los límites, las prácticas y los sujetos de los vínculos sexoafectivos. Mucho más aún, que estos solo sean concebidos bajo el parámetro conyugal y asimilados al modelo heteronormativo del amor romántico y la pareja con fines reproductivos, lo que conduce a una fuerte homonormativización de las relaciones sexoafectivas disidentes, condenando moralmente los comportamientos que no se ciñen a estos parámetros y limitando su potencial crítico y transformador. Ni qué hablar cuando el reclamo de igualdad se traduce en iguales derechos a integrar las fuerzas represivas del Estado cuyos miembros, en numerosos países, son mayoritariamente responsables de los crímenes de odio contra gays y personas trans.
Mediante esta estrategia, que en algunos países permitió a millones de personas obtener los mismos derechos de los cuales solo gozaban los heterosexuales hasta hace poco tiempo, se relegitima la construcción de una nueva minoría marginalizada, invisibilizada o criminalizada por no encajar en las normas. La conquista de un derecho legítimo –que significa no solo equidad simbólica de reconocimiento, sino condiciones igualitarias bien concretas respecto del cuidado de la pareja enferma, de la vivienda compartida, de la responsabilidad sobre hijos e hijas, etc.–, al mismo tiempo, opaca las experiencias de discriminación y hostigamiento a las que debe sobreponerse, cotidianamente, una inmensa mayoría. El peligroso efecto del que habla Germán Cano cuando dice que “las inquietudes contemporáneas por la libertad quedan inscritas bajo las fuerzas reguladoras del Estado en forma de códigos de agravio y protección cada vez más especificados”, y que esto conduce no solo a incrementar “de manera involuntaria el poder del Estado a expensas de la libertad política, sino que podemos crear una especie de ‘jaula de plástico’ que reproduce y regula aún más a los sujetos agraviados que debería proteger” [13].
Por eso, a pesar de los nuevos derechos conquistados, del acrecentamiento del poder punitivo del Estado contra los crímenes de odio y la discriminación, de la “integración” que el Estado produce normativizando, igualmente en las calles pervive el miedo de las mujeres, de las lesbianas, los gays, las personas trans. Es la marca de que “ahí está la desigualdad insuperable entre quienes sufren o saben que pueden sufrir la violencia, por un lado y, por otro, quienes la instituyen y perpetúan o, incluso, quienes simplemente no la perciben, no la imaginan o minimizan su alcance porque están del ‘lado bueno’ y, por tanto, no arriesgan nada” [14].
Y sin embargo, la lucha de los movimientos sociales y las nuevas rebeliones que surcan los continentes, engendran también nuevos vínculos por sobre las diferencias, recrean relaciones comunitarias al calor de las movilizaciones y las barricadas, se proponen utopías poliamorosas y cuidados colectivos.
Placeres en venta y orgasmos precarizados
Pero, aun con las contradicciones que encierra la conquista de derechos relativos a los géneros y las sexualidades, si hay algo que define a la contraofensiva restauradora del capitalismo que se impone desde mediados de los años ‘80 es su capacidad de rentabilizar cada necesidad o deseo humano. No solo por el desarrollo descomunal de lo que se ha dado en llamar la industria del sexo y por la liberalización de las fronteras que permite, junto con el flujo de capitales, el tráfico ilegal de personas para la explotación laboral y sexual, sino también por la inmensa transformación de las relaciones sexoafectivas subsumidas bajo la lógica de la ganancia, la rentabilidad y la eficiencia. Como ya señalamos en otro artículo, “todo se vende, todo se compra. Desde una mujer, hasta el juguete sexual que las buenas esposas adquieren en una reunión de amigas; desde las fantasías relatadas en imágenes cinematográficas, hasta los fármacos para tratar la disfunción eréctil que se expenden bajo receta. Lo que había conformado ese complejo fenómeno denominado ‘vida privada’ se expuso sobre el mostrador” [15]. Y, contradictoriamente, cuanto más aumenta la socialización por las nuevas y múltiples redes de comunicación, la soledad parece la única propiedad privada asequible para la inmensa mayoría. Likes, vistos y DM. Vivimos en la época en la que probablemente los seres humanos contamos con la mayor conectividad de toda la Historia y, sin embargo, reina el individualismo y la soledad, las relaciones efímeras, superficiales, utilitarias que nos dejan un fuerte sabor a vacuidad. Pero no solamente: esas condiciones también se convierten en el ámbito propicio para la re-idealización de la pareja tradicional, ese reducto supuestamente desinteresado de la vida privada aun no conquistado por la voracidad mercantil, “como utópico reaseguro contra la soledad a la que nos confina el trajín de una vida precaria y completamente flexibilizada” [16].
Y mientras nuestras almas naufragan en el vertiginoso desierto de las hiperconectividad, nuestros cuerpos se enfrentan a la fatiga crónica. El control de los cuerpos y afectos de la fuerza de trabajo es vital para las clases dominantes; sin embargo, nunca como en la actualidad se vivió la profunda paradoja de mayores libertades sexuales, culto al hedonismo y deserotización y medicalización de la sexualidad. Paradójicamente, mientras la sexualidad se mide en rendimiento (cantidad de orgasmos, de erecciones, de parejas sexuales, de encuentros eróticos, etc.), la falta de deseo amenaza con convertirse en el hit de los consultorios. Las revistas abundan en consejos sobre cómo mantener viva la llama de la pasión en el matrimonio o por qué tener tres orgasmos por semana estimula una piel saludable; pero la vida de millones de seres humanos sometida a los turnos rotativos, las jornadas extenuantes y los acelerados ritmos de producción también hace gala de una sexualidad precarizada.
La aceleración del ritmo de los procesos económicos aceleró también los ritmos de la vida social. Las técnicas de producción y los procesos laborales son tan volátiles, transitorios y acelerados como nuestro escaso tiempo libre, (no) destinado al ocio, el cultivo de las relaciones sociales y el goce sexual. Dolores de cabeza, tensión muscular, cansancio generalizado, problemas de erección, eyaculación precoz, dificultades para la lubricación, disminución o ausencia de libido que se cronifican en el silencio que impone la vergüenza, la mentira espoleada por la competencia, el ocultamiento para esquivar el estigma social. Sexo resignado, sexo tolerado, sexo frustrante o frustrado y desencuentros. Sobre todo, muchos desencuentros.
¿Es la cuestión sexual un asunto solo del deseo heterodoxo que escapa a los dictámenes de la heterosexualidad obligatoria? No. También es un asunto para millones de seres humanos explotados fatigosamente por el látigo del capital cuya sexualidad está condenada a ser un páramo carente de fantasías y placeres. Por eso los movimientos anticapitalistas surgidos al calor de las barricadas de Stonewall hablaban de liberación sexual (de la humanidad) y no de derechos a la inclusión (de las identidades), antes de ser disciplinados mediante la coerción amenazante, mortífera, reaccionaria y neoliberal de “la peste rosa” [17]. Como señala Peter Drucker, “La verdadera libertad para las personas LGBT implicaría necesariamente transformaciones radicales que afectarían a muchas más personas que solo a aquellas que son LGBT. Específicamente, requeriría una reconfiguración de la vida sexual que abandone el supuesto fundamento del sexo en la orientación sexual o ’sexualidad’ de cada individuo; una transformación de las estructuras básicas del hogar basada en la abolición del género tal como lo conocemos; una superación de la jerarquía global de naciones y ’razas’; y una reapertura de los horizontes de la izquierda para hacer posible una vez más el enfrentamiento a los límites del capitalismo” [18].
III. Para acabar (provisoriamente)
Cuando la sexualidad ya fue desacralizada por la ciencia, los movimientos de liberación sexual y la laicización creciente de las sociedades, allí está la ultraderecha política aliándose con oscurantistas eclesiásticos y hípsters libertarios-liberales, para recomponer los reaccionarios discursos misóginos y homofóbicos que sostienen el binarismo de género, la heterosexualidad obligatoria y la predestinación reproductiva de la sexualidad. Cuando los movimientos sociales conquistaron derechos inéditos que desmontaron patriarcales y milenarios prejuicios sexistas, el encuadre que ha hecho el Estado capitalista de estas mínimas cuotas de reconocimiento los ha transformado en regulaciones y puniciones que vuelven a instaurar la división entre lo normal y lo anormal, lo legal y lo prohibido, empujando a la integración de unos y a la marginación de otros en el mismo gesto. Cuando las libertades democráticas se extienden en vastos sectores como sentido común y se transforman en expectativas para millones, el sistema capitalista las convierte en mercancías, transformando a los deseantes en consumidores y a los objetos de deseo en objetos de consumo, monetizando hasta el último rincón de nuestra libido.
El capitalismo es incapaz de desarrollar una sola de sus tendencias hasta el fin; pero en los pliegues de sus contradicciones anida, latente, la posibilidad de su destrucción. Como señala Josefina Martínez, “en la lucha contra el capitalismo patriarcal y sus violencias, la lucha por el disfrute del tiempo libre y la sexualidad es parte del combate por una sociedad emancipada” [19]. Así lo ha sido, históricamente, cada vez que las clases explotadas se han levantado contra la explotación imaginando una sociedad radicalmente diferente. Por eso la revolución obrera en Rusia, en 1917, generó audaces políticas y los debates más imaginativos acerca de las relaciones sexoafectivas, los derechos de las mujeres y la educación libre de la infancia. Por eso el proceso de radicalización desatado por el Mayo Francés de 1968 propuso la imaginación al poder y cuestionó profundamente las restricciones que la sociedad capitalista impone al deseo y la sexualidad.
Como también señala Drucker, actualmente, las sexualidades disidentes plantean el desafío de desaprender las identidades sexuales, “comprender sus raíces y limitaciones históricas y materiales, y avanzar más allá de ellas hacia formas más amplias de vivir y amar”. La crisis capitalista que no encuentra solución definitiva y, especialmente, la emergencia de un nuevo movimiento internacional de mujeres con el que nuevas generaciones salen a la calle, las luchas juveniles en defensa del planeta contra la voracidad destructiva de la sed de ganancias capitalista, las manifestaciones, rebeliones, huelgas y revueltas que hoy trascienden las fronteras, son el nuevo escenario en el que puede revivir el espíritu combativo de Stonewall. Sabemos que la liberación sexual no se alcanza, automáticamente, tomando las calles o el poder; pero sin un horizonte revolucionario que se proponga transformar radicalmente este sistema de explotación y opresión en el que vivimos, la sexualidad humana está destinada a ser una mercancía, una prohibición, un tabú, una prerrogativa, una norma, una carencia, un dolor. Sin embargo, eso mismo fundamenta la inclusión en todas nuestras luchas emancipatorias actuales, del anhelo de una vida erótica “polimorfamente sensual, en vez de genitalmente obsesionada” [20]; el cuestionamiento y la crítica a todas las limitaciones que normativizan nuestros vínculos sexoafectivos y nuestros deseos.
Por eso suscribimos a las palabras inspiradas en los combates de los años ‘70: “Nuestra lucha particular es por la autodeterminación sexual, por la abolición de los roles y estereotipos sexuales y por el derecho humano a usar el propio cuerpo sin la interferencia de las instituciones sociales y legales del Estado. Muchos de nosotros hemos entendido que nuestra lucha no puede tener éxito sin un cambio fundamental en la sociedad que ponga la fuente del poder (los medios de producción) en las manos de la gente que, en el presente, no tiene nada. Aquellos que están ahora en el poder se opondrán a este cambio con una represión violenta que, de hecho, ya está en marcha. No todos nuestros hermanos y hermanas en la liberación gay comparten este punto de vista, o pueden sentir que las soluciones personales pueden funcionar. Pero conforme nuestra lucha crezca, se hará evidente, mediante el cambio de las condiciones objetivas, que nuestra liberación está inextricablemente ligada a la liberación de todos los oprimidos” [21].
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