Con la expansión europea, lo que llegó a Chile no fue sólo un sistema económico de capital y trabajo que legitimó su patrimonio tachando del mapa otras prácticas culturales, sino una estructura jerárquica más amplia e inamovible, donde el hombre europeo, patriarcal, heterosexual y blanco, se inserta como referente en un tejido colectivo que no cesó con el fin del colonialismo.
Sábado 6 de marzo de 2021
Luego de décadas de discusión y un proceso largo de estudios sobre la opción de un organismo único de coordinación para el sector cultural, Chile da un gran paso al crear mediante la ley 19.891 el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Un hito que marcaría las directrices del Estado como eje central.
¿Pero nos podremos sacudir el estigma y sello que han dejado siglos de exclusión en el consumo de las artes y un acceso restringido? ¿Qué pasa con las minorías? ¿Y si estas minorías perciben su entorno sin la totalidad de los sentidos? Es aquí donde quiero poner el acento, pues la identidad nacional y su patrimonio se construyó en base a costumbres y prácticas del viejo continente, esto incluye predisposiciones hacia lo diferente.
Desde la Colonia, la institucionalidad emergente borró de sus registros no sólo la presencia del pueblo africano, traído al continente en calidad de “carga” y siendo mencionado en actas como “objetos” o “mercancías”, sino también la presencia de personas con capacidades diferentes. Debe recordarse que antes que las potencias europeas emprendieran su afán expansionista, ya contaban entre sus habitantes con sujetos que presentaban falencias cognitivas, psíquicas o físicas.
Para comprender un poco la lógica de su ausencia histórica y las luchas entabladas por movimientos sociales que han contribuido a la reivindicación de sus derechos con avances significativos, entre los que figura la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, que empujó a los gobiernos a elaborar marcos legislativos para proteger su integridad y garantizar su participación activa en las demandas ciudadanas, hay que remontarse a las causas del lento avance en materia inclusiva.
Durante gran parte del siglo XV, aquellos que eran considerados como “anormales” solían ser maginados de la sociedad. Las consecuencias fueron reflejadas en su persecución tanto por civiles y religiosos, configurando un concepto de la anormalidad y del defecto, principalmente físico, que condujo al rechazo, no limitante a las fronteras europeas, sino que traspasó a las tierras sometidas bajo su yugo etnocentrista.
Tras la carrera de la Corona por adscribir nuevas soberanías, es arrastrada la concepción de lo idóneo y “bello” a América del Sur junto a una lógica de poder por medio de la “raza”, amparada en distinciones biológicas que hasta hoy vemos reflejada en la memoria con ritualizaciones de fechas ceremoniales.
De este modo, lo que llegó a Chile no fue sólo un sistema económico de capital y trabajo que legitimó su patrimonio tachando del mapa otras prácticas culturales, sino una estructura jerárquica más amplia e inamovible, donde el hombre europeo, militar, cristiano, patriarcal, heterosexual y blanco, se inserta como referente en un tejido colectivo que no cesó con el fin del colonialismo. Las mismas instituciones creadas mediante decretos en la etapa de conformación de la República lo refuerzan: espacios privilegiados, construidos en una dinámica vertical y donde no existía cabida para personas en situación de discapacidad, al igual que para las mujeres.
Sin embargo, es necesario aclarar que va más allá de la esfera formativa, los hitos fundacionales que sientan la institucionalidad patrimonial chilena tampoco fueron levantados en miras inclusivas. La Biblioteca Nacional, el Archivo Nacional, el Museo Nacional de Historia Natural y el de Bellas Artes, en sus inicios eran infraestructuras que implicaban una enorme barrera arquitectónica para el goce y disfrute pleno de sus instalaciones.
Deberán pasar décadas para que el Estado ponga el foco en las grandes desigualdades y considere acciones concretas, entre las que figura la ley 17.288, la creación de la DIBAM y un intento significativo por establecer lineamientos para un mayor acceso a los monumentos nacionales e históricos de manera transversal, aunque estos tuvieron una suerte impositiva en su proceso de patrimonialización. Fuera de este dilema, que será puesto en tela de juicio por la misma sociedad del siglo XXI y con ahínco, estos colosos para los años treinta no poseían las condiciones necesarias para el usufructo de bienes culturales por personas ciegas, sordas o capacidad física limitada.
Con el advenimiento de la postguerra, surgió el concepto de “derechos culturales” inscrito en la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948, que los Estados Miembros de la ONU se comprometen a respetar. Este cuerpo de texto susceptible de protección involucra los derechos de las personas en situación de discapacidad y una visión alineada a los paradigmas de autonomía, donde el entorno crea la discapacidad.
En Chile, el gobierno en su búsqueda de trazar las primeras políticas culturales públicas, ratifica en 2008 la Convención Internacional de las Naciones Unidas por los Derechos de Personas con Discapacidad, en el que se compromete a reducir la barrera arquitectónica y elementos que imposibilitan la participación efectiva en igualdad de condiciones tanto en la vida cultural, actividades recreativas, de esparcimiento y deporte, e incluye el acceso a programación en formatos asequibles junto a sitios de importancia patrimonial.
Alcanzado el 2010, la ley 20.422 que Establece Nomas sobre Igualdad de Oportunidades e Inclusión Social de las Personas con Discapacidad, obligó adaptar espacios, edificios públicos y monumentos nacionales sobre la base del diseño universal. La DIBAM también se vio afectada, considerando sistema de escritura braille, audiolibros y, en general, uso de tecnologías para facilitar el acceso. En el caso del personal, la capacitación en mediación para un público heterogéneo, mientras el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes incorporaba en su diseño de políticas culturales la participación de representantes de identidad territorial y lengua de señas.
Al crearse el Servicio Nacional de la Discapacidad, durante la primera década del siglo XXI, la institucionalidad cultural comenzó a trabajar con el organismo en ciertas iniciativas, pero sin ser prioridad, sus esfuerzos estaban en la renovación legislativa de protección del patrimonio, el fomento a la creación y los artistas, además de democratizar las diversas expresiones artísticas luego del “apagón cultural” producto de la dictadura militar. En gran medida se trataba de continuar concibiendo organismos administrativos y leyes que respaldaran la tarea estatal.
Ahora la labor queda en manos del reciente Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio y la declaración de Política Nacional de Cultura (2017 – 2022) que marcará los lineamientos de esta etapa con foco en la “ciudadanía cultural”, valorando el aporte activo en la construcción de abajo arriba y desde la óptica del bienestar de las personas.
Este enfoque significa que el Estado debe garantizar las condiciones necesarias para su cumplimiento, y aquí quiero detenerme, porque si consideramos la composición del ministerio no existe en sus filas el personal adecuado para velar por una real inclusión, ni en las secretarias regionales ni el Consejo Nacional de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, tampoco en los consejos regionales. Lo preocupante radica en el documento de Política Nacional de Cultura, donde reconoce a las personas en situación de discapacidad en su accionar institucional.
Sinceramente creo que todavía hay un largo camino por recorrer. Tampoco en el contexto actual es factible hablar de políticas culturales en patrimonio, porque para llegar a ese punto deberían darse las instancias respectivas de negociación teniendo presente la producción simbólica y colectiva de una comunidad que ha sido excluida desde antes de la conformación de la República. Su memoria fue opacada por el discurso patrimonial autorizado como la de los pueblos originarios, afrodescendientes, migrantes y el resto de minorías.
Faltan verdaderos planes de inclusión y fomento para que las personas en situación de discapacidad puedan desarrollarse íntegramente en las artes y como creadores de mensajes desde la óptica cultural. Quizá, el próximo paso, sea hablar de políticas culturales inclusivas, pero por el momento la institucionalidad pública se encuentra en una fase de reconocimiento y aprendizaje en materia inclusiva.