Fassbinder, retratista inmisericorde de la otra cara del llamado “milagro económico alemán”, hurga en casi todas sus películas en la herencia del fascismo sobre diferentes núcleos humanos y sociales.
Encuadrado, un tanto de malas maneras, dentro del llamado “nuevo cine alemán” de los años 70, el realizador Rainer Werner Fassbinder, compañero de generación de cineastas como Volker Schlöndorff, Margarethe Von Trotta, Wim Wenders o Werner Herzog, comenzó su carrera como un guerrillero de la imagen, desde películas hoy sorprendentes y de desigual alcance, que van perfilando un estilo, pero que ya se ven atravesadas por un pensamiento: la reescritura del pasado de Alemania, los problemas de una nueva juventud, el anticapitalismo, la homosexualidad sin convenciones y la situación de las mujeres y personas de otras razas ante un futuro incierto.
Una de sus películas más sólidas y de mayor alcance social, “Todos nos llamamos Alí”, nos narra con sensibilidad, ternura y sin concesiones las cortapisas sociales con las que se encuentra el amor apasionado entre el marroquí Alí, rozando la treintena, y Emi, una mujer de más de sesenta años, que se gana la vida limpiando casas. Fassbinder, retratista inmisericorde de la otra cara del llamado “milagro económico alemán”, hurga en casi todas sus películas en la herencia del fascismo sobre diferentes núcleos humanos y sociales, aunque sus personajes, muchas veces, contienen una hondura que acerca sus filmes al terreno del melodrama o la tragedia con mayúsculas. En este sentido, el director de la hermosa y enfermiza “La ansiedad de Veronika Voss” -rodada en hipnótico blanco y negro-, revisó también los esquemas socio-políticos y de género del melodrama clásico, que situaba a la mujer como epicentro de grandes conflictos psicológicos y choques viejos y nuevos con una sociedad heteropatriarcal.
Fassbinder adaptó algunos clásicos de la literatura alemana de diferentes periodos históricos como “Effi Briest”, sobre el adulterio, o la ópera social “Berlin Alexanderplatz”, el amargo fresco social de Alfred Döblin, que se convirtió en una serie de televisión. En otros de sus filmes abordó temas como la lucha armada en la Alemania de la época desde una óptica mordaz (“La tercera generación”) o el tema del doble (“Desesperación”) inspirándose en novelistas y dramaturgos controvertidos. Fassbinder siguió siempre por sus caminos, con una filmografía tan prolífica y variada como densa, donde tuvo tiempo de indagar, a su peculiar manera, mezclando la frialdad y la pasión, la rabia y la sobriedad, en la época de la subida del nazismo al poder en películas como “Lili Marleen” o en sus secuelas en filmes como “El matrimonio de Maria Braun” o “Lola”, donde una cantante de cabaret de postguerra seduce a un delegado de urbanismo encargado de reconstruir la ciudad, y la situación del presente del país en el que le tocó vivir, visto desde un prisma donde se mezcla la acidez, el humanismo y la fusión entre el amor y el dolor.
Retratista de mundos a la vez cotidianos y barrocos, desesperado buscador de formas estéticas, Fassbinder fue algo más que un cineasta: llegó a convertirse en un agitador político y cultural de un país que se devuelve una imagen deformada de sí mismo. Polémicas fueron sus aproximaciones narrativas a las relaciones gays y lésbicas incluyendo dentro de éstas los esquemas de dominación y explotación capitalista habituales en todo tipo de uniones, a pesar de su alucinado viaje final al mundo de Jean Genet en la testamentaria “Querelle”, un filme de culto por su imaginería homoerótica. Pero si su historia de desamor gay e interclasista de “La ley del más fuerte” conserva su empuje, “Las amargas lágrimas de Petra Von Kant”, basada en una pieza teatral del propio realizador, resulta, hoy en día, algo artificiosa y acartonada, cercana al gran guiñol.
En películas de gran calado social como la feminista “Viaje a la felicidad de mamá Kúster” o “El mercader de las cuatro estaciones” -con un claro trasfondo autobiográfico- se aproximó a las dificultades de supervivencia de las clases más desfavorecidas de un mundo hecho, como su cine, de paradojas y contrastes. Con la ayuda del director de fotografía Michel Balhaus logró dotar a algunos de sus filmes de un sabor nostálgico donde se mezcla la elegancia, la decadencia y el barroquismo con las imágenes turbulentas de un país que cierra los ojos a la sombra de las formas más refinadas del totalitarismo. Venido de los escenarios en los años 60, Fassbinder hoy es considerado, en ocasiones, como un director algo hermético o autárquico, ya que sus películas parecen hechas sin pensar tanto en el espectador como en sus personajes, sus historias, sus intérpretes y los decorados o esas calles por las que transitan sus criaturas, entre el humor, la tragedia y la negrura.
Fassbinder fue un retratista inmisericorde de los perdedores de la cacareada prosperidad que se desarrolló a partir de un sistema de producción liberal en la década de los cincuenta y sesenta en la Alemania del Oeste y otros lugares de Europa. El realizador y escenógrafo lanza una mirada cálida y humanista a las nuevas generaciones, aunque también sabe distanciarse de esos personajes que llegan a convertirse en auténticos símbolos de patologías sociales de gran alcance, desde la herencia del nazismo y la adhesión de un país a la egolatría neurótica de las grandes estrellas. Entre las grandes protagonistas de su cine, las actrices, entonces en alza, Hannah Schygulla o Bárbara Sukowa, que pusieron rostro a muchos de sus complejos personajes femeninos insertos en distintas épocas y contextos sociales en los que, de un modo un otro, el pasado sirve siempre de perturbador reflejo especular del presente. En el cine de Fassbinder se percibe la herencia de su formación teatral por el regusto vodevilesco de algunas de sus producciones, el distanciamiento irónico de otras, y la tragedia llevada al “pathos” de sus filmes más sombríos.
Aunque Alemania no olvida su terrible pasado histórico, al contrario de lo que ocurre, en ocasiones, en otros países de Europa, los fantasmas sobre los que planeó Fassbinder siguen vivos, y las formas libres y directas de hacer cine de los realizadores del nuevo cine alemán abrieron una brecha creativa hacia una nueva forma de entender el realismo y la poesía. Fassbinder, como a su manera Pasolini, nadó en un mar de contradicciones personales y políticas, pero no dejo de trazar su personalísima visión del paisaje humano y geopolítico de su lugar de origen.
Sería difícil entender el cine de Fassbinder sin remontarse a los orígenes del shock emocional y físico de la posguerra de una Alemania sumida en la contradicción entre la aceptación de su pasado y su negación. El tan aclamado “milagro alemán” ocultaba, tras una fachada de progreso frente al muro del Telón de Acero, una esquizofrenia cultural envuelta en el consumismo importado por la colonización norteamericana. Fassbinder supo ver cómo el modelo de la nueva RFA no ofrecía sino una variante de lo que el fascismo ya adelantaba: la vía política del totalitarismo daba paso a la dictadura del consumo de masas con un resultado mejorado, puesto que no sólo anulaba la memoria colectiva, sino que lograba la masificación mental, desvirtuando cualquier oposición. La terrible y surrealista imagen del final de “Berlín Alexanderplatz” con su protagonista, Frantz Biberkopf, en el manicomio, tratando de arañar la libertad mental hasta morir, crucificado en medio de una explosión atómica con música de Cole Porter de fondo, refleja el pesimismo y el cruel drama que, metafóricamente, transmite el contexto de una realidad que conduce al suicidio, final igualmente presente en la mayoría de sus personajes y en sí mismo.
Sólo el movimiento alternativo que sacudió la RFA a finales de los años 60, provocó el primer impacto que agrietó el entramado liberal causante de toda esa neurosis. Aquellos jóvenes eran los hijos de los alemanes que habían vivido y participado en la guerra. Importantes sectores de esa juventud consideraban a sus mayores copartícipes de los horrores del nazismo, y al conflicto generacional que se daba en Europa y Estados Unidos por aquellos años, se sumaba en la juventud alemana el rechazo a lo que supuso el Tercer Reich en la historia del país, por lo que se puede afirmar que la brecha generacional fue en este caso aún más profunda. Esto posibilitó una quiebra en el papel de transmisión de la ideología y de los sistemas de valores dominantes de la estructura familiar tradicional, abriendo la vía de nuevos valores políticos, nuevas formas de conciencia, de convivencia y relación social, y, en definitiva, de abordar la realidad con un sentido creativo crítico, que intentaba recuperar el estilo literario y artístico de la tradición antifascista alemana de la época de entreguerras. Las obras “degeneradas” de los expresionistas, de un Otto Dix o de un George Grosz, ofrecían la estética adecuada para representar la nueva realidad de la Alemania de finales del siglo XX en el cine. La descarnada visión de la sociedad que preparaba el nazismo que ofrecieron aquellos artistas fue el mejor punto de partida para la revisión de un presente incómodo, por lo que no es extraño que Fassbinder eligiera a Alfred Döblin para encajar su visión de aquel mundo en el suyo, al igual que Schlöndorff y Von Trotta hicieron con “El honor perdido de Katharina Blum”, de Heinrich Böll, cuya “literatura de escombros” es digna heredera del mejor Brecht.
En este contexto nace el agrio y desolador ejercicio de memoria histórica que representa “El matrimonio de María Braun”, que encerraba la imagen misma del “milagro alemán”, a través de los años transcurridos desde los últimos días de la guerra hasta el punto álgido del período de Adenauer, concretamente hasta ese final del Mundial de fútbol en el que Alemania consiguió el título, con el excelente recurso narrativo de una radio que puntea los momentos históricos. El interés de Fassbinder por su pasado reciente, hacia esos hechos que han hecho de Alemania un país decisivo para el devenir del siglo XX, seguirá con “Lola” o “Lili Marleen”, pero ninguna de ellas alcanza la profundidad de esta película, en la que su protagonista, Hanna Schygulla, representa el estigma de su tiempo. Ser indefenso y frágil, irá endureciéndose para combatir el horror de la posguerra, para acabar siendo la metáfora del neocapitalismo. En su personaje, Fassbinder escribe las páginas de la historia contemporánea de Alemania con valor, convirtiéndola en una víctima de su propio destino, al igual que lo hizo con el protagonista de “La ley del más fuerte”, en medio de una tragedia que le lanza a un destino que no le pertenece, y que le hace comprender que en el mundo que le rodea todo es corrupción y falsedad. La dificultad de adaptarse al nuevo orden y la imposibilidad de volver atrás son una constante en el cine de Fassbinder, que siempre aprecia en esta contradicción un final inexorablemente fatal. Muy recomendable para tener un conocimiento de su vida y obra es el libro de Harry Baer “Ya dormiré cuando esté muerto”, apasionante relato en el que su autor, antiguo amante y ayudante de dirección de muchas de sus películas, explica el origen real de cada uno de sus filmes desde una particular posición de amor-odio.
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