[Desde Madrid] En medio de encendidos debates en el movimiento de mujeres, nos preguntamos por qué ciertas cuestiones parecen quedar muchas veces relegadas de la agenda. Asuntos que son claves para desarrollar un movimiento de mujeres realmente insumiso y emancipador contra las estructuras represivas del capitalismo heteropatriarcal. Me refiero a los temas de la liberación sexual, la no-monogamia y el amor libre, por puntear solo algunos.
El impacto del movimiento Me Too generó varios debates en este sentido. La carta publicada por las intelectuales y artistas francesas advertía sobre los riesgos del puritanismo en que se podía caer, sin subestimar las denuncias sobre las agresiones sexuales. La polémica no se hizo esperar. Muchas les criticaron que banalizaban la violencia sexual; otras señalaron que escribían desde los privilegios de ser mujeres blancas y ricas, sin tomar en cuenta la vulnerabilidad material de la mayoría de las mujeres, que limita su capacidad de responder ante situaciones de abuso. Mas allá de las polarizaciones, el debate estaba abierto, con la posibilidad de tirar del hilo en un sentido diferente [1].
En junio de 2018, la revista española Contexto publicaba un dossier de artículos, con el sugerente título “Hablemos de follar”, sobre cómo follamos y cómo nos gustaría follar, con apuntes interesantes más allá de las posiciones encontradas. Estas temáticas, de forma entrelazada, formaron parte de las tendencias más libertarias del movimiento feminista socialista desde el siglo XIX, pero en muchos momentos han sido opacadas por la hegemonía de corrientes feministas puritanistas, moralistas o incluso anti-sexo. Así lo sostenían las compiladoras del libro Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina [Pleasure and Danger] publicado por primera vez en inglés en 1984. Una lectura que, 35 años después, aún conserva intensidad polémica e invita a reflexionar.
El libro es resultado de las actas y presentaciones que se expusieron en la célebre Conferencia de Sexualidad en el Barnard College de Nueva York en abril de 1982. El evento generó mucha polémica, ya que tenía el objetivo de discutir con las visiones conservadoras de la sexualidad que se estaban fortaleciendo en el feminismo a partir de la campaña antipornografía de figuras como Andrea Dworkin y Susan Brownmiller. La Universidad recibió llamadas y amenazas en contra de su realización y terminó incautando la publicación que se iba a repartir entre las asistentes. El día que comenzaban los debates, militantes de la campaña antipornografía hicieron piquetes en la entrada para boicotear el evento, lo que generó muchísimo revuelo. El incidente forma parte de lo que se llamó las “guerras del sexo” en el movimiento feminista [2].
En la introducción de Placer y peligro, las editoras señalaban que una fuerte tradición del movimiento feminista ha insistido en el peligro, y, por lo tanto, en la necesidad de protección de las mujeres. Un peligro representado por la sexualidad masculina, a la que en muchas ocasiones se tendió a considerar esencialmente violenta y depredadora, mientras las mujeres aparecían como objetos del deseo ajeno, o como víctimas, pero nunca como sujetos activos de su propia sexualidad. Otras corrientes, en cambio, han puesto el foco en el placer y en el deseo sexual, contra los prejuicios que la misma sociedad patriarcal impone a la sexualidad de las mujeres.
En su artículo “El placer y el peligro: hacia una política de la sexualidad”, Carol Vance señala que “la lucha contra la opresión sexual no puede limitarse a denunciar la violencia masculina, sino que debe combatir también la represión de la sexualidad femenina, que procede no solo del peligro, sino también de la ignorancia y el miedo a la diferencia”. Ellen Carlo DuBois y Linda Gordon, por su parte, recorren esta polaridad entre placer y peligro en las corrientes feministas del siglo XIX, en relación con el puritanismo social impulsado por el Estado, instituciones médicas y religiosas. Alice Echols desarrolla estos temas en polémica con el feminismo cultural, como denomina a las variantes del feminismo radical que a partir de fines de los años 70 derivan hacia posiciones esencialistas, biologicistas y anti-sexo. El libro incluye un artículo de Gayle Rubin que tuvo mucha repercusión y generó fuertes polémicas. Rubin, quien derivó hacia posiciones postestructuralistas, hace un recorrido por diversos mecanismos de represión de la sexualidad y las sexualidades consideradas “desviadas” en la sociedad capitalista, haciendo una definición del sistema sexo/género que será retomada por diversas autoras en los años siguientes.
Me centraré en los artículos de Vance y Echols, que me parecen muy sugerentes para pensar varias cuestiones de actualidad. En “El placer y el peligro: hacia una política de la sexualidad”, Vance plantea:
En la vida de las mujeres la tensión entre el peligro sexual y el placer sexual es muy poderosa. La sexualidad es, a la vez, un terreno de constreñimiento, de represión y peligro, y un terreno de exploración, placer y actuación. Centrarse solo en el placer y la gratificación deja a un lado la estructura patriarcal en la que actúan las mujeres; sin embargo, hablar solo de la violencia y la opresión sexuales deja de lado la experiencia de las mujeres en el terreno de la actuación y la elección sexual y aumenta, sin pretenderlo, el terror y el desamparo sexual con el que viven las mujeres.
Debates de este tipo han estado presentes en el movimiento de mujeres desde el siglo XIX. Las corrientes proteccionistas, asegura Vance, “han intentado consolidar cierto margen de protección frente al deseo y a la agresión masculina, mientras que daban por hecho o bien que la sexualidad de las mujeres es intrínsecamente pasiva, o bien que no puede florecer hasta que no se consiga una mayor seguridad”. Las corrientes exploradoras –así las llama–, en cambio, han sostenido que las mujeres podrían “aventurarse a manifestar su sexualidad de formas más visibles y atrevidas, especialmente debido a que los cambios materiales que favorecieron la autonomía de las mujeres en general (el trabajo asalariado, la vida urbana, la anticoncepción y el aborto) también contribuían a su autonomía personal”.
En más de cien años de debate, algunas preguntas se reiteran: ¿hay una naturaleza sexual masculina y otra femenina, esencialmente diferentes? ¿O son producto de condiciones históricas? ¿Cómo actúa la represión en la sexualidad femenina? ¿Cómo luchar por la plena liberación sexual?
Vance señala que históricamente se ha impuesto un pacto tradicional a la sexualidad de las mujeres: las mujeres buenas –limitadas sexualmente– serían protegidas, mientras las mujeres malas –prostitutas o liberadas sexualmente– serían castigadas, violadas y condenadas moralmente. Sobre esa base se construyeron también las polaridades entre el matrimonio y la prostitución, o, en su versión cristiana, entre las vírgenes y las putas. Las mujeres buenas tenían la tarea de contener su propia sexualidad para contener también la sexualidad masculina, considerada irrefrenable, pecaminosa, etc. Por eso algunas corrientes de feminismo del siglo XIX proponían la asexualidad como práctica segura para las mujeres. En el siglo XIX primará un modelo de esferas por completo separadas entre reproducción y sexualidad (ámbito vedado para las mujeres buenas). En el siglo XX se acepta un espacio de módico placer sexual para las mujeres en el matrimonio, pero limitado y subordinado también al deber de la maternidad.
El feminismo de la segunda ola cuestionó todos estos presupuestos, señala Vance, ampliando los límites de la sexualidad femenina, aun cuando se mantuvieran las estructuras patriarcales. Sin embargo, apunta, desde entonces no ha disminuido el miedo de las mujeres a las represalias por una sexualidad expresiva. Además, la derecha conservadora regresa con un discurso de castigar la inmoralidad –Vance escribe en pleno ascenso del reaganismo conservador y la “nueva derecha” en Estados Unidos–, buscando volver a situar a las mujeres en la cárcel de las familias tradicionales. La autora sostiene que ante la ofensiva de la derecha no hay que ceder posiciones, sino, más bien “ampliar el análisis del placer y recurrir a la energía de las mujeres para crear un movimiento que hablara tan poderosamente en favor del placer sexual como lo hacía contra el peligro sexual”.
Como síntesis, Vance sostiene que los efectos del patriarcado sobre la sexualidad femenina no solo se expresan a través de las agresiones y el acoso, la violencia directa, sino también por la construcción social de una sexualidad “constreñida”:
Los horrorosos efectos de la desigualdad entre los géneros pueden suponer no solo la violencia bruta, sino el control interiorizado de los impulsos femeninos, que envenena el deseo en su misma raíz con inseguridad y ansiedad: la sutil conexión entre el modo en que el patriarcado se entromete en el deseo femenino y el modo en el que las mujeres viven su propia pasión como algo peligroso está saliendo a la luz como tema crítico que debe ser explorado.
Si la mayor visibilización de la violación y el acoso se interpreta en algunos sectores del feminismo como si las mujeres estuvieran más inseguras y vulnerables que nunca, se revictimiza no solo a las víctimas directas sino a todas las mujeres. La conclusión conservadora podría ser que mejor buscar “seguridad” antes que “liberación sexual” volviendo a polarizaciones del pasado. “El exceso de énfasis en el peligro corre el riesgo de convertir en tabú el discurso sobre el placer sexual”, afirma la autora. Y concluye que “el feminismo debe aumentar el placer y la alegría de las mujeres, no solo disminuir nuestra desgracia”.
Liberación sexual y liberación de las mujeres
En “El ello domado: la política sexual feminista entre 1968-83”, Alice Echols sostiene que las feministas del momento habían desarrollado una aproximación normativa de la sexualidad, muy diferente de la visión que tenían muchas feministas al comienzo de la segunda ola. Echols establece una diferenciación entre lo que llama el feminismo radical de los años inmediatos al 68 y lo que denomina el “feminismo cultural” que se impone desde mediados de los años 70 y con más fuerza hacia comienzos de los 80.
Las feministas culturales, según Echols, en vez de concebir la opresión de las mujeres como producto de la construcción social del género –al que se buscaba eliminar–, consideran que la sexualidad femenina y la masculina son realidades inalterables. Su reivindicación de lo que consideran “valores femeninos” ha llegado a reproducir los postulados de la sociedad patriarcal, considerando la inhibición del deseo sexual de las mujeres como parte de su “naturaleza”. La polaridad entre la sexualidad masculina y la femenina, en vez de ser una construcción social que hay que dinamitar, pasa a convertirse en la base natural para una contracultura femenina que se apoyaría en las emociones/naturaleza/pacifismo/ternura, frente a los polos del deseo sexual/producción/guerra/agresividad atribuidas a los hombres. En el seno del feminismo cultural conviven tendencias abiertamente biologicistas con otras que, aun siendo ambiguas, tienden hacia lo mismo. Para Brownmiller, por ejemplo, la violación es un derivado de la biología genital masculina. Estas corrientes proponen “exorcizar” lo masculino que pervive en las mujeres y desarrollar los aspectos de su feminidad innata.
Echols establece una diferenciación entre la obra de Shulamith Firestone (fundadora del feminismo radical) y sus derivados en el feminismo cultural. Mientras Firestone aun reconocía la necesidad de una revolución sexual que complementara una imaginada revolución socialista –aunque esta se concebía como algo totalmente difuso, hay que decirlo–, las feministas culturales ya no quieren ni revolución sexual ni mucho menos revolución socialista. En este desplazamiento, incluso llegan a considerar al capitalismo como un “sistema relativamente benigno que se podía captar para la lucha en contra del patriarcado”, afirma Echols. Por algo, su principal enemigo serán, además de todos los hombres, aquellas mujeres militantes en organizaciones de izquierda, a las que consideran funcionales al patriarcado –sino traidoras– por militar junto a sus compañeros.
Echols señala, finalmente, que si bien muchas feministas radicales cuestionaron los límites de la revolución sexual, “no sacaron la conclusión de que la liberación sexual y la liberación de las mujeres se excluyen mutuamente, tal como creen las feministas culturales”. Al transformar la violencia sexual en una característica esencialmente masculina y la inhibición sexual en un valor femenino, el peligro sexual termina excluyendo la posibilidad del placer. En esta línea, consideran que la sexualidad no es algo muy importante en la vida de las mujeres:
Las feministas culturales definen la sexualidad masculina y femenina como si fueran polos opuestos. La sexualidad masculina es compulsiva, irresponsable, orientada hacia lo genital y letal en potencia. La femenina es pasiva, difusa, orientada hacia lo interpersonal y benigna. Los hombres ansían el poder y el orgasmo, mientras las mujeres buscan la intimidad y la reciprocidad.
Las feministas culturales consideran las relaciones heterosexuales como “metáfora de la victimización femenina”. Andrea Dworkin llega a afirmar que “el coito se convierte en un mero eufemismo de la violación”. Son igualmente críticas con lo que identifican como la “cultura de la sexualidad gay”, a la que consideran rapaz y agresiva. Impugnan con virulencia la mayor parte de la diversidad sexual, el cambio de roles sexuales, y manifiestan una fuerte transfobia. Por último, mientras gran parte de las feministas del 68 cuestionaban el amor romántico y la monogamia como ideal conservador y patriarcal, las feministas culturales lo glorifican. Algunas llegan a proponer que hay que regresar a los “valores sexuales de sus madres” (¡sic!). “Opinan que el peligro está en todos los rincones”, dice Echols. En síntesis, una sumatoria de valores conservadores. Echols concluye:
La incapacidad de la revolución sexual para desafiar la asimetría de los géneros no justifica la defensa por parte de las feministas culturales de un patrón sexual tradicional, aunque sea modificado para incluir a las lesbianas y gays, cuya sexualidad les parezca ortodoxa.
Finalmente, Echols sostiene hay que unir liberación sexual y liberación de las mujeres: “La lucha por el placer es legítima y no tiene por qué implicar una insensibilidad hacia el peligro sexual”.
El contexto de este debate fueron los primeros 80. En los años siguientes se producirán grandes transformaciones. El auge del neoliberalismo va a promover una apropiación por la vía del mercado de algunos de los valores de la diversidad sexual, entendida como “mercado de identidades” y nichos de consumo. Algunas corrientes feministas van a proponer una deconstrucción de las identidades sexuales y de la represión sexual, pero en un plano individualista y escindido de la lucha contra el sistema capitalista de conjunto. La exaltación de la sexualidad como consumo individual –pero limitado a algunas personas, en los países más ricos– va a convivir con la extensión de la precariedad y la explotación para millones en todo el mundo, así como el aumento de las redes de trata o prostitución, lo que impedirá a la mayoría de la humanidad poder siquiera imaginar el disfrute de esos placeres. Al mismo tiempo, se fortalecen posiciones feministas punitivistas, que buscaron contraponer a la violencia de género la acción carcelaria y el castigo, desde visiones fuertemente esencialistas y conservadoras acerca de la sexualidad.
Te puede interesar: De concepciones teóricas y estrategias para luchar por una sociedad no patriarcal
Carol Vance sostiene que la sexualidad no es un fenómeno "natural" sino una construcción social, condicionada por grandes estructuras económicas, sociales, culturales y políticas, etc. Sin embargo, no explica cómo interactúan estos elementos. Otras de las autoras mencionadas sostienen posiciones abiertamente idealistas, exclusivamente culturales o psicológicas, que escinden la sexualidad del conjunto de las determinaciones sociales. En su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels planteaba una aproximación materialista a la cuestión, situando históricamente la consolidación del modelo de familia patriarcal basado en la monogamia –monogamia que era obligatoria para la mujer y no para el hombre– en relación con el traspaso de la propiedad privada a través de la herencia paterna. A su vez, en el marco del capitalismo, un análisis materialista de la sexualidad no puede pasar por alto su relación con las estructuras de la producción y la reproducción [3].
Con la emergencia de una nueva ola del movimiento de mujeres a nivel internacional, los debates sobre la sexualidad, el placer y el peligro vuelven a tener plena vigencia. La necesaria lucha contra la violencia machista no puede ser excusa para el retorno a posiciones que solo enfatizan en el peligro y opacan la búsqueda del placer, derivando en puritanismo o punitivismo. Por otro lado, la apropiación de ciertos valores de la “diversidad” por el neoliberalismo, como mercado de consumo, no puede ser la excusa para abandonar la lucha por la más plena liberación sexual y el amor libre.
En el capitalismo, la diversidad sexual y el disfrute de la sexualidad están gravemente restringidas. El sistema capitalista patriarcal históricamente ha controlado y reprimido la sexualidad a través del Estado, los códigos penales, leyes que limitan los derechos reproductivos de las mujeres o mediante la falta de recursos para planes de educación sexual –cuando no la oposición directa a los mismos–. Aunque mediante la movilización se han conquistado mayores libertades en este terreno que las que existían en períodos previos –de forma muy desigual según los países–, la explotación capitalista impone restricciones materiales inmensas para una sexualidad más libre. Las jornadas agotadoras de trabajo, enfermedades laborales, el control flexible del tiempo de las trabajadoras y trabajadores por las empresas, los turnos rotativos, el hecho de que cada vez más personas trabajan más horas que las que quisieran y otros lo hacen menos que lo que necesitan para llegar a fin de mes, las dificultades para tener una vivienda digna –entre los jóvenes precarios la posibilidad de irse de la casa familiar y alquilar se postergan–, condicionan y limitan la sexualidad.
El neoliberalismo progresista promete libertades sexuales, mientras condena a la mayoría a la precariedad y la pobreza, al mismo tiempo que utiliza las banderas de la “igualdad” y la “diversidad” como argumento para implementar políticas neocoloniales y racistas. Las iglesias y las corrientes conservadoras “antigénero” y homófobas presionan para el retorno hacia valores tradicionales y el fortalecimiento de la familia patriarcal. La extrema derecha en Europa ha tomado la bandera de las tendencias natalistas conservadoras, mientras agitan el fantasma de que la llegada de inmigrantes llevará a la desaparición de los “valores europeos”.
No es momento de ceder posiciones. La lucha por una sexualidad libre no es algo secundario, ni ajeno a la lucha de la clase trabajadora, de las mujeres y la juventud. En la lucha contra el capitalismo patriarcal y sus violencias, la lucha por el disfrute del tiempo libre y la sexualidad es parte del combate por una sociedad emancipada. Transformar la forma en que nos relacionamos y sí, también la forma en que follamos, cuestionar las estructuras de la monogamia normativa y conquistar mayor libertad sexual, deben ser también objetivos del movimiento de mujeres y del conjunto de la sociedad. Por eso luchamos quienes aspiramos a la plena emancipación de la humanidad. En el comunismo, “el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.
COMENTARIOS