Antes de su gira regreso por el país, recordamos las primeras expediciones más allá de Mataderos: principios de los ’90, tocadas en la Costa Atlántica y hostigamientos varios mientras, en simultáneo, iba tomando forma “Esquivando charcos”, el primer disco.
Juan Ignacio Provéndola @juaniprovendola
Sábado 5 de febrero de 2022 12:00
Imagen: archivo Claudio Gabriel Palombella.
En la “cartografía fundacional” de La Renga predominan distintos hitos de Mataderos y adyacentes: el pasaje Viejobueno y Araujo, donde debutaron al aire libre el 31 de diciembre de 1988, el Club Larrazábal como primer reducto formal, e incluso la esquina de Garzón y Homero, ya en Parque Avellaneda, aunque a cinco cuadras de la casa de Chizzo Nápoli y punto de encuentro para pibes mataderenses que andaban con la guitarra criolla a cuestas.
Pero, más allá de esa pertenencia al sudoeste porteño, aparece en los inicios de la banda otro destino frecuente. A 400 kilómetros de allí, frente al mar. En pleno verano, mientras los artistas más importantes se aquerenciaban los reductos principales, los músicos de La Renga empezaron a merodear el territorio incluso antes de la existencia de la banda.
En ese entonces, la Costa Atlántica era una pasada obligatoria en la temporada alta para toda clase de artistas, desde actores de renombre hasta malabaristas callejeros. El Tanque Jorge Iglesias había escuchado hablar de Villa Gesell y viajó en el verano de 1987, solo. Por ese entonces tocaba la batería en el grupo heavy Nepal y trabajaba en una fábrica de cables de bujías junto a Tete, su hermano.
Un año después, Tanque decidió volver a vacacionar en Gesell, pero esta vez con un amigo del barrio: Gustavo Nápoli. El Chizzo acababa de terminar la colimba en el regimiento de Palermo, compromiso que había puesto fin a Cólera, proyecto compartido con Raúl Dilello, entre otros. Durante el transcurso de ese año, Nápoli, Dilello y los hermanos Iglesias le fueron dando forma a lo que el 31 de diciembre de aquel 1988 tocaría como La Renga en una vereda, a pocos metros de la casa de la familia Nápoli.
En 1989, la comitiva a Gesell se había ampliado: además de los músicos de La Renga y de Gabriel Goncalves, su manager, también viajaron Larry Zabala y Javier Vadalá, de Nepal. Dormían en carpas y había varias guitarras criollas.
Pero recién fue en la cuarta temporada donde, además de veranear, La Renga se decidió a tocar. Entonces tenían como muestra no más que un demo en casete que Gabriel Goncalves les había grabado y mezclado como parte de un trabajo para sus estudios de sonido en TMA, también conocida como “La escuelita de Lebón”.
“Con Chizzo habíamos visto algunos grupos tocando en la calle, así que fuimos con una consola Ionic de 4 canales, dos baflecitos y un par de micrófonos. Era todo muy básico. Y los chicos, además, le hacían sonido a artistas que cantaban en bares. Con eso también zafábamos las vacaciones", recordó el Tanque Iglesias.
El único lugar techado en el que actuó La Renga aquel verano de 1990 fue el Bar Toulouse, un lugar sobre el paseo 111 y Costanera de efímera pero vital existencia: ahí Divididos y Los Piojos consiguieron arreglos para tocar varias noches en épocas donde pocos los junaban y no tenían ni un disco. “Cuando nosotros llegamos al lugar, había un flaco narigón en la barra, tomando vodka, que nos dijo que había pagado la entrada. Ese fue todo nuestro público”, recordó Locura Dilello, fallecido en abril de 2016.
Lo más difícil de esos veranos, sin embargo, no era conseguir espacios para tocar, sino apropincuarse un lugar capaz de alojarlos sin ningún prejuicio y a un precio pagable para dos operarios de fábrica y un plomero de Mataderos, entre otros. Y ese fue el camping Monte Bubi de Mar de las Pampas, en el sur del partido de Villa Gesell, a unos diez kilómetros del centro. Lo manejaba Rosemarie Gesell, la más chica de los seis hijos de Carlos Gesell.
“Aunque a veces era muchos, siempre fueron mansos y tranquilos. Unos divinos, gente de primera. Los terribles eran sus fans”, se rió a carcajadas Rosemarie cuando fue convidada a recordar aquellos veranos en los que hospedó a La Renga. “Creo que ellos empezaron como banda acá, cuando no tenían un mango y hacían recitales a la gorra. Yo les dejé hacer algunas tocadas en el camping y jamás tuvimos un problema”.
Gabriel Goncalves recuerda que también tocaron en un parador de la playa. “Fue divertido, porque todavía no éramos conocidos, ni siquiera habíamos sacado un disco, pero se empezaron a juntar varias personas que andaban por ahí. Podría decir que fue la vez que más gente nos vio en esos veranos”. Tanque Iglesias, en tanto, evoca: “¡Hasta terminamos tocando en el cumpleaños de un nenito! Los padres nos había visto tocar en esos shows a la gorra y nos invitaron. Fueron unas lindas vacaciones”.
Los buenos recuerdos pulsean con todas las veces que los hostigaban cuando desembarcaban en el centro geselino. “Nos dijeron que no íbamos a poder tocar en la calle, al menos con una batería grande, lo cual nos limitaba”, aseguró el Tanque. “Probamos otras alternativas, aunque empezaron a pedirnos documentos. Entrábamos a la sala de videojuegos que nos daba electricidad y aparecían policías. Todo se volvía hostil”.
Se venían tiempos de “Embrolos, fatos y paquetes”, un menú que “vomitaba la pantalla argentina” con buseca y vino tinto: La Renga parece advertir el clima espeso de esos tempranos ‘90s en distintos momentos de Esquivando charcos. El disco fue registrado en los estudios Sonovisión de Balvanera, salvo “Voy a bailar a la nave del olvido” y “Blues de Bolivia”, grabados con una portaestudio de cuatro canales en la sala que la banda llegó a compartir con Los Redondos en Almagro.
“Yo no sé para qué habló, si después se arrepintió de su letra; a lo mejor temió que su suerte le diera palos a su inconsciente y no lo dejara dormir”, interpela Chizzo en “Moscas verdes para el charlatán”. Pero también teme: “De tanto andar por la cornisa, tal vez, un día, pueda caer”. “La nave del olvido” aparece como “El hombre suburbano” modelo ’90s, con perfumes baratos, ambientes picados y discos rayados. Lo primero que canta Nápoli en el disco son dos preguntas: “¿Adónde vas? ¿Qué buscas en el frío de la noche?”. Nadie podrá decir que no fue avisado.
Esquivando charcos mostraba una obra cruda, casera y breve: las nueve canciones cabían en poco más de 35 minutos. Todo comenzaba con “Somos los mismos de siempre”, una especie de hoyo en uno: el título del primer tema se convertiría en la frase emblema de la banda y sus seguidores.
Durante el proceso de producción de Esquivando charcos, y atento a lo que había ocurrido a principios de 1990, La Renga se abstuvo de tocar en la costa los dos veranos siguientes. Recién volvería en 1993 buscando revancha. Pero solo conseguiría certificar que lo sucedido antes no había sido casual.
“No sé bien que pasó, pero me acuerdo que, de golpe, apareció el Grupo Halcón”, intentó recordar el Tete Iglesias, aún conmovido por aquella noche en La Mar en Coche, una sala histórica del verano geselino en los ‘80s y ‘90s, pero que en 1993 padeció recurrentes asedios de una de las divisiones especiales de la Policía Bonaerense (lo mismo le sucedería pocos días después a Divididos, ya en el envión de Acariciando lo áspero y a meses de grabar La era de la boludez).
La sala estaba en un primer piso, encima de otro comercio, y se accedía por una pequeña escalera lateral. El escenario se ubicaba de espaldas a una terraza que no era de uso público, por lo cual estaba cerrada. El balcón estaba conectado a la sala interna de La Mar en Coche con una puerta y una ventana. En ese entorno, el Grupo Halcón dejó para la historia una de sus misiones más recordadas, entre una escena de Spinal Tap y derivaciones tenebrosas.
“Algunos policías entraron por ese balcón y la situación era de película. Estaban con perros, todo muy siniestro. Lo revisaron al Tanque… ¡que estaba en cuero y pantalón corto! Y a unas chicas les sacaron plata. Muy turbio todo”, describió el bajista. En esa noche de acción y represión hubo un total de cuarenta detenidos, todos en la única comisaría de Gesell, a 200 metros de La Mar en Coche. Entre ellos, Manu Varela, ya saxofonista de La Renga. A los pocos días, la banda publicó un hermético aviso en el suplemento Sí de Clarín que decía: “Gracias a los mismos de siempre por el aguante”. La muletilla que definiría al fiel y cada vez más creciente grupo de seguidores de una banda que ese año entraría a grabar A donde me lleva la vida…, su segundo disco. Y comenzaría otra historia.