Este texto lo difundimos hoy en su memoria y a la hora de su muerte, porque es un magnífico texto en el cual conjuga magistralmente historia y literatura, cultura y mentalidades de la época revolucionaria, así como el conocimiento profundo de la gesta popular, cuyo estudio y análisis ocuparon gran parte de su vida. Me impele además el temor a que permanezca para siempre en la oscuridad. Dr. Victor Orozco.
La Izquierda Diario México @LaIzqDiarioMX
Jueves 6 de julio de 2023
LA DIVISION DEL NORTE Y LOS TRES MOSQUETEROS
Adolfo Gilly
Querido Víctor:
Para sumarme a la celebración por tu oficio de historiador y tus trabajos de profesor de generaciones de estudiantes, te voy a contar un cuento verdadero.
Allá por enero de 1900, apenas iniciando el siglo que sería el de las revoluciones, el capitán Felipe Ángeles, entonces en sus treinta años de edad y joven profesor del Colegio Militar de Chapultepec, escribió un artículo para el Boletín Militar, que dirigía el capitán de ingenieros Samuel García Cuellar.
“Un paseo a caballo” era su título. Relata un recorrido ecuestre con su amigo, el teniente Salas, por el bosque de Chapultepec, el río Consulado y otros lugares agrestes de la ciudad de entonces. Cuando iban de regreso al Colegio ya caía la noche. En cierto momento, escribe Ángeles, “distinguí unos eucaliptus elevados que en la semitristeza de aquella tarde agonizante se me antojaron lúgubres”. Señaló al teniente un punto en la penumbra y le dijo: “Creo que allí está el Panteón Español”.
“Puede ser”, contestó Salas.
La respuesta vaga intrigó al capitán:
Volví la cara para verle y lo encontré poseído de la melancolía a la que es tan propenso.
“- ¿Qué le pasa?”, le pregunté.
“- Hombre, esos árboles, ese cielo, esa luna pálida y la hora, me han entristecido”.
“- Galopemos. Imagínese que aquella casita es una venta francesa del tiempo de Luis XIII, que usted es D’Artagnan, que yo soy Athos, que ya Porthos y Aramís han sido heridos y que sólo quedamos nosotros para ir a Londres por los herretes de Ana de Austria”.
Los dos oficiales del Ejército Federal, el capitán Ángeles y el teniente Salas, esa noche se sentían personajes de Dumas al rescate de las joyas de la Reina contra las intrigas del Cardenal Richelieu. Ángeles, por supuesto, era Athos, mientras al teniente le asignaba el papel del joven gascón D’Artagnan.
Al inicio de junio de 1912 Pancho Villa estaba preso en la cárcel de México por un acuerdo chueco entre el general Victoriano Huerta y el presidente Madero. Después de la batalla de Rellano, el 5 de junio Huerta había intentado fusilarlo por una supuesta insubordinación, inventada por él. El coronel y artillero Guillermo Rubio Navarrete, a ultimísima hora y ya Villa ante el pelotón de ejecución, lo había impedido.
La crisis no podía ser más grave. Poco más de un año antes la audaz iniciativa de Pancho Villa y de Pascual Orozco, sin el previo acuerdo de Madero, había sido decisiva para la toma de Ciudad Juárez, primer gran hecho de armas de la revolución, mientras Huerta aconsejaba a Porfirio Díaz no pactar y aplastar a los insurrectos con el Ejército Federal.
Don Porfirio, que sabía más, buscó una salida negociada con Francisco I. Madero, firmó a fines de mayo de 1911 los Acuerdos de Ciudad Juárez y dejó su larga Presidencia, porque percibía mucho mejor que Madero y Huerta que los tigres andaban sueltos y él ya no los iba a poder enjaular. Mejor salir en paz y dignidad por propio pie que ser sacado a empujones.
Un año después Victoriano Huerta, general rencoroso, rasgo de peligro en quien comanda destacamentos armados, venció a Orozco en Rellano. Creyó entonces llegado el momento de cobrarse el agravio sobre el otro audaz de Ciudad Juárez y eliminar a Francisco Villa, el “general honorario”, que así lo llamaba con sorna porque comandaba un Batallón de Irregulares adscripto al Ejército Federal.
El presidente Madero intercedió por Villa a pedido de su hermano pero pactó con Huerta. Villa quedó preso acusado del supuesto robo de una yegua fina de un hacendado, sometido a proceso y enviado a la cárcel de Lecumberri en la ciudad de México. Le tocó como juez el licenciado Méndez Armendáriz. Unos veinte años después el semanario “Todo” entrevistó al juez sobre aquel caso. [1]] La memoria aún estaba fresca –y cómo no, si de Villa se trataba- y el licenciado recordó:
“El señor Madero recibió del general Huerta un largo mensaje en que acusaba a Villa de los graves delitos de insubordinación, desobediencia, pillaje y uno o dos homicidios. Y el acuerdo para que el guerrillero fuese procesado fue escrito en el mismo mensaje de puño y letra del presidente”. Madero, que siempre tuteó a Villa mientras éste le hablaba de usted, nunca alcanzó a tener idea cabal de con quién estaba tratando.
“La yegua no figuró en la consignación”, agregó el juez al reportero.
A Méndez Armendáriz le atrajo la personalidad de aquel jefe norteño. Solía llamar a Villa, dijo, “a la reja” de la crujía para platicar con él, pues el preso “tenía facilidad de palabra” y “contaba muchas anécdotas interesantísimas”. “Pero tenía un defecto máximo: su extraordinaria irascibilidad. Cualquier contradicción lo sublevaba”.
Como muestra de aprecio, le prestó un ejemplar de Los Tres Mosqueteros que a Villa “le agradó muchísimo”. Desmentía así el juez, al pasar de su relato, la leyenda de que Villa había aprendido a leer en la prisión, una de las muchas consejas que corren en su torno. Se ve que, veinte años más tarde, aquel preso a su cargo aún le caía simpático.
La señora Sara Aguilar Belden de Garza, de la buena sociedad de Monterrey, escribió los recuerdos de la vida de los suyos en la revolución y los tiempos siguientes en un ameno libro, Una ciudad y dos familias. [2] Su padre, don Jesús Aguilar González, era a inicios de 1915 un joven oficial en la División del Norte a las órdenes de Felipe Ángeles, quien por esos días había tomado Monterrey después de derrotar a Antonio Villarreal en la batalla de Ramos Arizpe y gobernaba con mano respetuosa la ciudad.
Entre el botín de guerra cayeron también el tren y el carro donde tenía la sede de su mando el general Villarreal, que meses antes en la Convención de Aguascalientes había hecho campaña para ocupar la Presidencia finalmente otorgada a Eulalio Gutiérrez. Contó Aguilar a su hija:
“-Yo me fui sobre el archivo que vi ahí y extraje un grueso número de portafolios en que guardaban telegramas y copias de telegramas que habían cambiado entre los generales Antonio I. Villarreal, Pablo González y Eulalio Gutiérrez, todos tendientes a que éste tuviera un arreglo con don Venustiano”.
Aguilar llevó sin tardanza los documentos al general Felipe Ángeles:
“Al enterarse el señor General me dijo: -Sale usted inmediatamente hacia Torreón. Que le arreglen un tren compuesto por una máquina, un carro de carbón, un tanque de agua, un carro de caja y un cabús”.
La orden fue cumplida y el breve tren partió. Después de peripecias varias, entre ellas un rodeo para sortear San Luis Potosí, ocupada por Eugenio Aguirre Benavides partidario ya de Eulalio Gutiérrez; un cambio a otro tren donde iba Rodolfo Fierro en su pullman “Leoncito”; un descarrilamiento al pasar un puente, pues “por la intemperancia de Fierro iba el tren a velocidad vertiginosa”, por fin, siguió contando Aguilar a su hija:
“-Llegué a Torreón a eso de las seis de la mañana y me presenté de inmediato en el carro pulman donde el general Villa tenía su cuartel general.
“Nada más me vio entrar Villa:
“-¡Yo he visto esas botas en la portada de una novela! ¿Cuál es?- exclamó, apuntando con el dedo índice a mis botas.
“-Los Tres Mosqueteros, mi General-, le contesté.
“-¡Esa! ¡Quíteselas, muchachito! Me gustan mucho: a ver si me vienen…
“Me las quité sin replicar una sola palabra y trató de ponérselas… ¡Imposible! Tenía Villa unos pies que…
“-Amiguito –me dijo- tiene usted unos pies de señorita. ¿Onde las compró?
“-Me las hicieron en Monterrey, mi General- le contesté al tiempo que me volvía a calzar mis botas.
“-¡Pos cuando vaya yo p’allá, me manda a hacer unas iguales!”.
Sólo después de este diálogo sobre las botas de los Mosqueteros de Su Majestad Luis XIII, Rey de Francia, pudo Jesús Aguilar informar a Villa: “-Mi general, aquí traigo el archivo de Villarreal y de Eulalio que recogimos en Ramos Arizpe”. Villa, contó Aguilar a su hija Sara, “lo tomó, lo leyó, hizo varias exclamaciones que no necesito repetir” y pasaron a otros asuntos militares urgentes.
A estar al relato de Aguilar González (y no es el único), esos asuntos no eran cuestiones menores: que el General Santiago Ramírez se andaba insubordinando; que se negó a participar en Ramos Arizpe; que “no quiso seguir al general Ángeles a Monterrey” sino que decidió quedarse ocupando Saltillo “por ser él de ahí” y retuvo consigo dos baterías de artillería que correspondían al capitán Gustavo Durón González, artillero del Estado Mayor de Felipe Ángeles. Más grave aún:
“Que si el General [Emilio] Madero no hubiera contravenido sus órdenes y hubiera ocupado San José, como el General Ángeles le había ordenado, esa misma noche habría terminado la campaña del Norte pues habrían caído en su poder todos los Generales que mandaban la llamada División del Bravo; y que sería bueno que él (Villa), fuera a Monterrey para ponerse de acuerdo sobre la prosecución de la campaña”. [3]]
Aquí el diálogo llegó a su tema urgente, bastante más serio –y, claro, más apremiante- que la elegancia de las botas de los mosqueteros y el archivo de Villarreal. El mensaje de Ángeles era un indicador de la crisis que iba ganando las filas de la División del Norte después de la ruptura de Eulalio Gutiérrez, Luis Aguirre Benavides, Maclovio Herrera, José Isabel Robles y otros jefes convencionistas. Pedía a Villa que viniera a Monterrey, no tanto como refuerzo militar según apareció a ojos de Villa (o así se dijo), sino porque desde antes de la ocupación de la ciudad de México veía venir la crisis, que la ciudad acentuó y que se confirmó con ese momento de viraje hacia el desastre del Bajío: la defección de Eulalio Gutiérrez y su gobierno a mediados de enero de 1915. No hay reseña de esa encrucijada que pueda igualar el relato irónico, angustiado y angustiante de Martín Luis Guzmán en El águila y la serpiente.
Ángeles venía de hallar las pruebas escritas de la trama de la deserción y las enviaba a Villa. Las pruebas materiales ya las habían tenido en las batallas, las defecciones y las insubordinaciones, incluida la insólita desobediencia de Emilio Madero, y las trasmitía en el informe verbal del mensajero. Urgía discutir la situación y los planes antes de proseguir con la campaña.
Felipe Ángeles, que antes había insistido en ir sobre Veracruz, conquistar una salida al Atlántico y frustrar la reorganización del gobierno de Carranza y el rearme de Obregón en la gran ciudad del puerto, pensaba ahora en Tampico y el noreste para conquistar petróleo, puerto y aduana, alargar las líneas de abastecimiento de Obregón y hacerse fuerte en una posición defensiva con el mar a sus espaldas, antes que proseguir la guerra del propio desgaste en diferentes batallas en el centro. Villa fue a Monterrey, en efecto, pero vio las cosas de otro modo. Contra las razones del técnico de la guerra privó el sentimiento, la intuición si se quiere, del caudillo de la guerra, que también sus razones tenía. Y la hasta entonces invicta División del Norte fue al encuentro de su destino en las batallas del Bajío.
Víctor:
Este cuento empezó por los tres mosqueteros. ¿Era casualidad, era moda literaria que todos estos personajes, entre sí tan diferentes, hubieran leído la novela francesa de Alexandre Dumas, escrita a la mitad del siglo XIX, y la conversaran entre ellos: el capitán Ángeles, el teniente Salas, el juez Méndez Armendáriz, el general Villa, el joven regiomontano Jesús Aguilar, su hija Sara después? Claro, esto sería tema de la historia literaria en México y no de la revolución. Pero una revolución no es solamente un hecho de armas o un hecho político o social sino, como bien sabemos, un movimiento total de una sociedad donde todas sus estratificaciones salen a la superficie e irrumpen y se cruzan en turbulencias y remolinos insólitos e imprevisibles.
Sí, Los Tres Mosqueteros era ya un clásico popular en las lecturas mexicanas. ¿Pero qué atraía en esos días a cada uno de aquellos lectores en las personas de Athos, Porthos, Aramis, y el cuarto del terceto, D’Artagnan? Porque me resulta que era un tema de referencia y de mutuo entendimiento: cada uno de los diversos lectores sabía a qué rasgo de presencia o de carácter aludía el otro cuando se refería a uno de los cuatro. Era un terreno de conocimiento mutuo y de conexión: explorar esos terrenos nos dice de quienes en ellos se conocen y se conectan. Y en eso consiste explorar, descubrir o intuir los inesperados lazos que en su curso anuda una revolución, difíciles o diferentes en las rutinas de una situación de estabilidad social donde rigen las jerarquías y las distancias impuestas por el dinero, la profesión, el oficio, la educación formal, las instituciones, la vivienda y varias más.
Primera evidencia, a todos atraía la trama de aventuras guerreras, intrigas de corte, encuentros de amor y lances de honor. Segunda, esa sensibilidad se había conformado en los años afrancesados del porfiriato en el siglo XIX, en la influencia cultural y literaria de la Francia de la Bella Época sobre las capas letradas de la sociedad mexicana, incluido el juez que tuvo el buen tino de llevar el libro a Pancho Villa porque supo darse cuenta de su vivaz e inquieta inteligencia.
Pero, otra vez: ¿qué atraía en los mosqueteros de Luis XIII a cada uno de los personajes de este cuento? Aquí toca entrar en el reino de la conjetura, tan peligroso como indispensable en el oficio de historiador, siempre que la imaginación no le falte sin que tampoco se le desboque en fantasía. ¿Qué, entonces?
En Felipe Ángeles su escrito juvenil es claro. Se imagina Athos, el mosquetero soñador, melancólico, de porte elegante y noble estirpe: era el Conde de La Fère. Al teniente, su amigo, le atribuye la figura juvenil y aventurera de D’Artagnan sin que haya reclamo. En Jesús Aguilar, joven regiomontano de familia acomodada lanzado a la gran aventura de la guerra revolucionaria, es el atuendo y el porte militar del personaje en la portada de la novela.
Francisco Villa reconoció al instante las botas que Aguilar se había mandado a hacer en Monterrey y que él también había visto en aquella portada: “¡Pos cuando vaya yo p’allá, me manda a hacer unas iguales!”. Calzar esas botas era calzar sus hazañas deslumbrantes o vestir las propias con la elegancia del uniforme mosquetero. Buen observador, esa elegancia se resumía en la calidad y el corte del calzado de Aguilar y en la finura de su piel antes que en el pantalón o la casaca, como bien sabe el personal de los hoteles de lujo que no se fija tanto en los jeans cuanto en los zapatos. Inteligencia vivaz, resultaba también buen lector cuando la lectura lo merecía y lo atraía.
Aquí entra el juez Méndez Armendáriz, que en la conversación de Villa supo reconocer inteligencia y rasgos del carácter donde otros sólo veían tosquedad o amenaza y tuvo el buen ojo y mejor tino de elegir Los Tres Mosqueteros como lectura de cárcel. Por supuesto al juez también le encantaba esa historia de aventuras, que ni qué.
¿Por qué existían esos literarios vasos comunicantes? Literatura y novela es escritura e imaginación. Los varios diversos personajes de este cuento encontraron ambos rasgos en el libro de Dumas. Si no, lo habrían desechado u olvidado. Esa era la sustancia conectiva activada por los tiempos convulsos de la revolución, la gran mezcladora y la gran igualadora mientras su movimiento y su impulso permanecen.
En Los Tres Mosqueteros esa sustancia conectiva de las imaginaciones diferentes era la trama aventurera, sentimental y militar; la amistad guerrera del “todos para uno, uno para todos”; el destino singular de cada mosquetero, donde la corpulencia y la nobleza rústica de Villa podía tal vez asumirse en Porthos y el refinamiento del joven Aguilar en Aramís: vaya uno a saber, si también en la División del Norte cada cabeza era un mundo.
Lo adjetivo de aquella sustancia es entonces cuál momento recordaba y sentía mejor cada uno, cuál personaje se calzaba como quien calza unas botas suaves, firmes y refinadas. Eran esos guerreros de la novela figuras heroicas, figuras nobles que se arriesgaban sin interés personal, sólo por algo en lo cual creían o alguien en quien confiaban.
El crepúsculo de ese sueño plebeyo los esperaba en los campos de Celaya, pero ellos aún no lo sabían. Todavía era el tiempo de las virtudes guerreras, la amistad heroica y el desinterés. Otros eran los defectos, las carencias y las grietas que ya asomaban en la antes invencible División. Los esperaba en el Bajío la astucia, la sonrisa, la imaginación bélica, el orden militar y la crueldad teatral de Álvaro Obregón. ¿Soñaría también éste con Los Tres Mosqueteros?
México - Buenos Aires, 10-13 de abril de 2012.
[1] [Semanario “Todo”, México, 23 noviembre 1933, pp. 13-14.
[2] [Sara Aguilar Belden de Garza, Una ciudad y dos familias, Editorial Jus, México, 1970, pp. 347-350.]
[3] [La gravedad de la situación, a estar al relato de su padre recogido por la autora, tampoco se le escapaba a Villa. Mandó decir a Ángeles con el emisario: “que me dan muchas ganas de fusilar al general Madero por haber desviado la orden que se le encomendó, pero no lo hago porque es hermano del señor Madero, pero… -y al decir esto se atusaba su hirsuto bigote con el reverso de la mano- voy a ordenarle que deje esas fuerzas en manos de Máximo García, y don Emilio que se vaya pa’ su tierra, mejor a sembrar algodón…”. (Sara Aguilar Belden de Garza, op. cit., p. 351).