Miércoles 10 de agosto de 2016
Al compás de las luchas de movimientos y organizaciones sociales claramente antineoliberales, fueron emergiendo los gobiernos progresistas, los cuales parecían abrir a la posibilidad de concretar algunas demandas de cambio e impulsar una articulación diferente entre Economía y Política, entre Movimientos sociales y Estado y, en algunos casos, entre Sociedad y Naturaleza. No pocos autores escribieron con optimismo acerca del “posneoliberalismo”, “el giro a la izquierda”, o hablaron incluso de una “nueva izquierda latinoamericana”. Lo que primó fue la denominación genérica de “progresismo” –que tradicionalmente evoca una noción de progreso y de socialdemocracia- para designar a estos nuevos gobiernos, abarcando así corrientes ideológicas y perspectivas políticas diversas, desde aquellas de inspiración más institucionalista, pasando por el desarrollismo más clásico, hasta experiencias políticas más radicales, de tinte plebeyo y nacional-popular o que terminaron declarándose socialistas [1].
El progresismo latinoamericano llevaba una agenda similar, entre ellos, el cuestionamiento del neoliberalismo, una política económica con algunos rasgos de heterodoxia, la intervención estatal como factor de regulación económica y social, la preocupación o prioridad por la justicia social, la lucha contra la pobreza y una vocación regional y latinoamericanista. Aún cuando los gobiernos de cada país tenían rasgos específicos y concretos diferentes, muy acordes a sus respectivas tradiciones y trayectorias políticas, también existían en el origen y fueron aflorando con el tiempo fuertes trazos comunes que combinaban elementos populistas, cesaristas y transformistas. El regreso del formato populista (de alta intensidad) se evidenciaría en la construcción de un determinado tipo de hegemonía, a través de la oposición y, al mismo tiempo, de la absorción y la negación de elementos propios de otras matrices contestatarias -la narrativa indígena-campesina, diversas izquierdas clásicas o tradicionales, las nuevas izquierdas autonómicas- las cuales habrían tenido un rol importante en los inicios del cambio de época [2]. En cuanto a los rasgos transformistas se caracterizaron por la incorporación/asimilación de organizaciones e intelectuales de los grupos subalternos al aparato estatal y gubernamental [3]. Bajo modalidades diferentes, el elemento transversal es que estas tendencias han reafirmado un proceso controlado desde arriba, donde la modificación del sistema de dominación no se traduce en un cambio en la composición del bloque dominante [4]. En ese marco, se fue operando una reducción del vínculo político en el cual, como afirma Schavelzon (2016) [5] los líderes o conductores aparecen como aquellos que “dieron” cosas al pueblo, mientras que los grupos políticos oficialistas y funcionarios se ven a sí mismo como “soldados”.
Dichos formatos son variantes de lo que Gramsci denominaba revolución pasiva, caracterizadas y atravesadas por fenómenos de cesarismo progresivo y transformismo, orientados a promover una modernización conservadora y, al mismo tiempo, desmovilizar y subalternizar a los actores que habían sido protagonistas del ciclo de lucha anterior, incorporando parte de sus demandas y asimilando parte de sus grupos dirigentes [6].
En el marco de esta caracterización general se pueden apreciar tres órdenes de limitaciones de los progresismos realmente existentes que cuestionan su caracterización como gobiernos “posneoliberales” o de izquierda.
En primer lugar, el carácter posneoliberal y de izquierda es cuestionable en la medida en que los progresismos latinoamericanos aceptaron el proceso de globalización asimétrica y con ello las limitaciones propias de las reglas de juego; lo cual además terminó por colocar cepos a cualquier política de redistribución de la riqueza y cualquier intento de cambio de la matriz productiva. Indudablemente, la construcción de hegemonía estuvo asociada al crecimiento de la economía y la reducción de la pobreza. Por ejemplo, un informe de la CEPAL acerca de la última década daba cuenta de la caída global de la pobreza (de 44 % a 31,4 %), así como del descenso de la pobreza extrema (de 19,4 % a 12.3 %) [7]. Entre los ejes del éxito de dichos gobiernos solía citarse no sólo el aumento de salarios, sino también la expansión de una política de bonos o planes sociales (programas de transferencia condicionada), que si bien aparecían como claros herederos de los ´90 (en su carácter asistencial y compensatorio), buscaban desprenderse del enfoque focalizado típico de la era neoliberal. Sin embargo, al cierre del ciclo progresista, diferentes estudios muestran que la reducción de la pobreza no se tradujo por una disminución de las desigualdades. Así, al contrario de lo que se venía afirmando de que América Latina era la única región del mundo donde había disminuido la desigualdad, dichas investigaciones -centradas en las declaraciones fiscales de las capas más ricas de la población-, muestran que la región ha conocido una concentración mayor de la riqueza [8]. A esto hay que añadir que los diferentes progresismos sólo realizaron tímidas reformas del sistema tributario, cuando no inexistentes, aprovechando el Consenso de los Commodities (en un contexto de captación de renta extraordinaria), pero sin gravar con impuestos los intereses de los sectores más poderosos. Por último, más allá del proceso de nacionalizaciones (cuyo alcance sería necesario analizar en cada caso específico), hay que resaltar las alianzas económicas de los progresismos con las grandes corporaciones transnacionales (agronegocios, industria, sectores extractivos).
La segunda limitación que cuestiona el carácter posneoliberal y de izquierda de los progresismos es de índole ecoterritorial y reviste un carácter sistémico, pues da cuenta que éstos acentuaron la matriz productivista propia de la modernidad hegemónica, más allá de las narrativa eco-comunitaria que postulaban al inicio los gobiernos de Bolivia y Ecuador, o de las declaraciones críticas del chavismo respecto de la naturaleza rentista y extractiva de la sociedad venezolana. A su vez, la expansión del extractivismo ilustra la relación inherente entre modelos de (mal)desarrollo, cuestión ambiental y regresión de la democracia (manipulación del convenio 169 de la OIT, obstaculización de las consultas públicas, escenarios de criminalización y deterioro de derechos, en fin, represiones abiertas).
La tercera limitación es de índole político-institucional y enfatiza la concentración de poder político, la utilización clientelar del aparato del Estado, el cercenamiento del pluralismo y la intolerancia a las disidencias. Asimismo, son los movimientos sociales y las izquierdas las víctimas recurrentes del cierre de espacios políticos y de los procesos de disciplinamiento social y violación de derechos humanos. Domesticadas las formas de organización social, la ampliación de la lógica hegemónica se extendió, bajo el formato conciliador e interclasista propio de los modelos populistas progresistas de antaño, al incorporar los intereses de las clases dominantes logrando la adhesión activa o pasiva de una parte de ellas -sin que dejaran de jugar, a través de la polarización político-ideológica, en favor de las oposiciones de derecha, en vista de un retorno electoral que puntualmente ocurrió.
En la mayoría de los casos, esta práctica política hegemónica, desligada de un proyecto emancipatorio, se reveló eficaz en el medio plazo de una década. Es notable como en este lapso, al margen y por encima de los varios mandatos constitucionales, salvo parcialmente en el caso del Poder Comunal en Venezuela, quedara intacto el andamiaje estatal y partidocrático propio del (neo) liberalismo.
Notas:
[1] Nos referimos, obviamente a Chile, con los gobiernos de Patricio Lagos y Michelle Bachelet; Brasil, de Lula Da Silva y Dilma Roussef; Uruguay, de Tabaré Vázquez y Pepe Mújica; la Argentina de Néstor y Cristina Fernández de Kirchner; el Ecuador de Rafael Correa; la Bolivia de Evo Morales y la Venezuela de Hugo Chávez y recientemente, de Nicolás Maduro; Nicaragua con las presidencias de Daniel Ortega y los gobiernos del FMLN en El Salvador, en particular el de Sánchez Cerén.
[2] M. Svampa (2016), Debates Latinoamericanos. Indianismo, desarrollo, dependencia y populismo. Buenos Aires, Edhasa.
[3] M. Modonesi (2012), “Revoluciones pasivas en América Latina. Una aproximación gramsciana a la caracterización de los gobiernos progresistas de inicio de siglo” en Mabel Thwaites Rey (editora), El Estado en América Latina: continuidades y rupturas, CLACSO-ARCIS, Santiago de Chile.
[4] Para una conceptualización más general, aunque aplicada al caso de Chile, véase F.Gaudichaud (2014) “Progresismo transformista”, neoliberalismo maduro y resistencias sociales emergentes”, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=184776.
[5] Véase S. Schalvelzon (2016), “El Estado neoliberal terminó gobernando el progresismo”, entrevista de Alejandro Zegada, 12/05/2016, http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2016/05/el-estado-neoliberal-termino-gobernando.html
[6] Véase de M. Modonesi (2016), “Subalternización y revolución pasiva” en El principio antagonista. Marxismo y acción política, Itaca-UNAM, México y de M. Svampa (2013),”Populismo de clases medias y revolución pasiva”, en Ideas de Izquierda, disponible en https://issuu.com/ideasdeizquierda/docs/ideas_de_izquierda_02__2013
[7] CEPAL (2012), El Estado frente a la autonomía de las mujeres”, ONU, disponible en http://www.observatoriojusticiaygenero.gob.do/documentos/PDF/publicaciones/Lib_el_estado_frente_%20autonomia_%20Mujeres.pdf
[8] Véase el número especial de Nueva sociedad, sobre todo el artículo del economista Pierre Salama, “¿Se redujo la desigualdad en América Latina? Notas sobre una ilusión”, 2015; disponible en http://nuso.org/articulo/se-redujo-la-desigualdad-en-america-latina/. Para una discusión sobre la forma de medición y su metodología, véase M. Medeiros, P.H.G. Ferreira de Sousa y F. Avila de Castro, “Estabilidade da desigualdade de renda no Brasil, 2006-2012. Estimativa como dados do imposto de renda e pesquisas domiciliares”, Ciencia &Saude Coletiva 20 (4): 971-986.