Reseñamos Lugar seguro, la última novela de Isaac Rosa, ganadora del Premio Biblioteca Breve 2022. Una obra que, en medio del cenagal distópico nos permite empezar a pensar otros futuros.
Imagina lo siguiente: un futuro, no muy lejano, al menos no lo suficientemente lejano para que abunden los cambios tecnológicos o culturales. Imagina también una ciudad como esta, o mejor, aquí mismo o en cualquier otro sitio similar, nos vale cualquier ciudad mediana o grande, que haya sufrido en las últimas décadas una ampliación prolongada de sucesivas urbanizaciones periféricas. Aunque estamos seguros de que la novela de Isaac Rosa está ubicada en Madrid. Desde luego, la sociedad representada, y que queremos que imagines, es muy cercana a la nuestra a la actual, en su estructura y en el tiempo y desde luego parte de las contradicciones presentes en la nuestra. La duda es si es realmente peor, entonces tendríamos pleno, tres de las características básicas de cualquier distopía. Y desde luego lo parece. Han padecido “Semanas calientes”, nevadas repentinas y espectaculares, algo nos suena.
Este es el escenario en el que se inscribe Lugar seguro, la última novela de Isaac Rosa, editada por Seix Barral, que vuelve a diseccionarnos, como ya hizo con el amor en tiempo de precariedad en Feliz final (2018), el mundo del trabajo en La mano invisible (2011), la memoria, las consecuencias de la crisis y otras tantas cuestiones clave de nuestros días. En esta ocasión nos expone como sociedad inundada de incertidumbre, ante la que se abren distintas posibilidades que se resquebrajan del presente a sacudidas, pero en la que aún podemos jugar un papel.
El libro, aparecido en marzo de este año y ganador del Premio Biblioteca Breve, es tan actual que resulta incluso familiar, suscita reflexiones que fácilmente se pueden colar en conversaciones habituales -algo que también ocurría con su última recopilación de relatos, Tiza roja-, sin perder el punto ácido que la hace tan divertida, entretenida, e incluso fácil, aunque algunas de las preguntas que nos lanza no sean en absoluto sencillas.
Vamos a pasar tan solo 24 horas en este futuro próximo y las vamos a vivir a través de los ojos de un personaje, no sabemos si simpático o insoportable, pero desde luego cínico. Segismundo García, el segundo de la familia, está tan enfadado como cabría esperar de un hijo de nuestra época, y decimos hijo, con la “o” bien marcada, porque no es solo hijo del neoliberalismo en quiebra, sino del patriarcado, y lleva a cuestas la masculinidad de quien se relaciona con su padre y con su hijo casi en clave empresarial, como ha dicho el autor en alguna entrevista. Casi una versión a la española del estudio que Michael Kimmel desarrolló en los Estados Unidos y que tituló esclarecedoramente como Hombres (blancos) cabreados; “la masculinidad al final de una era”. [1]
El retrato familiar
Segismundo García es hijo, también, de otro Segismundo García, o Segismundo “El grande”, como le llamaba su antiguo socio de negocios que, al parecer, le traicionó, provocando su caída desde tan alto… en fin, desde tan alto como había alcanzado tras años de ascenso(r) social. Y es precisamente a este padre, artífice del ascenso y posterior caída familiar, al que se dirige nuestro protagonista durante todo el relato de un largo día. Comenzamos con varias visitas domiciliarias de carácter comercial para vender su idea de negocio con la que, esta vez sí, va a salir del hoyo, interrumpidas por la búsqueda del patriarca, ahora demenciado y perdido por la ciudad. O tal vez no.
Sus ojos, como decíamos, imbuyen al relato del cinismo de quien ha sido defraudado por unas promesas de ascenso social no cumplidas. Se cree más listo que la mayoría y aún se resiste a romper con el modelo que no tiene nada que ofrecerle, escéptico ante cualquier otra alternativa. Es este tono profundamente crítico el que a veces nos desespera y con el que por momentos nos podemos sentir identificados, que genera cierta simpatía fugaz pero también, una distancia permanente que ofrece a los lectores un espacio para sus reflexiones, interpretaciones y lecturas. Un efecto de distanciamiento, si queremos acudir a nuestro querido Brecht, que aquí nos permite la crítica, la sospecha y la contrapropuesta.
De ascensores sociales, clase “media” y aspiraciones low cost
Decíamos que la novela plantea cuestiones complejas y de nuestro tiempo, veamos algunas de las que nos han resultado más sugerentes.
Una de las más evidentes es la idea del ascensor social. La promesa de mejora de la situación económica y de estatus, a través del esfuerzo y el desarrollo de las capacidades personales. Ya sabemos, la cultura del esfuerzo, puedes conseguir lo que te propongas y toda esa retahíla de sandeces. El caso es que hubo una época en la que el espejismo parecía muy real para un sector que a menudo se ha querido llamar clase media, los García del mundo. Según nos muestra Isaac Rosa, unos aspiraban a subirse en ese ascensor a base de grandes ideas de negocios, otros aspiraban a acceder a productos antes reservados para una élite ahora a precios accesibles (por baratos -low cost- o mediante préstamos bancarios, añadiríamos).
Los Segismundo García eran de los primeros, los segundos serían los pardillos target de sus negocios. Un esquema social que César Rendueles define en estos términos:
El hedonismo se había convertido en un poderoso dispositivo de desproblematización política. Si uno estudiaba mucho, se quejaba poco, y sabía inglés, todo iría bien, o lo que es lo mismo, podría disponer de un amplio surtido de versiones low cost de los artículos de consumo sofisticado. Muy significativamente, el endeudamiento hipotecario se había convertido en una fuerte vía de cohesión social, en la medida en que alentaba las esperanzas individuales de movilidad social ascendente intergeneracional. [2]
Ese modelo, claro, ya está en bancarrota. Al menos en su centro de gravedad. Puede ser que el acceso a ciertos productos se haya generalizado gracias a su versión low cost, pero las sucesivas crisis han dejado claro que hasta ahí hemos llegado -si es que no hay desabastecimiento por pandemia, barco varado en un estrecho, huelga, falta de trabajadores de logística que aguanten esas condiciones de trabajo de miseria, crisis, guerra o una combinación de varias-. Ahora no solo van a quedar fuera los desheredados, los que siempre estuvieron fuera, sino que esta (mal) llamada clase media no va a ascender socialmente a través del esfuerzo, e incluso “vamos a vivir peor que nuestros padres”, el eslogan de las nuevas generaciones.
La bancarrota de este modelo se expresa en el desastre anunciado de la apuesta de negocio de Segismundo el Grande, la promesa rota de las sonrisas con dientes alineados en clínicas de barrio a precios populares para todos. Sobre la posibilidad de hacer negocio con la salud dental porque algo tan básico queda fuera de la sanidad pública la dejamos para otro artículo, pero ahí está. En todo caso, un modelo de negocio fracasado que, sin embargo, Segismundo Segundo aún quiere rescatar, pero con un cambio de producto, en lugar de clínicas dentales, búnkeres. Sí. Búnkeres privados, unifamiliares o en el mejor de los casos para una pequeña comunidad. Compra tu propio búnker, te lo instalamos en el garaje, en el trastero o en esa habitación donde tienes abandonada la bici estática. Un búnker por si acaso, porque nunca se sabe, por lo que pueda pasar, que ya estamos viendo cómo vienen dadas. Un lugar seguro que vas a tener que comprar, porque no hay seguridad en el futuro ni en el trabajo, porque el Estado nos tiene abandonados (siempre que no seamos CEOs de alguna empresa del IBEX o similar), así que imagínate cuando lleguen grandes catástrofes. Al búnker. Que cuando vengan peores, los demás serán un peligro. Así que sálvese quien pueda.
Lo mejor del negocio de los búnkeres es que no necesita hacer publicidad, como le explica al del banco intentando convencerle de que le conceda un préstamo:
Escúchame bien, Roberto, es la primera buena idea que tengo en mi vida, es una gran idea, es tan magnífica que no parece mía, y te diré algo: si no lo hago yo, lo harán otros, porque la demanda existe y es enorme y no va a dejar de crecer, porque está en el espíritu de los tiempos, todo empuja a favor, mira las noticias de hoy mismo, de cualquier día, dime qué películas y series has visto en el último año, todo empuja a favor, es un producto que cuenta con la mayor campaña publicitaria que se haya visto en la historia y sin gastar un céntimo. [3]
Y es que en la novela emerge en varias ocasiones una crítica indirecta a la avalancha de distopías que, como por utilizar el término acuñado por Francisco Martorell ha llegado al punto de “distopizar” nuestra cultura, como explicábamos en un artículo anterior, cabalgando desaforadamente sobre un miedo que, despolitizado, “comporta que los conflictos y sinsabores sean vividos como contrariedades privadas que requieren soluciones privadas” y fomenta el conservadurismo de obedecer y proteger lo (poco) que nos queda, ante riesgos mayores. Parece que vienen tiempos complicados, de hecho en la novela se habla de una “Semana caliente” que ya tambaleó la sociedad. Pero sin alternativa a la vista, con miedo a perderlo todo, estos productos culturales catastrofistas que nos enseñan que ante casos extremos el hombre es un lobo para el hombre nos están pidiendo a gritos algo. ¿Qué nos organicemos para cambiar las cosas? No, que nos aislemos y protejamos lo nuestro. El búnker.
Llegado este punto nos podemos preguntar si la novela de Isaac Rosa es una distopía, el segundo de los puntos a los que queremos hacer mención. Una definición básica de la distopía pasa por tres elementos: ubicada en el futuro, establece hilos de continuidad con el presente y es peor que este. Vender búnkeres a precios populares es un negocio posible (aunque titulares como el del artículo de El Mundo del 9 de abril “¿Compraría usted un búnker? El miedo dispara la oferta de refugios” nos acercan bastante a ese escenario). Pero no, la novela se niega a ser una distopía. No solo con esta crítica al cariz conservador y desesperanzados que ha tomado hoy un género que otrora fue disruptivo y crítico, sino que ofrece una salida, una esperanza. No queda exenta de contradicciones, límites y problemáticas, pero es una alternativa.
De huertos urbanos, comedores populares y espacios autogestionados
Los “ecomunales”, o como los llama con sorna nuestro protagonista, “los botijeros”, son un proyecto colectivo que se organiza bajo el lema “Pinta tu aldea y pintarás el mundo. Cambia tu barrio y cambiarás el mundo”, escrito en muros de barrios populares, que consiguen subvenciones de ayuntamientos y se autoorganizan para gestionar comedores sociales, ofrecer cuidados a los que los necesitan (porque aún no pueden o porque ya no): parques de invierno, casas de cuidados, talleres, cosotecas, economatos comunitarios con productos de cercanía, coordinadores y asambleas. Cuidarnos juntas, en comunidad. Para Segismundo el invento está entre el “parque temático” y el “campo de concentración”. [4] Le parece un fracaso anunciado, algo típico del buenismo progresista y en un perfecto alineamiento con el argumentario reaccionario. Una postura que, siguiendo la propuesta de Albert O. Hirschman, podríamos identificar con el argumento de la futilidad:
Todo intento de cambio es fallido, que de una u otra manera cualquier cambio pretendido es, fue o será una gran superficialidad, una fachada, algo cosmético y, por lo tanto, ilusorio, dado que las estructuras «profundas» de la sociedad permanecerán totalmente intactas. Llamaré a este argumento «tesis de la futilidad». [5]
Un diagnóstico que, lejos de problematizar los posibles fallos de cada intento, y veremos que aquí puede haber unos cuantos, se contenta con negar la posibilidad de cambio por la mayor, conduciendo, en el mejor de los casos, al conformismo y el inmovilismo.
Pero volviendo al proyecto de los ecomunales, detengámonos un momento en esta propuesta, la tercera idea central a la que nos queremos referir. En primer lugar, es de agradecer el planteamiento de una alternativa, una, además, que parte de un esfuerzo colectivo y se construye sobre la autoorganización y el establecimiento de valores contrarios al individualismo, el consumismo y la producción desaforada y destructora del capitalismo. Nos permite imaginar formas distintas de organizar los cuidados de los más pequeños y los más mayores, nos permite imaginar la posibilidad de emplear nuestro tiempo de otras formas no dominadas hasta el último resquicio por la lógica del capital, nos permite pensar al otro igual que nosotros como aliado y no como peligro, incluso proyectar las relaciones internacionales desde el internacionalismo y no desde la globalización imperialista. Nos consuela y da una esperanza cuando afirma:
Porque no es verdad que sea tarde. No estamos abocados a un colapso, ese del que tanto hablan algunos para desmovilizarnos. Estamos a tiempo. No será fácil ni rápido, tampoco indoloro; no será una línea recta, habrá curvas y retrocesos, accidentes y decepciones, fracasos y renuncias, pero llegaremos. Lo conseguiremos. El futuro. [6]
Y es cierto, aún no nos han robado el futuro, no del todo, por mucho que se empeñen. Y esto es algo que tenemos que recordar, recuperar la capacidad de imaginar un futuro, y así organizarnos para transformarlo.
Pero el planteamiento de los ecomunales tiene varias contradicciones, que la distancia cínica de Segismundo nos da espacio para pensar, y que no podemos dejar de problematizar si queremos plantear proyectos transformadores aquí y ahora.
La burbuja y la aguja
Rendueles, en el mismo texto que hemos citado más arriba, plantea lo siguiente con respecto a las intervenciones comunitarias:
El desmoronamiento del proyecto neoliberal ha hecho que las élites económicas se muestren cada vez más interesadas en recomponer la urdimbre social dañada por el mercado en unos términos que les resulten convenientes. Con el objetivo, primero, de disponer de un mecanismo espontáneo de contención de las dinámicas políticas que amenazan su posición y, segundo, de inyectar una vigorosa dosis de esteroides sociales a un ciclo de acumulación manifiestamente deteriorado con la esperanza de aplazar su descomposición definitiva. [7]
Parece que realizar este tipo de labores que el Estado nunca tomó o ha dejado de tomar en estos años de desmoronamiento puede convertirse en un modo de tapar sus fallas (recordemos a Ayuso y Almeida aplaudiendo la autogestión ciudadana quitando la nieve de las calles en pleno temporal Filomena). No se trata de un “cuando peor, mejor”, desde luego, pero si la construcción de guarderías comunitarias gestionadas con el tiempo que los padres le roban al reloj después de largas jornadas de trabajo, apenas consiguiendo pequeñas subvenciones de los Ayuntamientos, pasan a sustituir el señalamiento a la ausencia de guarderías públicas y la exigencia o la lucha por las mismas, empieza a ser un problema. Sería diferente, imaginemos, si arrancásemos al Estado mediante la lucha que estos espacios se pagaran con dinero público que venga de impuestos a las grandes empresas -que de hecho se lucran con un trabajo reproductivo que nunca pagan y sostenido sobre todo por mujeres-, y que los padres tengan acceso a bajas con sueldo y reducciones horarias pagadas por las empresas.
Las propuestas “comunitarias” pueden ser vendas con las que tapar agujeros que nunca paran de generarse, o pueden ser una herramienta que apunte directamente al corazón del sistema y además capaz de mostrar la capacidad de los productores de gestionarlo todo, y mejor que los patrones. Puestos a imaginar, imaginemos que estos ecomunales empiezan a denunciar de forma directa al sistema capitalista que genera las relaciones sociales que quieren y están empezando a romper, que apuntan directamente contra ese sistema y, sobre todo, que se preparan para resistir y avanzar cuando los privilegiados respondan. Porque una alternativa de este tipo que genera burbujas dentro de regímenes capitalistas no podría avanzar sin resistencia y sin entrar en contradicción con el mismo hasta, por acumulación sucesiva, acabar con el capitalismo e instaurar otra cosa.
Y es que la resistencia del capital sería furibunda si el desafío fuera tan grande, más que las “decepciones y renuncias” de las que hablaba un personaje debería preocuparles la represión de un sistema implacable ante cualquier cuestionamiento. La lista de ejemplos históricos es larga.
Pero esta novela es generosa, al acabarla nos regala el ánimo de comenzar a imaginar. Imaginar un nuevo sentido común, la posibilidad de otra gestión social, por momentos casi socialista, de que las sacudidas sociales nos lleven a un lugar mejor, en colectivo. Donde Imaginar utopías. Imaginar que no son cuentos de hadas. Imaginar los caminos para alcanzarlas. Imaginarnos trazando mapas y rutas desde el ahora hasta el mañana.
Desde donde no conformarnos con las migajas, de presionar a los que mandan a ver si hoy ceden -y cada vez menos- lo que mañana nos quitan. Vayamos un paso más allá e imaginemos la posibilidad de imponer esa otra gestión, esa otra vida, esa otra sociedad, de hacerla real. Imaginemos una estrategia para vencer. Pero eso, claro, es otra novela.
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