La enseñanza en la Comunidad de Madrid no dista de la del resto del Estado Español en cuanto a su mercantilización y desmantelamiento por parte de los gobiernos para favorecer las empresas. Sin embargo, un análisis concreto de la enseñanza pública madrileña puede arrojar luz sobre esta tendencia, ya que presenta una versión descarnada y profundamente derechista; así como ayudar a pensar un horizonte de lucha para combatirla.
Lunes 20 de enero
La educación ha sido siempre un terreno en disputa que se da en distintos niveles: modelos pedagógicos, a debates más explícitos e institucionales entre las distintas tendencias de la burguesía y cada gobierno, hasta la naturaleza política de la escuela misma.
Uno de tantos puntos en común entre el gobierno autonómico de Ayuso y el central de Sánchez, son sus políticas de mercantilización de la enseñanza pública (algo que lo mismo puede decirse respeto a sus predecesores, pues es algo inherente al sistema capitalista). De hecho, contra quienes piensan que todo el problema educativo madrileño es cosa del ayusismo, cabe recordar que el grueso de las leyes educativas han sido proyectos del PSOE en connivencia con las burocracias sindicales y la derecha (que, si acaso, alzaba la voz por cuestiones ideológicas oportunistamente, pero nunca hacía una crítica radical del modelo educativo).
Testigo son las luchas en los centros de estudio: las más grandes huelgas educativas fueron, precisamente, contra el PSOE de González a finales de los ochenta y a principios de los noventa. Lo que marca la enseñanza de Madrid, en último término, es una concreción paroxística de las políticas nacionales, sin ser diferente en lo estructural a la de ninguna otra región.
Hablar de mercantilización educativa es hablar de la escuela privada y, sobre todo, la concertada, introducida por el PSOE a través de la LODE (1985), y mantenida desde entonces. Junto con Euskadi y Navarra, Madrid se volvió en este tiempo una mina natural para las empresas educativas. Sólo Madrid tiene un 51% de alumnos matriculados en institutos y colegios privados y concertados.
En secundaria, los centros privados y concertados suponen un 42% del total1, llevándose el 20,6% de los presupuestos de manera directa (sin contar becas y ayudas). En Formación Profesional estas cifras son mayores: el desplazamiento de alumnos a la privada y concertada es mucho mayor según CCOO: un 52% no han conseguido optar a una plaza pública. En cuanto a centros: el 56,3% de centros que ofertan grado medio son privados-concertados, y que oferten grado superior el 67,6%.
Esta tendencia es reforzada desde gobiernos centrales y autonómicos de distinto color. Algunas veces, esta mercantilización es más directa, y se basa en privatizaciones o concesiones descaradas a las empresas. Ejemplo son las trasferencias de terreno público realizadas por Ayuso para que se abran centros privados o concertados (como el caso de Valdebebas en 2023), la derivación de alumnos de las escuelas infantiles a colegios tras la eliminación de ciclos, o los cheques de ayuda y becas que se da para el servicio de comedor o para financiar estudios (como las aprobadas para familias que ganan más de 100.000 euros).
El papel de estas medidas es que la afluencia de alumnos a estos centros no cese para que puedan seguir exprimiendo a las familias o, en su defecto, al Estado a través de becas y cheques. Ante la falta de plazas, el estado de las escuelas públicas u otras medidas disuasorias, se derivan los alumnos a estos centros, muchas veces suponiendo un endeudamiento y sobreexplotación de las familias más humildes.
Esto provoca una evidente segregación entre el alumnado: los más vulnerables y con dificultades en el aprendizaje se dejan para la pública y se fomenta el prestigio de la concertada, donde los programas y modelo educativo están marcados por esta mercantilización y por la ideología más casposa y tradicional (el 60% de los centros concertados en Madrid son propiedad de la Iglesia).
Este aumento de la concertada-privada y los porcentajes pueden ser mayores, pues hay formas de privatización que no consisten sólo en estos favores directos. Muchos centros tienen servicios externalizados (como la limpieza o, como ahora pretenden generalizar, enfermería) y esta injerencia no es contemplada en estos cómputos.
Habría, incluso, que considerar toda la enseñanza subsidiaria a la pública (academias, profesores de apoyo, monitores etc.) cuya contratación se da a través de empresas. La «mercantilización de la enseñanza», por tanto, no se limita crear espacios para las empresas, sino que deben considerarse todas aquellas intromisiones más «indirectas» que privatizan servicios dentro del espacio público.
En Madrid hay dos ejemplos de esta injerencia que en el último curso han sido muy evidentes. Por un lado, el curso pasado explotó un proceso de lucha de los estudiantes de FPs por las plazas arrebatadas a la pública para concederlas a las privadas.
Esto no es nuevo: las empresas han buitreado la FP como ningún otro sector, marcando los programas, recibiendo dinero por alumno para darles plaza de prácticas, explotándolos como a trabajadores cualificados con salarios miserables y condicionando a través de las prácticas su titulación. Esta dependencia ha alcanzado su cénit con la nueva ley de FPs del gobierno de Sánchez que extiende la FP Dual Intensiva, que permite a las empresas impartir contenidos.
Aunque esto es una tónica general en el Estado, en el caso de Madrid ha sido especialmente sangrante en el contexto de un desmantelamiento continuo de las FPs públicas. Esto lo expresa el número de alumnos obligados a ir a la privada, que ha aumentado un 460% en la última década, o el hecho de que la inyección de 6.000 millones para enseñanza en 2020 haya ido a parar, según el sindicato CGT, ha ido en la última década a las FPs privadas).
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El otro caso que ha sonado últimamente es el de MUFACE, el sistema de sanidad privada para funcionarios que cuesta millones al Estado y que, en el último tiempo, ha demostrado servir sólo para seguir derivando fondos públicos a empresas. Frente al colapso de la sanidad pública (orquestado por los mismos que desmantelan la enseñanza, la apuesta de las políticas del gobierno central y autonómico es sostener un servicio privado para el funcionariado; un servicio que ha demostrado en el último tiempo no ser rentable y necesitar cada vez mayores inyecciones de dinero para ser sostenido.
Que se siga manteniendo a costa del empeoramiento de los centros sanitarios y educativos es muestra suficiente del pernicioso efecto que pueden tener las empresas. No obstante, hay formas más sutiles en que las empresas intervienen en la enseñanza pública.
Existen acuerdos para suministro de material escolar (como el Acuerdo Marco, con el que empresas dotarán de materiales y que costará más de 143 millones), o programas específicos, como Escuela 4.0., en el que empresas tecnológicas pondrán materiales para la educación en robótica e informática. Tal es el caso también de las formaciones específicas (sobre todo para el profesorado) o concursos (como la Liga LEGO), a partir de los cuales los centros son financiados y condicionados por empresas para impartir ciertos programas o enfocar su enseñanza en un derrotero académico específico. Estas maniobras dan tanto ganancias como influencia en los centros, adaptándolos a las necesidades del mundo laboral.
Esta incursión empresarial sería innocua si no fuera porque la enseñanza pública debe ser degradada para garantizar su negocio. De ahí que la influencia de esta mercantilización se exprese en una pauperización de las condiciones laborales, en la calidad educativa y en el recorrido académico de los estudiantes.
Docentes y trabajadores: colapso y precariedad
Como en una fábrica, la escuela gestionada en un marco capitalista favorece la división y jerarquización de los trabajadores. Una gran parte del trabajo que soporta la labor educativa de los docentes es hecha por trabajadores externalizados: monitores de comedor, de extraescolares, limpiadoras, etc., servicios externalizados pese a ser esenciales, como bien demostró la pandemia.
Estos trabajadores son los más precarios dentro de los centros: carecen de estabilidad laboral, sus contratos son en su mayoría temporales y se prescinde de ellos en periodos de vacaciones, sus salarios son inferiores y son sobreexplotados por las empresas contratantes, las mismas que se nutre de contratos millonarios que concede la Consejería de Educación.
Muchos de estos trabajadores, a pesar de tener una labor educativa directa (pensemos en los monitores de comedor o de extraescolares), tampoco son tenidos en cuenta en los programas pedagógicos y son excluidos de los órganos de decisión del centro, siendo menos que educadores de segunda para la administración pública.
Misma incertidumbre sufren también conserjes, administrativos, auxiliares y otro personal funcionario que permite el funcionamiento del centro. Estos trabajadores son igualmente precarizados año tras año, como demuestra el último convenio. En él se refuerza la interinidad y la rotación laboral. Muchas plazas no se cubren y los trabajadores son mandados al paro a pesar de tener trienios a sus espaldas, con la inteción de que sean contratados por vía privada (como ha propuesto la Comunidad de Madrid para las enfermeras). Es este un modelo de temporización que impide e invalida los méritos para la estabilización de la plantilla y que sólo favorece a las empresas.
Mención especial del convenio es la clausula, firmada por los sindicatos negociadores (CCOO, UGT, CSIF y CSIT) que, pese a este atropello, se comprometen a no levantar ningún tipo de protesta para modificar en lo más mínimo el convenio. Toda una declaración de intenciones de las direcciones sindicales, que una vez demuestran que están dispuestas a conciliar con los mismos que desmantelan lo público, que aceptan cualquier ataque a los derechos de los trabajadores, incluso a uno tan básico como es el derecho a protestar por la mejora de sus condiciones laborales.3
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Ahora bien, incluso tomando aquellos trabajadores mejor ubicados, los docentes, la situación dista de ser mínimamente aceptable. Entre ellos también hay una perversa división: las condiciones laborales son dispares para una docente de infantil y otra de secundaria, incluso dentro del propio centro hay departamentos más maltratados que otros.
Esta diferencia no sólo es salarial o de carga laboral (infantil y primaria cobran sustancialmente menos que secundaria, sus horarios están más saturados y las ratios elevadas se sufren de una manera más cruda), sino incluso de derechos básicos. Las últimas huelgas de Madrid demostraron que es prácticamente imposible para una docente de infantil hacer huelga, dados los servicios mínimos, la externalización de la plantilla y las ratios elevadas.
Ahora bien, incluso ignorando las particularidades de cada cuerpo y etapa, sus condiciones laborales se han precarizado durante décadas, hasta el punto de que no compensa el trabajo por el salario que se recibe. Dado el problema de habitabilidad que tiene Madrid, el problema de la vivienda, la subida de precios, etc. los docentes madrileños, aunque no suelen estar entre los peor pagados, tienen el poder adquisitivo más reducido del Estado (han perdido un 20% de poder adquisitivo desde 2010, y sólo en el último año, ha bajado un 5,1%). Esto, no obstante, contrasta con su carga de trabajo.
Hay elementos comunes al resto de docentes del Estado. En Madrid también se sufren las clases sobresaturadas y las ratios elevadas y abusivas, que sobrepasan los límites establecidos y siguen en aumento (en la última década, la ratio alumno/docente ha pasado de 13.87 a 14.63). Incluso la reducción de ratios planificada que aprobó el gobierno de Ayuso está llena de excepcionalidades y no se acompaña con más espacio y personal, sino que es una simple expulsión de alumnos y eliminación de plazas.
Estas ratios no tienen que ver sólo con el cierre de espacios (como en el caso de las escuelas infantiles) o con el aumento del alumnado en la pública (que, aunque ha aumentado en cifras, no en proporción, ya que se han eliminado más de 2.700 plazas, sobre todo en primaria e infantil).
También tienen que ver con la falta de personal que hay en los centros. Obviando la falta de espacio y que ello requeriría una bajada de ratios, se estima que harían falta más de 10.000 docentes para que las plantillas estuviesen tan nutridas como antes de la pandemia. A pesar de ello, Madrid todavía mantiene casi un 21% de tasa de interinidad entre los docentes, que, aunque ligeramente inferior a la media nacional, supone una clara precarización las condiciones laborales de los docentes.
A pesar del empeño de la LOMLOE o decretos como la Ley Maestra en Madrid, resulta prácticamente imposible atender individualmente a los alumnos; mucho menos a aquellos que tienen necesidades especiales. Si a esto se suma el sistema de competencia entre los centros para tratar de llevarse al mejor alumnado, la segregación consecuente de esta disputa, y la infrafinanciación en los barrios populares, es fácil comprender que, la docencia, y más en los centros de «difícil desempeño» se vea reducida a pura supervivencia, tanto para el docente como para el estudiante.
A esta carga de trabajo se añade toda la burocracia que los docentes deben hacer de cara a los padres y la administración. Además de todo lo relacionado con la tarea propiamente docente (preparar clases, darlas, realizar seguimientos, procesos de evaluación, corrección o innovación profesional), deben realizarse multitud de labores burocráticas: informes por alumno, valoración individualizada de cada una de las competencias, informes de departamentos y reuniones, planificaciones específicas de cada adaptación para los alumnos con dificultades, repetidores o necesidades especiales, protocolos de suicidio...
Estas tareas poco a poco se han ido volcando sobre las espaldas de los docentes, sin reducir la carga lectiva o laboral de ninguna manera. Arreglar esta documentación, si contabilizamos las horas no lectivas, sobrepasa notablemente el tiempo estimado para su realización. Los docentes están entre los trabajadores que más horas extra sin remunerar se ven obligados a realizar, entre 10 y 20 horas a la semana, y mucho tiene que ver la burocracia que se añade a la ya demasiado normalizada carga de trabajo pedagógica.
A este respecto, Madrid es la que más horas lectivas tiene estipuladas (es decir, que tiene menos horas remuneradas enfocadas a estas labores que se hacen entre bambalinas). Las horas lectivas, aumentadas «excepcionalmente» en 2011 en el contexto de recesión económica, no se han reducido, como sí ha ocurrido en el resto del Estado. Más horas lectivas implica que se da a más grupos, se tienen más alumnos y, por ende, más carga de trabajo.
Esto no sólo afecta a quien trabaja, sino también impide que otros accedan al trabajo y las horas sean repartidas de forma más coherente y en pos de la calidad de la enseñanza. El aumento de horas lectivas supuso el despido de miles de docentes, y aun hoy se calcula que, de ser reducidas a los estándares previos al a crisis (18 en secundaria y FP, y 20 en primaria e infantil) deberían contratarse a más de 5.500 docentes (menos de la necesidad de contratación que tiene la comunidad).
En resumen, estamos ante un cuerpo docente colapsado por la carga laboral, atomizado en centros y zonas, mal pagado… una situación que penetra en el docente, lo destroza, lo aísla y encadena a un trabajo psicológicamente asfixiante y frustrante, donde la tan apelada vocación es la excusa para reventar hasta la extenuación.
Hay que tener en cuenta que, según estudios de CCOO y UGT, el 80% de los docentes padecen ansiedad y acaban el curso con una quemazón que roza lo patológico, y dos de cada tres sufren o han sufrido depresión como diagnóstico clínico. Una imagen que se contrarresta con un bombardeo ideológico, que desdibuja la labor del docente y lo hace ser percibido como un privilegiado y un vago, algo que queda un poco grande si pensamos que la comparativa se hace con los sectores más ultraexplotados de la sociedad.
Estudiantes: mano de obra al borde del suicidio
Bajo todas estas capas de desmantelamiento de lo público, de sobreexplotación, está el auténtico objeto de la enseñanza, la materia prima que debe cobrar la forma de un ejército de trabajadores más o menos cualificados para un mercado laboral cada vez más competitivo: los estudiantes. El exceso de carga laboral del docente se suma a planes de estudio casposos que se promueven en la comunidad de Madrid, y que sólo tienen por objetivo tener al estudiantado dócil, con la frente en el pupitre, perdiendo su personalidad al tiempo que gana competencias para el mundo laboral.
Ahora bien, si en el caso de los docentes la sobreexplotación es la expresión de esta mercantilización, en el caso de los estudiantes la clave de bóveda es la segregación. La separación y reubicación de alumnos, tanto entre centros como dentro del mismo, es el mecanismo esencial para nutrir los centros privados y concertados, al tiempo que sirve de vigilancia y sometimiento a los alumnos dentro del centro, orientándolos en aquellos derroteros académicos adecuados para el mercado laboral.
En el caso de Madrid, la segregación constituye la piedra angular de su sistema educativo: es la región que más segrega a sus alumnos en toda Europa, y se estima que habría que reubicar a más del 41% del alumnado para eliminar los perjuicios derivados de ella.
Un primer momento de esta segregación es la derivación a centros privados. La odisea del estudiante comienza antes de entrar al centro de estudio: cuanto más humilde sea su origen, más deberá luchar por una plaza y sacrificar su juventud para estudiar la carrera y aspirar (sólo eso) a un puesto de trabajo afín. Sólo en FP se quedaron 48.255 alumnos sin poder acceder a la pública.5 En infantil, donde más necesidad hay de plazas, en 2024 había una carencia de 11.400 plazas.6 Sin plaza y con necesidad de título, la solución sólo puede ser la privada o concertada. Además de nutrir de un constante aluvión de alumnos a las empresas, el gobierno de Madrid favorece esta decisión a través de cheques y ayudas que desembocan en la privada.
A esta maniobra hay que añadir la competencia entre los centros, tanto entre los públicos como estos con los privados. Los alumnos son valorados según la ponderación académica, se desarrollan programas elitistas (como el famoso bilingüismo en Madrid o el bachillerato de excelencia) que fuerzan a reubicar a los estudiantes, se derivan a los centros menos solicitados a aquellos alumnos con dificultades e incorporación tardía, o se promocionan centros privados de metodologías neoliberales alternativas con apariencia de progresismo.
Las pedagogías alternativas, los programas de excelencia o la misma prueba de acceso a la universidad son métodos para segregar y definir el derrotero del alumnado en función de las necesidades del mercado. Lo que se disfraza como un premio al mérito, en el fondo es un aliento para aquellos estudiantes con mejores condiciones sociales, con mayor acceso a la cultura o de una clase trabajadora con más recursos.
En el caso de la EVAU es especialmente frustrante: los alumnos ponen en juego su salud mental durante dos años, con la esperanza de tener plaza con beca en una universidad pública, mientras que aquellos que vienen de la privada lo hacen con notas puestas a golpe de talonario, sin ningún tipo de miedo de no poder acceder a la carrera que quieran.
Esto, en un contexto de ratios elevadas, de precariedad laboral, de centros en muchos casos inhabitables (no son pocos los centros que no tienen calefacción o rebasan las temperaturas humanamente soportables en cuanto llega el verano), da como resultado una red de centros que funcionan como una inmensa criba: el alumnado más pudiente y brillante es derivado a la enseñanza privada y a los públicos más dotados o con programas de excelencia.
Inmigrantes, niños en riesgo de exclusión, alumnos de familia de escasos recursos y todo aquel que tenga una problemática particular que requiera una inversión especial, son hacinados en centros ubicados en los barrios más humildes, centros de «difícil desempeño». ¿Su aspiración? Desgañitarse por salir a flote, dejar su vida de lado por los estudios (un entrenamiento para cuando deban hacerlo por el trabajo) o recibir la formación justa para poder reproducir la mano de obra que son sus padres.
Los planes de estudio son expresión de las necesidades del mercado: las ciencias y tecnologías son más cotizadas que las humanidades, y desde luego la única iniciativa que se fomenta en los alumnos es para destacar a líderes y emprendedores. De ahí que los programas bilingües y tecnológicos se lleven a cabo en centros donde el estudiantado es «mejor», repudiando aquellos centros con estudiantes más humildes y diversos.
Los programas son la concreción de una ideología que permea la escuela en distintos aspectos, el más destacado es la reproducción de la violencia y las opresiones que se dan en la sociedad, que han cobrado mayor impacto en un contexto de ascenso de la extrema derecha (algo que también fomenta, sobre todo, la Comunidad de Madrid mediante un programa ideológico de exaltación lo nacional y de los valores tradicionales y católicos).
Es en los centros públicos, y entre estos los de más difícil desempeño, donde se dan los peores casos de acoso y bullying. No obstante, el seguimiento de este acoso es difícil dada la poca transparencia de la Comunidad de Madrid y la inacción desde los centros. Si se toma sólo uno de los colectivos, el de personas LGTBI+, una de cada cuatro personas asegura haber sufrido acoso en su época escolar. Sin embargo, el 70% de los centros no hacen nada para evitar el acoso de modo que queda invisibilizado.
Esta omisión tiene mucho que ver el sistema de competencia de centro (debe conservarse el prestigio para recibir el mejor alumnado) y con que muchos docentes se niegan a hacerlo, ya sea porque están ya de base sobresaturados como para tomar la tarea, lo más habitual, porque ignoran la situación específica de estos alumnos, voluntariamente o no.
La situación de los estudiantes lo revelan también los estudios sobre su salud mental. Según el Consejo General de Psicología, el 20% de los alumnos presentan claros síntomas de estrés y ansiedad. Esto es el pan de cada día de quien está en un centro de estudio, aunque no sea fácil explicitarlo ni detectarlo: se tiene normalizado el lamentable estado mental de los estudiantes y, las más de las veces, no se hace un seguimiento de los sus padecimientos psíquicos.
Esta tristeza y depresión se agrava y oculta ante los recortes en enseñanza. Uno de los que más afecta al alumnado es la ausencia de orientadores, pedagogos terapéuticos (PT) o aulas y recursos adaptados a los alumnos con necesidades especiales. Aunque la Confederación de Organizaciones de Psicopedagogía y Orientación de España (COPOE) recomienda que debe haber un orientador por cada 250 alumnos, la realidad en muchos centros es que esta cifra se triplica (además de que en un centro de «difícil desempeño» este mínimo no deja de ser insostenible).
Este primer artículo pretende ser un bosquejo del panorama educativo madrileño, poniendo la mercantilización como un marco general para luego ser concreto en sus efectos laborales y educativos. En un segundo artículo, a partir de lo aquí expuesto, daremos cuenta del desarrollo de la lucha en el ámbito educativo, esbozando algunas propuestas clave de cara a la acción política desde los centros de estudio.