La visita de Margaret Atwood causa furor. ¿Quién es el dueño del cuerpo de las mujeres cuando se les niega el derecho elemental de decidir? ¿Cuánto se parece Argentina a la ficticia Gilead?
Celeste Murillo @rompe_teclas
Martes 12 de diciembre de 2017 13:44
La escritora canadiense Margaret Atwood visitó nuestro país y pasó por la Biblioteca Nacional, donde ofreció una conferencia sobre sus métodos creativos y el impacto de su obra The Handmaid’s Tale (El cuento de la criada). El miércoles 13 brindará otra conferencia con el escritor Graeme Gibson, su actual pareja.
Su visita a la Argentina se da cuando dos de sus novelas más aclamadas, El cuento de la criada y Alias Grace, fueron transformadas en series exitosas, la primera en Hulu en 2016 y la segunda en Netflix en 2017. Aunque su trayectoria se remonta varias décadas atrás, su trabajo tuvo una proyección a escala planetaria con la exitosa adaptación de su libro de 1985 The Handmaid’s Tale como serie.
El impacto fue tan fuerte en Estados Unidos, que varias protestas adoptaron la vestimenta y algunas consignas de las “criadas” de la serie para protestar contra las amenazas de Donald Trump contra los derechos de las mujeres, bajo ataque desde hace años en varios estados (gobernados por republicanos y demócratas). Lo que parecía inverosímil cuando Atwood creó la Nación Gilead, donde las mujeres no tenían derechos y un gobierno autoritario asumía el poder, cobró una vigencia aterradora.
Aunque la referencia esté ausente de casi todas las entrevistas a la escritora, en Argentina la realidad no es tan distinta. Tipificado como un crimen en el Código Penal, las mujeres no gozan del derecho elemental de decidir qué hacer con su cuerpo. Como en Gilead, las mujeres no son dueñas de su cuerpo. La consecuencia más trágica de esa negativa es el "femicidio silencioso" que significan las muertes por abortos clandestinos (aquí no hay grieta: CFK se comprometió a evitar su legalización, se negó a debatir e impidió a sus legisladores y legisladoras hacerlo; por su lado, Mauricio Macri parece no estar incómodo con esta “pesada herencia”). Pero como en la pequeña nación que soñó Atwood, las mujeres están en movimiento.
Pequeño manual subversivo para un ejército de criadas
La miniserie The Handmaid’s Tale (El cuento de la criada, en castellano), basada en el libro homónimo de la escritora canadiense Margaret Atwood, narra la historia de una sociedad en la que el gobierno totalitario ha despojado a las mujeres de todos su derechos. Una dictadura militar gobierna parte de Estados Unidos bajo los preceptos de una secta religiosa llamada “Los hijos de Jacob”.
La historia de DeFred (Elisabet Moss) y la familia de la que es propiedad transcurre en Nueva Inglaterra, la región donde se establecieron los primeros colonos británicos que fundaron la nueva Nación del Norte. La geografía no es el único guiño a esa búsqueda incesante de recrear el “destino manifiesto”, mito originario de una sociedad llamada a salvar la humanidad. La retórica y los valores de los gobernantes copian algunos gestos de los puritanos que poblaron la costa Este de Estados Unidos hace algunos cientos de años.
En un mundo arrasado por problemas ambientales, y devorado por la decadencia social, dos marcas de la barbarie capitalista de nuestra época, la humanidad se enfrenta al abismo de la tasa de natalidad negativa. La mayoría de la población es estéril, y el Estado asume la tarea de garantizar el futuro de la raza humana.
En Gilead (nuestra república ficticia) el gobierno impone su dominación mediante la represión y un sistema de espionaje gigantesco en el que miles de ojos observan a la población. Uno de los saludos frecuentes entre las personas es “Under his eye” (Bajo su mirada), algo que responde tanto al contenido fuertemente religioso de las políticas estatales como a la vigilancia constante.
No hay cuestionamiento del orden reinante o, mejor dicho, no quedan rastros de quien cuestiona al régimen. La combinación de represión, opresión y vigilancia, tiene como fundamento visible el bienestar y la seguridad común. La clase dominante asegura que debe proteger a la población para garantizar el futuro, y para esto aplica con dureza leyes y castigos. Así como castiga a las mujeres rebeldes cortándoles una mano o sacándoles un ojo, según la regla moral que hayan violado, castigan con la pena muerte a los violadores. Pero ese castigo nada tiene que ver con proteger las vidas de las mujeres, es la sola protección de lo que los Comandantes sienten suyo, su propiedad privada. Recordemos que las mujeres fértiles son el recurso más preciado de Gilead.
La sociedad está dividida en clases y un sistema de castas clasifica a las mujeres. Las únicas que todavía tienen algún vestigio de derecho son las esposas de los Comandantes, la elite de la clase dominante. El resto se divide en: las “Marthas”, encargadas de las tareas domésticas, las “Criadas”, las que tienen la capacidad de reproducir la vida y las “Tías”, que son las encargadas de educar a las criadas, mediante el disciplinamiento físico y el adoctrinamiento ideológico.
Las mujeres y las otras
Con excepción de las esposas, las mujeres no tienen nombre propio, una marca del “grado cero” de la identidad: las llaman por el nombre del varón que encabeza la familia a las que son asignadas. El único “valor” de las criadas es pertenecer a esa minoría capaz de reproducir la vida. Esto les otorga un estatus doble: adoradas y humilladas, se les garantiza la mejor alimentación y no realizan casi ningún trabajo, pero son forzadas a llevar en su vientre los hijos de los Comandantes, considerados el “futuro” de la humanidad.
Las escenas más violentas son las denominadas “ceremonias”, donde la criada es violada por el Comandante mientras la esposa de éste la sujeta de las muñecas y la mantiene retenida entre sus piernas. Esa es la forma escabrosa en la que las mujeres de la clase dominante participan de la concepción de sus hijos, y la confirmación implícita de que hay ellas y nosotras. Quizás lo más violento sea que casi no se emplea fuerza física en la violación/ceremonia; una vez derrotada y borrada la subjetividad, las criadas son simplemente incubadoras humanas. La misión de salvar la humanidad se transforma en la justificación del sometimiento y la vejación. No hay escapatoria.
Lo único que poseen las criadas es su historia, que conocemos desde el comienzo con flashbacks constantes. Así nos enteramos de que DeFred en realidad se llama June y trabajaba en una editorial, que participó junto a su marido y sus amigas de las movilizaciones contra el gobierno totalitario y hasta el último momento trató de salvar la vida de su hija. A través de su historia y la de su amiga Moira (Samira Wiley) conocemos algunos detalles de los años que precedieron a la toma del poder de “Los Hijos de Jacob”.
La “prehistoria” de Gilead es, quizás, una de las cosas más interesantes y que más repercusión ha tenido (aunque no tan explorada por la propia serie), especialmente, en Estados Unidos donde los derechos de las mujeres están en la mira. La dictadura teocrática se consolida después de una erosión gradual de los derechos de las mujeres y restricciones democráticas a la población: primero se cierran las cuentas bancarias de mujeres, después se les prohíbe trabajar, y finalmente las que pueden quedar embarazadas son literalmente cazadas.
Las traidoras del género y el inicio de la rebelión
Una de las primeras criadas con las que DeFred inicia una relación fuera de su círculo hipercontrolado es DeGlen (Alexis Bledel), una exbióloga reducida a reproductora como ella. DeGlen es una “traidora del género”, la escoria más odiada en Gilead: es lesbiana. El destino de las “traidoras” son las colonias de trabajo forzado, donde van a parar todas las que se resisten de algún modo, después de haber soportado mutilaciones y torturas.
Aunque con modos más brutales, igual que en el capitalismo, se castiga la sexualidad no reproductiva y las mujeres homosexuales se llevan la peor parte por traicionar su destino biológico de reproductoras. DeGlen, salvada por ser fértil, forma parte de una organización clandestina y es la que invita a la protagonista a sumarse a la causa. DeFred no acepta automáticamente, deberá atravesar por su propia sublevación personal para llegar a la conclusión de que es necesario destruir esa sociedad.
Los últimos capítulos de la primera temporada nos muestran los primeros pasos de la rebelión que nace de esas pequeñas sublevaciones personales y lucha por convertirse en fuerza colectiva. La represión y la vigilancia consiguen ahogar literalmente en sangre los primeros intentos, pero como en el capitalismo, la clase dominante es la que crea a su propio sepulturero.
Aunque vemos pocos avances, sabemos que algo irrefrenable está en marcha: “Es culpa de ellos. No deberían habernos puesto uniformes si no querían que fuéramos un Ejército”, dice DeFred, casi hablándonos a quienes estamos del otro lado de la pantalla. La chispa encendió la mecha y parece no haber mar lo suficientemente grande para apagarla.
La ansiedad juega en contra, habrá que esperar a 2018 para saber qué pasará con nuestras heroínas que se visten como en el siglo XVIII pero comparten el mismo deseo de libertad de las mujeres del siglo XXI.
Una pesadilla actual escrita en el pasado
The Handmaid’s Tale fue escrito por Margaret Atwood en 1985. Inspirada en libros como 1984 de George Orwell y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, pensó en escribir qué pasaría con las mujeres si un gobierno totalitario llegara al poder. Por esos años, la reacción conservadora cobraba fuerza y Ronald Reagan amenazaba el derecho al aborto legal. Los problemas abordados por la novela siempre mantuvieron vigencia, por lo que tuvo múltiples adaptaciones en cine, teatro, ópera y hoy llega a las pantallas de la mano de la productora de contenidos on demand Hulu.
Más de 30 años después, esta novela distó- pica está entre los libros de ficción más leídos en Estados Unidos. El contexto en el que el gobierno republicano de Donald Trump, muy lejos del recelo puritano de “Los Hijos de Jacob”, ataca retórica y políticamente los derechos de las mujeres, se transformó en el caldo de cultivo del éxito de la serie. Entre los millones de personas que participaron de la masiva Marcha de las Mujeres el primer día de la administración Trump y protagonizan la renovada agitación del movimiento de mujeres y LGBT encontramos a la generación que da un nuevo significado a la creación de Atwood.
El impacto llegó incluso a las protestas. El 27 de junio, mientras se trataba la reforma republicana para el plan de salud, se realizó en las afueras del Congreso una protesta de mujeres vestidas como las criadas de Gilead, en clara alusión al retroceso que representaría el desfinanciamiento de centros médicos que realizan, entre muchas otras prácticas, abortos legales. La reforma republicana, que podría dejar sin cobertura a 20 millones de personas en Estados Unidos, golpea especialmente a las mujeres que verían comprometidos sus derechos reproductivos.
Las preguntas que recorren casi todas las entrevistas a Atwood se centran en si su libro “predijo” la presidencia de Trump o, más en general, estos años donde los derechos de las mujeres están amenazados, y comparte la lectura de que la novela puede funcionar como una advertencia sobre los desarrollos posibles de una democracia cada vez más restringida y que ataca los derechos de los oprimidos. A su vez invita a un debate que también está presente en el feminismo y el movimiento de mujeres cuando se pregunta, “¿Es The Handmaid’s Tale una novela feminista? Si eso quiere decir un texto ideológico donde todas las mujeres son ángeles y/o están tan victimizadas que son incapaces de elegir, no. Si quiere decir que es una novela en la que las mujeres son seres humanos –con toda la variedad de carácter y comportamiento que implica– y también son interesantes e importantes, y que lo que les sucede es crucial para el tema, la estructura y la trama del libro, entonces sí”.
Publicada en Ideas de Izquierda 39, julio de 2017.
Celeste Murillo
Columnista de cultura y géneros en el programa de radio El Círculo Rojo.