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Red Internacional
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OPINIÓN. México: las elecciones presidenciales y la crisis del régimen político

Las tendencias de la crisis del régimen político mexicano son profundas, están puestas en juego en el actual proceso electoral y continuarán presentes.

Lunes 11 de junio de 2018

La elección del 1 de julio se acerca. Las encuestas parecen indicar que, si no media un evento catastrófico -como un fraude de proporciones históricas que nadie quiere descartar- Andrés Manuel López Obrador (AMLO) será electo presidente en la que es su tercera postulación al cargo.

Lo estarían refrendando cerca de 20 puntos de ventaja respecto a Ricardo Anaya, candidato de la coalición Por México al Frente (PRD-PAN y Movimiento Ciudadano) y una diferencia más holgada respecto al candidato del PRI, José Antonio Meade. La llamada guerra sucia arreció en los últimos días, con la reactivación de las acusaciones de corrupción contra Anaya y la campaña contra AMLO, esto mientras continúan los asesinatos de candidatos en todo el país. Entretanto las mismas cúpulas empresariales que hace una semana llamaron a votar contra aquél, se acomodan al nuevo escenario que parece avecinarse, como lo expresó la reciente reunión entre López Obrador y el Consejo Coordinador Empresarial.

En este marco convulsivo, la tercera podría ser la vencida. Si esto se confirma, será sin duda un cambio de proporciones en la situación política.

No porque el líder del MORENA postule un programa alternativo al que se llevó a la práctica en los últimos sexenios. Su campaña mostró moderación y cuidado por aparecer como una garantía para el orden imperante, tanto en el terreno de los intereses patronales nacionales, como en la relación con Estados Unidos, hoy en una fase delicada por las últimas medidas de Donald Trump y su posible salida del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

Lo será porque, detrás del fulgurante ascenso de AMLO, se encuentra la profunda crisis que sacudió al país los últimos años y que llevó a la ruptura de masas con los partidos tradicionales. Y es, a la par, el intento por encauzar el profundo descontento social que existe.

Una crisis de largo aliento

En octubre y noviembre de 2014, cientos de miles recorrían las calles del país al grito de “¡Fue el Estado!”, exigiendo la aparición con vida de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa.

Ayotzinapa, 2014

En esas movilizaciones históricas, no se podían parar ni el PRI, ni el PAN ni el PRD: responsables de las reformas estructurales, firmantes del odiado Pacto por México con Enrique Peña Nieto, y señalados por la desaparición de los 43 y de los cientos de miles de muertos bajo la ominosa “narcoguerra”.

Eran (y son) el símbolo del país de los de arriba, de los políticos al servicio de los poderosos, de la opresión imperialista. En su actuar cotidiano mostraban el desprecio de los poderosos ante los padecimientos de más de 100 millones de almas.

La noche negra de Iguala y la desaparición de los 43 marcaron un antes y un después en la historia reciente de México. Se abrió una brecha. Cimentado por años de una “transición democrática” bajo la que se avasallaron conquistas y derechos sociales, preparado por movimientos juveniles, democráticos y obreros como Oaxaca, el movimiento juvenil Yosoy132 o la resistencia docente, se abrió un verdadero cisma entre los partidos tradicionales y amplios sectores de la población trabajadora y la juventud.

Oaxaca 2006

Más allá de que ese momento concreto de movilización no se profundizó, se mantuvo la brecha y por ende la crisis de representación política. El gobierno de EPN y su partido nunca recuperaron su popularidad más allá del 20%. La centroizquierda del PRD jamás recobró legitimidad como oposición, y quedó asociada al PRI, el PAN y a la “narcopolítica”.

Acción Nacional, que representaba a las clases medias desilusionadas con el gobierno, está lejos de volver al poder y sacudida por escándalos de corrupción, empezando por el que tiñe la campaña de su conservador y reaccionario “niño maravilla”. Las divisiones y consecuencias dentro de estos partidos no se hicieron esperar y se multiplican hasta hoy; desde la ruptura de Margarita Zavala en el PAN, pasando por el éxodo masivo de perredistas al Morena, para terminar en la confrontación dentro del PRI en torno a la candidatura presidencial.

A fin de 2016, otro capítulo de esta crisis hizo irrupción.

La llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos marcó un cambio de agenda que puso en cuestión un mecanismo fundamental de la “gran empresa” neoliberal sobre la que se cimentó el régimen mexicano desde inicios de los 90: el Tratado de Libre Comercio.

Desde entonces, cientos de reuniones bilaterales no conjuraron la amenaza constante de salirse del mismo en caso de no lograr una renegociación aún más acorde a sus intereses, y para ajustar las tuercas de la subordinación económica y política.

Resistida tanto por las grandes patronales mexicanas como por las trasnacionales estadounidenses, cuya suerte está asociada a la gran cadena de valor que cruza la frontera norte y que nutre un intercambio comercial multimillonario, la agenda trumpiana tiene ahora más que nunca en vilo al TLC, en un contexto internacional signado por una situación económica internacional abierta por la gran crisis del 2008.

En los últimos 20 años, nunca estuvo tan en discusión -como se expresó agudamente en el segundo debate presidencial- la relación con los Estados Unidos. Su futuro, y en particular el de la política comercial y migratoria, abre graves interrogantes para el próximo gobierno en México, que se asentará sobre un suelo movedizo.

Entonces, desde el 2014 se manifestaron fuertes tendencias a la crisis orgánica, que se profundizaron con la llegada de Trump y sus consecuencias para la “gran empresa” neoliberal. Esta categoría, acuñada por Antonio Gramsci, define la confluencia de una crisis económica y una crisis de hegemonía y resulta útil para comprender la situación de los últimos años y su posible dinámica.

En cierto punto de su vida histórica los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales, o sea que los partidos tradicionales en aquella determinada forma organizativa, con aquellos determinados hombres que los constituyen, los representan y los dirigen no son ya reconocidos como su expresión por su clase o fracción de clase. … En cada país el proceso es distinto, si bien el contenido es el mismo. Y el contenido es la crisis de hegemonía de la clase dirigente, que se produce ya sea porque la clase dirigente ha fracasado en alguna gran empresa política para la que ha solicitado o impuesto con la fuerza el consenso de las grande masas (como la guerra) o porque vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeñoburgueses intelectuales) han pasado de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y plantean reivindicaciones que en su conjunto no orgánico constituyen una revolución. Se habla de "crisis de autoridad" y esto precisamente es la crisis de hegemonía, o crisis del Estado en su conjunto”.

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Esta crisis estructural no tuvo un correlato automático en el terreno de la lucha de clases. Las direcciones políticas y sindicales actuantes evitaron que las movilizaciones por Ayotzinapa (y otras que surgieron posteriormente) se desarrollaran y pusieran en jaque al gobierno. Pero lo que sí surgió de la crisis es un proceso de politización y de ruptura de amplios sectores de masas con los representantes políticos tradicionales de la burguesía. El actual panorama electoral es hijo de esa crisis.

El Morena, contención del descontento

En particular desde el año 2015 y ahora en la campaña presidencial, el ascenso de Morena -fundado por la principal figura del PRD hasta 2012-, captó el descontento masivo con los tres referentes históricos del régimen burgués.

Su ascenso en la ciudad de México en los años previos, en el Estado de México -tradicional bastión priista- y en Veracruz, lo anticiparon. Ahora apunta a conquistar no solo la presidencia, sino una mayoría de los puestos en disputa, incluyendo gubernaturas, alcaldías y la mayoría en la Cámara de Diputados. En los estados del norte, donde en las últimas décadas se alternaron PRI y PAN y el PRD nunca tuvo peso significativo, Morena podría obtener hasta 20 puntos de ventaja, creciendo entre las clases medias y en amplios sectores de la clase trabajadora.

Incluso allí donde Morena no ha calado hondo se siente la desilusión con los partidos del Pacto por México. En Jalisco, tercer estado del país, Movimiento Ciudadano optó no ir por la gubernatura con sus aliados nacionales (el PAN ya gobernó la entidad y carga gran descrédito) y está primero en la intención de voto. Entre los candidatos a senadores, encabeza Pedro Kumamoto, un independiente que creció en los últimos años con un discurso moderado pero diferenciándose de la “vieja política”.

Si el ascenso de López Obrador expresa la profundidad de la crisis orgánica y la búsqueda de alternativas a los partidos tradicionales, que se expresará en el voto de millones de trabajadores y jóvenes, es también la llave del desvío electoral.

Al contenerse la irrupción de los de abajo y el cuestionamiento en las calles al régimen político desde el 2014, se fortaleció Morena, que pretende mantener lo esencial del orden imperante.

Por ejemplo, el programa lopezobradorista parece apuntar a una mayor asociación del sector público con el privado en determinadas áreas, sin cuestionar las concesiones al capital trasnacional o las privatizaciones. En el sector energético, AMLO dijo durante su campaña que revisará aquellos contratos con el sector privado donde haya manejos corruptos (lo cual no implica que los anulará, ni siquiera parcialmente) y que promoverá el desarrollo de nuevas refinerías. Pero nunca ha sido puesta en cuestión el proceso de entrega de Pemex y las demás áreas estratégicas al capital privado, ni los mecanismos de saqueo imperialista sobre el país, como la deuda externa.

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Quienes ocupan un lugar preponderante en su campaña, y otros que se anuncian para un hipotético gabinete, muestran que no se pondrá en cuestión los intereses de las clases dominantes, así como la asociación entre el líder del Morena y personajes provenientes del PAN y el PRD, empresarios y funcionarios de anteriores administraciones. Allí están la ex panista Tatiana Clouthier -coordinadora de campaña- y el zedillista Esteban Moctezuma -futuro secretario de Educación- hasta Olga Sánchez Cordero, ex ministra de la Suprema Corte y candidata a la estratégica Secretaría de Gobernación. Ni hablar de la participación del evangélico y conservador Partido Encuentro Social en la coalición, que aspira a convertirse en cuarta fuerza nacional.

La participación de líderes sindicales como Napoleón Gómez Urrutia y otros vinculados a la dirección del SNTE, así como el apoyo expreso que se cosecha entre los referentes del sindicalismo opositor, movimientos sociales y la intelectualidad (como el mismo Paco Ignacio Taibo II), pretende afirmar, por distintas vías, la cooptación del movimiento obrero y popular tras la estrella ascendente de AMLO. Una reedición en el siglo XXI, de lo que caracterizó la política mexicana en el siglo XX: la subordinación del movimiento obrero, campesino y de masas a las direcciones burguesas autodenominadas “nacionalistas”, expresadas primero en el priismo desde Lázaro Cárdenas, y luego en el PRD.

Un futuro signado por profundas contradicciones

Es evidente que aún con los números de la intención de voto en la mano, nadie puede en este país descartar la posibilidad de un fraude electoral. No sólo por considerarlo en términos de “probabilidades”, sino porque ha sido parte constitutiva del régimen político. Pero, si se diera, significaría un salto inusitado en la crisis política y se reeditaría, en condiciones más agudas, el movimiento democrático del 2006.

Ahora bien, si se confirman las encuestas y AMLO ocupa el sillón presidencial, buscará, bajo la utopía reaccionaria de “gobernar para ricos y pobres” contener el descontento, aprovechando las amplias ilusiones que hoy existen en su gobierno.

En ese nuevo marco, hay que evitar toda visión superficial. Las tendencias de la crisis son profundas, están puestas en juego en el actual proceso electoral y continuarán presentes.

Por una parte, porque el estado de las relaciones con los Estados Unidos -uno de las tendencias cruciales de la crisis orgánica- es un elemento de desestabilización económica y política en México. Más aún si consideramos que el Tratado de Libre Comercio pende de un hilo y que la relación armónica de los tiempos pretéritos ya no está. Como decíamos antes, el nuevo gobierno caminará sobre un suelo nada firme.

Los partidos tradicionales deberán prepararse para una derrota y una pérdida sustantiva de sus posiciones institucionales. La crisis que cruza al PRI -y que se profundizará en caso de perder las elecciones- tendrá consecuencias profundas, en particular en el aparato charro que ha atenazado por décadas al movimiento obrero.

De hecho, las luchas recientes en distintas fábricas y sectores del proletariado pueden ser un síntoma de lo que vendrá, considerando que en muchos casos el reclamo de la organización democrática y el enfrentamiento con la burocracia sindical más recalcitrante estuvieron presentes, anticipadas por las luchas obreras del 2016 en Ciudad Juárez.

Si bien hoy prima la ilusión y la confianza en echar al PRI mediante el voto, el descontento también se expresó en las calles. La presente lucha magisterial -la vanguardia en la resistencia durante todo el sexenio- irrumpió en un panorama signado por el ocaso del gobierno de Peña Nieto y obligó a los candidatos presidenciales a condenarla (Anaya, Meade) o distanciarse de ella (López Obrador). La movilización del magisterio combativo confirmó que no estamos en una coyuntura electoral más. Rompió la “serenidad”: el descontento está presente y puede emerger en las calles.

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En síntesis. Un gobierno de Morena llegará sin duda con muchas ilusiones por detrás, pero también pisando sobre profundas contradicciones económicas, políticas y sociales. Y con un trasfondo de descontento, politización y aspiraciones de cambio que podrá chocar contra su propio programa. Los tiempos y los ritmos no se pueden predecir, está por verse.

En este proceso electoral, los socialistas hemos planteado claramente que, frente a los partidos patronales del Pacto por México, AMLO no representa una alternativa para las aspiraciones de los trabajadores y el pueblo.

Sabemos que millones, hastiados del PRI, el PAN y el PRD, depositan en él sus expectativas. Pero planteamos que no es mediante el voto a su candidatura que las mismas serán resueltas, sino con la movilización y la organización independiente, confiando sólo en sus fuerzas.

Desde allí, nos planteamos participar en la primera fila de las luchas y movimientos de la clase obrera, la juventud y las mujeres por sus demandas y reivindicaciones.

Creemos que es necesario que los trabajadores, las mujeres y la juventud construyan una herramienta política propia, con una perspectiva antiimperialista, socialista y revolucionaria. Al servicio de eso está nuestro periódico y la candidatura anticapitalista que impulsamos en la Ciudad de México, encabezada por las trabajadoras y luchadoras Sulem Estrada y Miriam Hernández.

Para eso es que bregamos por la independencia política de las organizaciones obreras y populares no solo respecto al PRI, al PAN y al PRD, sino también respecto a Morena y su conciliación con los empresarios. Bajo esa perspectiva es que nos preparamos para intervenir en los acontecimientos que protagonicen la clase obrera y la juventud.


Pablo Oprinari

Sociólogo y latinoamericanista (UNAM), coordinador de México en Llamas. Interpretaciones marxistas de la revolución y coautor de Juventud en las calles. Coordinador de Ideas de Izquierda México, columnista en La Izquierda Diario Mx e integrante del Movimiento de las y los Trabajadores Socialistas.

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