Cuando se cumplen 78 años del lanzamiento de las primeras bombas nucleares sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, y en plena escalada militar por la guerra en Ucrania y las tensiones con China por Taiwán, Christopher Nolan presenta “Oppenheimer”.
Cuando se cumplen 78 años del lanzamiento de las primeras bombas nucleares sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de 1945, y en plena escalada militar por la guerra en Ucrania y las tensiones con China por Taiwán, que podrían desencadenar un conflicto atómico de catastróficas consecuencias, el director Christopher Nolan (“Interstellar”, “Dunkerque”, “Tenet”, …) nos propone en su película “Oppenheimer”, adaptación de la novela “Prometeo americano, el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer” de Kai Bird y Martin J. Sherwin, el dilema ético que llevó al creador de la bomba a cuestionar la política belicista de Estados Unidos tras comprobar sus devastadores efectos, lo que le condujo a enfrentarse al aparato inquisitorial norteamericano en pleno macartismo, y ser calificado de “riesgo para la seguridad nacional”, mientras la economía de Estados Unidos obtenía enormes beneficios gracias al desarrollo de su industria militar en plena Guerra Fría contra la Unión Soviética.
El hilo conductor del filme se centra en el desarrollo de su juicio político, que sirve de base para ir conociendo a un personaje contradictorio en su relación con la convulsa etapa histórica que le tocó vivir, al tiempo que se echa una mirada crítica a la ciencia no sólo como espacio de conocimiento y modo de ampliar los límites de la percepción humana, sino también como instrumento para implementar nuevas formas de imperialismo y dominación geopolítica, sobre todo cuando se trataba de crear un arma atómica de fisión nuclear en una carrera contra reloj entre Estados Unidos y la Alemania nazi que cambiaría la historia de la humanidad.
Los alemanes habían creado para lograr este objetivo el “Uranverein” (club del uranio) dirigido por el físico Werner Heisenberg, por lo que, para contrarrestar este peligro, el propio Albert Einstein abandonó su tradicional pacifismo para alertar al presidente Roosevelt en una famosa carta de 2 de agosto de 1939, en la que, textualmente, escribió: “creo que el uranio llegará a ser una nueva e importante fuente de energía para el futuro inmediato. Se pueden construir bombas de nuevo tipo, extremadamente poderosas. Una sola de estas bombas, transportada en barco y hecha explotar en un puerto, podría muy bien destruirlo por completo junto con su territorio circundante”. Esta carta daría el pistoletazo de salida al proyecto americano de bomba atómica que culminaría en el Proyecto Manhattan, la prueba Trinity, y, finalmente, los nefastos bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, primeros “ensayos” nucleares sobre población civil, de los que el periodista John Hersey realizó un dramático reportaje en 1946, en el que reconstruyó las experiencias de varios de sus habitantes en el momento en que la bomba explotó: su vagar alucinado como supervivientes entre cien mil cadáveres, perplejos por estar aún vivos, mientras a su alrededor sus vecinos caminaban quemados y sangrando. Sin duda una manera de narrar el fin del mundo, tal y como hizo Kurt Vonnegut en su novela “Matadero Cinco” sobre el bombardeo de Dresde pocos meses antes.
Los físicos dirigidos por Oppenheimer en el Proyecto Manhattan trabajaron bajo la premisa de la lucha contra Hitler y lo que suponía el nazismo en cuanto a la persecución de los judíos. Muchos de ellos habían tenido que huir de Alemania por este motivo, y el propio Oppenheimer había ayudado a la causa antifascista donando dinero al bando republicano durante la Guerra Civil española por medio de sus amigos comunistas, algo que le pasaría factura tras defender la necesidad del control del armamento nuclear durante los inicios de la Guerra Fría. En realidad, nadie se libró del ojo inquisidor de la administración norteamericana, ni siquiera el propio Einstein, del que el FBI poseía un expediente de mil quinientas páginas, en el que, entre otras joyas, puede leerse: “Es el líder del nuevo pacifismo militante. Ni el propio Stalin pertenece a tantos grupos internacionales anarco-comunistas dedicados a promover esa condición preliminar de la revolución mundial y la anarquía completa”.
Es una pena que Chistopher Nolan se centre en un caso de venganza personal para explicar el acoso político a Oppenheimer, y no aprovechar este asunto para reconstruir una época especialmente siniestra de la historia de Estados Unidos: aquella en la que sobresalieron personajes como Edgar Hoover, el todopoderoso director del FBI, o el senador Jospeh McCarthy, que dirigió los comités dedicados a investigar las actividades antiamericanas, buscando cualquier cosa que sonase a comunista. No obstante, el filme deja caer detalles polémicos con respecto a la posibilidad, no solo de persecución y/o enjuiciamiento de personas supuestamente vinculadas a la izquierda, sino de la posibilidad de su misma eliminación física, como pudo ser el caso de la psiquiatra Jean Tatlock, miembro del Partido Comunista y amante de Oppenheimer, bajo vigilancia del FBI y sospechosa de filtrar información sensible del proyecto que él dirigía en 1944.
Igualmente se habla sobre el sentido real del lanzamiento de las bombas sobre Japón, cuando ya prácticamente carecía de armamento para defenderse y toda su infraestructura industrial estaba destruida. Una vez que el peligro nazi desapareció con la muerte de Hitler y la ocupación de Alemania, todos los ojos se volvieron hacia el Pacífico y la inminente posibilidad de una intervención de la Unión Soviética sobre el archipiélago japonés. Los rusos ya habían invadido Manchuria y el norte de la península de Corea, y Estados Unidos necesitaba urgentemente la rendición de Japón para evitar el peligro soviético. Por esto, la afirmación de que las bombas no significaron el final de la Segunda Guerra Mundial sino el inicio de la Guerra Fría adquiere todo su sentido, además de resultar totalmente falso el argumento de que su lanzamiento salvaría miles de vidas de soldados norteamericanos ante la necesidad de invadir las islas por la fuerza. Esto, sumado a la desinformación sobre los efectos sanitarios de la radiación, y al abandono de los miles de afectados que fueron falleciendo lentamente en los meses y años siguientes, ignorando las verdaderas causas de sus enfermedades, fue lo que motivó el cambio radical de la postura de Oppenheimer contra la posibilidad de la proliferación de armas nucleares, que le costó una humillación pública, el retiro de sus pases de seguridad, perdiendo el acceso a los documentos militares secretos del país, y el fin de su influencia política. De todos modos, hay que de aclarar que Oppenheimer no se quejó de que la incineración de Hiroshima fuera un aviso a la Unión Soviética después de que Japón ya hubiera pedido la paz, ni por el intento por parte del ejército de controlar la energía atómica.
Después de que Churchill afirmara que los anglosajones debían monopolizar la bomba, Oppenheimer comentó que “no se puede mantener secreta la naturaleza del mundo”. Pero era el tiempo en que toda figura pública tenía que adherirse a la tesis del “Telón de Acero” y su oposición al desarrollo de la bomba de hidrógeno le terminó de colocar del lado del pacifismo de Einstein, pese a sus diferencias científicas. “La división del átomo ha cambiado todo menos nuestra manera de pensar. Flotamos a la deriva hacia una catástrofe sin paralelo”, escribió en 1946.
Pero si Einstein se libró del escarnio público, aunque su figura nos ha llegado convertida en la de un viejo chiflado (cosa que la película reproduce en parte), hábilmente manipulada por los mass media, Oppenheimer no se salvó del auto de fe, y Christopher Nolan le presenta hundido psicológicamente y sin fuerzas para defenderse. Sin duda, un triunfo para los halcones del Pentágono que vieron en la energía atómica una pingüe fuente de beneficios hasta hoy día. Es muy potente la escena del científico diciendo al presidente Truman, con tremenda e inexplicable ingenuidad, que sentía tener las manos manchadas de sangre. El mismo presidente que ordenó lanzar la bomba no pudo interpretar estas palabras de otra manera que como una acusación directa de un crimen de guerra, lo que acabó de hundir la posición institucional de Oppenheimer. Igualmente es un acierto intercalar imágenes de archivo y blanco y negro para ayudar visualmente al espectador a separar los tiempos y ganar fuerza expresiva en impactantes escenas como la del discurso televisado del presidente Truman tras el bombardeo, con momentos “off the record” en los que aparece riéndose de forma casi psicopática. Algo que guarda una siniestra similitud con la risa casi histérica de Hillary Clinton cuando, como secretaria de Estado del presidente Obama, le comunicaron la muerte de Gadaffi en 2011, o los rostros sonrientes, convertidos en selfis de turistas satisfechos, de los soldados norteamericanos torturando a prisioneros iraquíes en 2003.
El cine histórico, sobre todo el que atañe a la fase más contemporánea, nos cuestiona nuestro nivel de conciencia sobre el presente mucho más que el de etapas precedentes, aunque siempre las interpretaciones de los guionistas y directores no pueden evitar repetir modelos actuales dentro de contextos totalmente ajenos en el tiempo, como han demostrado películas y series como “La Reina Cleopatra”, que generó una fuerte polémica por presentar al personaje histórico de la reina egipcia como una mujer negra, planteando un debate sobre la cuestión racial y feminista muy interesante, pero totalmente actual, sin preocuparse por la verosimilitud histórica de su propuesta. Corremos el riesgo que aceptar sin más el contenido de las películas históricas puesto que la fuerza de las imágenes es mucho mayor que la del texto de cualquier ensayo o documento. Por esto mismo, desde los inicios de la historia del cine, tanto en el Hollywood de la primera mitad del siglo XX como en los primeros años de la revolución soviética, se comprendió muy bien el poder de influencia y seducción propagandística de los dramas históricos.
Tanto las imágenes del “Acorazado Potemkin” de Eisenstein como las del “Napoleón” de Abel Gance se quedaron grabadas en el imaginario colectivo de su época e incluso superó el de su propia generación, sustituyendo a la posible realidad que transmitían las investigaciones históricas. Es el mismo caso que, en un tiempo mucho más cercano a nosotros, podemos encontrar en filmes como “Buenas noches y buena suerte” de George Clooney, o “JFK” de Oliver Stone, película que posee un estilo narrativo cercano a este “Oppenheimer” de Christopher Nolan, y que puede considerarse un buen precedente en la forma discursiva de presentar los hechos históricos, solapando a base de flashbacks las escenas biográficas del protagonista con el juicio político a su figura pública. Un film no es un libro, y una imagen no es una palabra. Aunque esto es fácil de ver y decir, es difícil de entender. Como mínimo significa que una película no puede hacer lo mismo que un libro, incluso aunque lo pretenda. Los filmes que intentan hacerlo pierden todas sus cualidades, lo que significa que las reglas para evaluar una película no pueden provenir del mundo literario. Además, no hay que olvidar que el cine cambia las reglas del juego histórico al señalar sus propias verdades; verdades que nacen en una realidad visual, que es imposible capturar mediante palabras. El cine quizás representa un cambio importante en nuestra manera de reflexionar sobre el pasado, y “Oppenheimer”, como antes “JFK”, es capaz de apelar a nuestros sentimientos como un modo de, no solo ampliar nuestros conocimientos, sino también de cuestionar nuestra posición sobre nuestro presente.
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