Podemos se enfrenta a su crisis más importante en la misma semana que cumple cinco años. La ruptura entre Pablo Iglesias e Iñigo Errejón no tiene vuelta atrás. Ante el fin de ciclo del neorreformismo se impone la necesidad de apostar por una nueva hipótesis anticapitalista y revolucionaria.
El 17 de enero de 2014 se presentaba en el Teatro del Barrio de Madrid el proyecto de la “nueva” política. Pablo Iglesias, Íñigo Errejón, Juan Carlos Monedero, Miguel Urban, Teresa Rodríguez, Jorge Moruno, entre otros referentes de la emergente formación política, lanzaban una iniciativa político electoral para terminar con la “casta política” del PP y el PSOE.
El llamamiento inicial se pronunciaba a favor de la unidad con las fuerzas políticas y sociales que venían enfrentando “las políticas de austeridad”, como IU, Anova, las CUP o el SAT. Pero lo que parecía un nuevo intento de “unidad de la izquierda” resultó en un nuevo proyecto que rápidamente se sacudió de lo que sus ideólogos, especialmente Iglesias y Errejón, consideraban el “lastre” de la “vieja izquierda”.
Las elecciones europeas de mayo del 2014 proyectaron a Podemos de forma inesperada. La nueva formación irrumpió con fuerza, obteniendo más de 1.200.000 votos y 5 eurodiputados. Ese fue su primer hito electoral, a partir de cual inició su transformación en partido, adoptando una organización interna centralista, con un método más plebiscitario que “participativo” y un programa reformista. La asamblea de Vista Alegre en octubre de 2014 vendría a consolidar ese proceso.
Podemos se presentó, explicita o implícitamente como herencia y superación política del 15M. Superación del momento de la movilización en las plazas donde había primado una “ilusión de lo social”, la idea autonomista de que se podía “cambiar el mundo” sin intervenir en el terreno político. Sin embargo, este supuesto progreso de la ilusión social, se produjo generando una nueva ilusión, una “ilusión política”. En pocas palabras, la fantasía de que es posible “recuperar la democracia” o salir de la crisis en los marcos del actual sistema capitalista y la democracia liberal.
Podemos canalizó electoralmente hacia las instituciones el descontento social que se había expresado en las calles desde la emergencia del movimiento 15M. Y lo hizo con un discurso de “recuperar la democracia”, combinando “representación” y “participación” ciudadana, mientras se abandonaban los “dogmas de la vieja izquierda” y las “certezas sobre el mundo del trabajo, los partidos y sindicatos”. Así, la ola 15M aterrizó en las playas del ‘municipalismo’ y “ilusión gradualista” de que este pudiera dar expresión institucional a su propósito democratizador.
De este modo, lejos de ser la superación política del proceso de movilización y descontento social contra las consecuencias de la crisis capitalista, como hubiera sido radicalizar los aspectos más progresivos del fenómeno anterior (empezando por la impugnación del conjunto del Régimen), podemos fue exactamente lo opuesto: su negación. Su fortalecimiento no fue el subproducto de un ascenso de la lucha de clases que enfrentase el régimen político, sino del desvío y las derrotas, un proceso de pasivización en el que colaboraron activamente para que se consolidase eliminando la lucha de su hipótesis política.
Los fundamentos político-ideológicos del nuevo proyecto, “ni de derechas ni de izquierda” como tanto se repitió desde entonces y comenzaron a ocupar todas las tertulias políticas, tuvieron como base la idea de la imposibilidad de una superación revolucionaria del régimen actual. La “hipótesis Podemos”
nacía de un combo donde se mezclaban las lecturas laclausianas de Errejón con las nostalgias eurocomunistas de Pablo Iglesias, todo matizado por el intento de crear una organización política que “ocupara la centralidad política” y recrear los “valores perdidos” de la socialdemocracia. Lo político se transformaba así en una esfera absolutamente autónoma de las relaciones sociales de producción existentes, negando toda centralidad de clase para dar paso a un “nuevo sujeto” de la política, la “gente”, cuyo único rol activo sería de allí en más votar a Podemos en las elecciones para ocupar espacios institucionales.
Las “pruebas del poder”
Entre 2015 y 2016, Podemos comienza sus primeras “pruebas en el poder”. Su irrupción en las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2015 como eje de las confluencias y mareas municipalistas, sitúa a la nueva formación en el gobierno de algunas de las principales ciudades del Estado (Madrid, Barcelona, Valencia, Cádiz, Zaragoza, Santiago de Compostela, entre otras). No supera al PSOE, el famoso ‘sorpasso’, pero comienza cambiar radicalmente el mapa político español.
En las elecciones generales de diciembre de 2015 y su repetición en junio de 2016, esta vez en un acuerdo con IU en Unidos Podemos -una suma que deja en el camino casi un millón de votos-, se ubica como tercera fuerza cosechando cinco millones de votos y 67 escaños en el Congreso de los Diputados (71 sumando aliados). En este punto y en tiempo récord, Podemos se transforma en un verdadero aparato político, con centenares de cargos públicos y miles de liberados (hay quienes estiman hasta 10 mil en todo el Estado).
La emergencia de Podemos, junto a la de Ciudadanos por derecha, pusieron en jaque al bipartidismo español abriendo un período de creciente inestabilidad política. Pero ni el ímpetu triunfalista, ni la burocratización y el verticalismo impuestos para que nadie se saliera del guion -que incluyó la imposición a Izquierda Anticapitalista a que se disolvieran dentro de Podemos- ni su desvergonzada moderación programática, alcanzaron para cumplir con la profecía de Vistalegre I: “asaltar los cielos”
de La Moncloa en un blitzkrieg impulsado por la “máquina electoral” formada por Errejón.
Ni tampoco la integración de Izquierda Unida, después de haberla despreciado tras las elecciones de mayo de 2014 en las que IU tuvo los peores resultados de su historia. “Que se queden con la bandera roja y nos dejen en paz. Yo quiero ganar”, decía Iglesias a IU un año antes de que fueran sus aliados estratégicos. Un acuerdo que hubiera prosperado antes si Podemos no hubiese tocado su techo electoral y su secretario general no hubiera sido un arrogante incurable. Al fin y al cabo, ambas formaciones comparten una perspectiva reformista, una orientación económica tibiamente neokeynesiana y una estrategia política de gestión de las instituciones del Estado sin cuestionar a los poderes reales del capitalismo español y europeo.
El giro hacia el PSOE
La intrincada aritmética parlamentaria surgida del 20D y las negociaciones para formar Gobierno dieron lugar a un nuevo giro de Podemos: la idea de un pacto multilateral entre PSOE, Podemos e IU para formar un “gobierno progresista” con los social liberales, nada menos que a 5 años del “no nos representan” del 15M. Una orientación unánime en Podemos, IU, e incluso en el sector de Anticapitalistas (recordemos que Teresa Rodríguez aseguraba después de las municipales y autonómicas en Andalucía que “entre susto (PSOE) o muerte (PP)” elegía el susto).
Mientras se sepultaba definitivamente toda la verborrea del azote contra “la casta”, más allá de los pomposos anuncios de las “nuevas formas de hacer política”, se imponía irremediablemente la vieja lógica del “mal menor”, con la que Izquierda Unida venía actuando hacía décadas. Una lógica por la que se justifica votar al PSOE contra el PP o incluso gobernar con él, facilitando la supervivencia de un Régimen decadente como el que nació en el ’78.
La actitud de Podemos hacia el PSOE tras las elecciones municipales y autonómicas de 2015, en las que quedó como tercera fuerza en la mayoría de las Comunidades, ya era un adelanto de esta política. Entonces facilitó que el PSOE se hiciese con el gobierno en muchas de ellas, desbancando al PP. Más tarde, incluso gobernará con uno de sus barones en Castilla-La Mancha.
Los intentos de formar un “gobierno del cambio” con el PSOE, como se sabe, naufragaron. Volvió Rajoy, en un último sprint que duraría poco. El “pinchazo” en las elecciones del 26J y el fracaso de los intentos de formar gobierno con el PSOE, dan lugar a dos procesos simultáneos. Por un lado, una profundización de la moderación programática y discursiva, al punto que Pablo Iglesias declaraba sin sonrojarse que “esa idiotez que decíamos cuando éramos de extrema izquierda de que las cosas se cambian en la calle y no en las instituciones, es mentira”. Eran tiempos de “oposición responsable”.
Por el otro, las crisis internas, las camarillas y las peleas intestinas, se imponen dentro de Podemos sin solución de continuidad. No sólo “por abajo”, con rupturas y expulsiones sumarias y denuncias al burocratismo por parte de los últimos militantes resistentes en los desangelados círculos de base. Sino especialmente por arriba, en la máxima dirección. Vistalegre II, en febrero de 2017, fue el momento más álgido de esta dinámica y su resultado la ruptura cada vez más anunciada entre Iglesias y Errejón. Ya nada quedaba de aquella “ilusión” de Vistalegre I.
Iglesias enfrenta al ala radicalmente institucionalista de Errejón, que se proponía llevar hasta el final el principio laclausiano de Podemos como “significante vacío”. Para los errejonistas, la crisis de la “hipótesis Podemos” se conjuraría llevando hasta el final el curso socialdemócrata del último año, acercándose al PSOE sin ultimatismos y mimetizando su discurso con aquel para “seducir” a sus votantes.
El triunfo de Pablo Iglesias sobre Errejón reafirma su poder en Podemos. Sale con un partido más controlado por su corriente interna y un discurso de “cavar trincheras” en la sociedad civil, para construir un “bloque histórico” y dar paso a un “impulso constituyente” junto con el resto de las formaciones “hermanas” y los “Ayuntamientos del cambio”. Pero si el doble discurso y la impostura habían sido hasta entonces una de las características fundamentales del liderazgo de Iglesias, esta vez no sería la excepción. El ala errejonista es derrotada, pero no así su estrategia. Detrás del discurso de barricada, la orientación posibilista de gobernar con el PSOE ya se había instalado definitivamente.
Al mismo tiempo, los llamados “ayuntamientos del cambio” -que ya han cumplido cuatro años-, demostraban en poco tiempo su incapacidad de ir más allá de tibias medidas cosméticas, sin resolver ninguna de las demandas sociales ni democráticas pendientes, cediendo a cada paso ante las presiones de las empresas, los bancos y la derecha tradicional. Convertidos en “gestores” del orden capitalista en las grandes metrópolis del Estado, desde Madrid, a Barcelona, pasando por Zaragoza y Cádiz, dejaron aparcadas todas las demandas fundamentales por las que fueron elegidos haciendo del “no se puede” (ante los poderes fácticos del capital) su nuevo lema.
La crisis interna de Podemos expresaba así las miserias propias de una organización tributaria de la videopolítica y sin ningún anclaje orgánico a la clase trabajadora y los sectores populares. Es decir, en las únicas fuerzas que desplegando su poder social en la lucha de clases pueden enfrentar (y derrotar) a los grandes poderes del capitalismo español.
Luego vendrían las purgas, especialmente en Madrid -donde afines a Errejón habían ocupado importantes posiciones de poder-, aunque con Errejón se busca una “salida” lo menos deshonrosa posible: ser candidato a la comunidad en las elecciones de 2019. Como vemos hoy, esta propuesta de negociación fue un fracaso estrepitoso.
La cuestión catalana
Entre los acercamientos con el PSOE y la crisis interna, el contexto político comenzó a polarizarse aceleradamente alrededor de la cuestión catalana. La convocatoria del referéndum del 1-0 comenzaría a ocupar el centro de la agenda política.
La calculada ambigüedad discursiva que caracterizó a Podemos ante la cuestión catalana profundizó su declive y sus divisiones, especialmente en Catalunya. En los hechos, tanto Podemos como IU sostuvieron una posición “constitucionalista” de izquierda, a pesar de su retórica a favor de la “plurinacionalidad”. El famoso “no somos ni unionistas ni independentistas, somos demócratas” de Pablo Iglesias en su primer acto en Catalunya tras el lanzamiento de Podemos, tenía como expresión concreta la negación del derecho a decidir a los catalanes si esto no era resuelto “por todos los españoles” y en un acuerdo con el Estado central.
La cuestión catalana, el fortalecimiento del bloque constitucionalista, la brutal represión al referéndum del 1-0 avalada por la monarquía y la aplicación del 155 -la cual no sólo no combatieron decididamente, sino incluso uno de sus ideólogos justificó tímidamente- dejaron a Podemos en un no-lugar. Su propuesta de un “bloque democrático” para negociar un referéndum pactado se desvela como pura utopía y su “equidistancia” sólo termina favoreciendo al régimen monárquico.
En ese marco, el bonapartismo interno recrudece, como es típico en las organizaciones burocratizadas cuando sufren derrotas y desorientación. Tanto que Pablo Iglesias impone su propio “155” en Catalunya, interviene Podem y fulmina a su principal líder, Albano Dante-Fachin.
El balance del 2017 dejaba a Podemos en el peor de los mundos: En medio de una infinita guerra interna, familias que disputan sillones, filtraciones, planes conspirativos para asaltar la secretaría general y pactos por arriba, Podemos pasó en tiempo récord de encarnar la ilusión reformista, a ser la pata izquierda del régimen en uno de sus momentos más reaccionarios de las últimas décadas.
Una situación que no fue un fenómeno de la naturaleza, sino el subproducto de su propia política. Como escribíamos entonces, las relaciones de fuerzas desfavorables no caen del cielo. Son producto de derrotas, o, peor aún, como es el caso, de batallas no dadas. La estrategia de moderación y “renunciamientos”, reajustando permanentemente hacia la derecha su programa político para lograr un espacio político electoral desde donde reformar el régimen, lejos de debilitarlo, terminó fortaleciéndolo, al menos a su ala izquierda, el PSOE.
La izquierda del Régimen
Es así que Podemos sólo logrará salir de su estupefacción y encontrar parcialmente una salida a la parálisis con la moción de censura de Pedro Sánchez que el 1 de junio de 2018 desalojó a Rajoy de La Moncloa.
Después de siete años de gobierno, Partido Popular era desalojado el poder, acosado por los casos de corrupción y una sentencia judicial que confirmó lo que ya todo el mundo sabía. La moción prosperó (y sólo podía hacerlo) con el apoyo del grupo parlamentario de Unidos Podemos, junto a los partidos nacionalistas catalanes (PDeCat y ECR) y vascos (PNV).
La investidura de Pedro Sánchez, que Unidos Podemos apoyó sin condiciones, abrió una nueva fase en la que la coalición actúa abiertamente de sostén del Gobierno con la perspectiva de consolidar un “gobierno del cambio” en 2020, como expresión política de una estrategia de restauración progresista del régimen.
A esta estrategia sirve el relato de que a Rajoy “le ha echado la gente” como dijo Pablo Iglesias, escondiendo que la caída del M. Rajoy fue una maniobra en frío, por arriba, abonada por una sentencia fulminante de la justicia burguesa y una moción de censura presentado por uno de los principales partidos del Régimen, el PSOE. Una fábula que desarma a la clase trabajadora para enfrentar al nuevo gobierno, mientras siembra (aún más) confianza en las instituciones de esta democracia para ricos.
La negociación de los presupuestos generales entre Pablo Iglesias y Pedro Sánchez ha sido la vía para hacer creíble esta orientación, los cuales se han vendido como los “más de izquierda” de la democracia, ocultando su letra pequeña claro está.
Una vez controlado el proceso catalán, para lo cual hizo falta una represión brutal, el 155 y el encarcelamiento de los principales dirigentes del procés, la ilusoria aspiración de Pablo Iglesias era avanzar tranquila y pacíficamente hacia el 2020, mientras se aceitaba en la labor parlamentaria lo que sería un acuerdo global con el PSOE y la apertura de una nueva era de progresismo.
Pero la dinámica política del Estado español ha cambiado radicalmente. Con la emergencia de Vox y la extrema derecha, la tendencia a la polarización se ha transformado en el signo político del 2019. Es decir, lo opuesto al avance pacífico del gradualismo progresista. Temerosos de que las tendencias a los extremos se desarrollen, los poderes fácticos promueven un retorno al “extremo centro”, un terreno en el que Podemos posiblemente tenga menos que aportar que Ciudadanos.
Fin de ciclo
Y así llegamos a la crisis actual, posiblemente la crisis terminal del proyecto. El órdago de Errejón, apostando por un proyecto político propio bajo el ala de Manuela Carmena en Madrid, es el último episodio del fin de ciclo del nuevo reformismo. La apuesta política de Errejón quizá sea la expresión más sincera de lo que por su propia naturaleza debería ser Podemos: un ariete para fortalecer sin muchas pretensiones y en una alianza estratégica con el PSOE una centroizquierda del régimen.
¿Pero acaso podía ser de otro modo? Como hemos expresado en multiplicidad de artículos en Izquierda Diario en los últimos cinco años, las tentativas de “llegar al gobierno” sin enfrentar decididamente al régimen político capitalista mediante la organización y la lucha de la clase trabajadora, ubicándose como sujeto hegemónico en la alianza de clase con el conjunto de los sectores oprimidos, siempre han sido una vía regia a ser víctimas de una de las principales formas de supervivencia del capitalismo: la asimilación de los desafíos que vienen “desde abajo” con la constitución de “gobiernos progresistas” que terminan abriendo el camino a la derecha o la extrema derecha. Es una de las grandes lecciones del siglo XX y, lamentablemente, la principal lección de la deriva política de Podemos y sus socios de Izquierda Unida.
Este proceso no fue gratuito para la izquierda que se reivindica anticapitalista y revolucionaria. Al contrario, las ilusiones (y presiones) reformistas en Podemos (e Izquierda Unida) contribuyeron a su debilitamiento, y en algunos casos incluso su disolución. Para muchos, estos años de neorreformismo fueron como comer anchoas en el desierto.
Pero este ciclo ya está terminado. Hay una experiencia hecha y franjas cada vez más amplias comienzan a desconfiar de que sea posible enfrentar a la derecha y la extrema derecha optando por el “mal menor” de un gobierno que mantiene las reformas laborales, la precariedad laboral y gobierna para el IBEX35 y la banca, acatando los dictados de austeridad de la Unión Europea.
Entre la crisis del extremo centro, la emergencia de la extrema derecha y el fin de ciclo del neorreformismo, la necesidad de una nueva hipótesis para el surgimiento de una extrema izquierda anticapitalista y de clase se torna no sólo necesaria, sino posible.
Como escribíamos recientemente, “frente a Vox no hace falta una izquierda cada vez más domesticada e integrada al régimen. Lo que hace falta es una extrema izquierda anticapitalista, que apuesta por la lucha de clases siguiendo el ejemplo de Francia y que diga claramente que es necesario expropiar a los capitalistas que se han enriquecido con la crisis y planificar racionalmente la economía en beneficio del conjunto de la sociedad.”
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