En un nuevo aniversario de su muerte, recordamos al autor de Moby Dick, Herman Melville, un escritor que hubiera "preferido no hacerlo".
Pablo Minini @MininiPablo
Miércoles 28 de septiembre de 2022 00:00
Los Sábados de SuperAcción de la televisión de aire de los ’80s fueron parte fundamental de mi formación cultural y emocional. Era cosa de encender el televisor y el azar de la programación me podía deparar una película que era una colección de errores técnicos y argumentales —un actor romano usando un reloj de pulsera, una vieja fenicia que se hacía la señal de la cruz, cientos de años antes de Cristo— o también podía tocar una pequeña muestra de horrores fascinantes.
Algo de esto último tenía Moby Dick, la película de los años 50 que dirigió Huston con guión de Bradbury.
(Habrá que hablar de Bradbury. En otro momento.)
La cosa es que a mis seis o siete años de vida le cayeron como un baldazo de fría agua de mar esa película donde un grupo de hombres se embarcan para cazar una ballena blanca y enorme. La bronca enloquecida de Ahab, la manipulación ciega a la que se prestaba la tripulación, el animal brutal que no se los traga a todos sino que los hunde en el océano, los símbolos religiosos sembrados a lo largo de toda la película que un niño criado en hogar cristiano podía reconocer, o creer que reconocía.
La película me causó casi tanta impresión como enterarme de que existía una novela con el mismo título. Por suerte había un ejemplar para niños en la biblioteca municipal de Adrogué que lo único que tenía de niños eran láminas a color intercaladas en el texto.
La escribió Herman Melville, que nació el 1 de agosto de 1819 en Nueva York. De familia conservadora, madre ultra religiosa y padre marino, huérfano a los catorce años, se embarcó en cuanto pudo. Dicen de él que era pedante porque mostraba su erudición literaria a sus compañeros marinos. Nadie lo soportaba en alta mar. En un puerto del Pacífico se escapó con otro marinero, se mezcló con una tribu de supuestos caníbales. Su amigo marinero lo abandonó, los caníbales no lo comieron. Escapó de la isla, trabajó en plantaciones, volvió a embarcarse y regresó a Estados Unidos.
Se dedicó a contar a quien quisiera sus aventuras y viendo que a la gente parecían gustarle sus relatos se decidió a escribirlos y así tuvo dos novelas de bastante éxito.
Ganó algo de dinero, se casó con la hija de un juez, siguió escribiendo. Pero con un problema: se le habían terminado las anécdotas de viajes (no había viajado tanto, después de todo).
En un año y medio escribió Moby Dick, la novela sobre esa ballena blanca y el capitán Ahab que vio la luz en 1851.
Tuvo mala suerte: a nadie le gustó, porque era bastante pobre como argumento de novela de aventuras un grupo de tipos persiguiendo a una ballena. Y a los que les gustó, la tomaron como una alegoría: la ballena era Dios, Ahab el hombre, y así.
Moby Dick está repleta de símbolos y citas eruditas, pero eso es sólo porque Melville tenía todo eso en su cabeza. Él rechazaba expresamente la idea de que su novela fuera una alegoría y a quien se cruzara le aseguraba que se trataba sólo de un ballenero rencoroso porque había perdido una pierna cazando que había convencido a un grupo de tipos para que lo ayudara a matar a esa ballena.
Ahab fracasó, la novela también y Melville, como escritor, comenzó a ser olvidado.
El fracaso no lo amedrentó y siguió escribiendo. Publicó cuentos en diarios y el último de ellos, Bartleby el escribiente, lo publicó sin firma.
Un abogado de Wall Street contrata a un empleado copista. Melville lo describe así: "Reveo esa figura: pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada. Era Bartleby."
Al principio todo marcha en orden. El empleado cumple, es silencioso, llega antes a la oficina y se va después. El empleado modelo. Hasta que un buen día el abogado le pide una tarea extra. "Preferiría no hacerlo", responde Bartleby.
"Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se oyó la respuesta: ’Preferiría no hacerlo.’"
Deleuze llamó a esa frase La Fórmula, una conjunción de palabras que mina todo el lenguaje y el andamiaje capitalista occidental.
Bartleby no dice nada más. No pelea. No chilla. No se opone. No se niega a cumplir. En todo caso, afirma, y al hacerlo declina la oferta de ser más explotado: prefiere no obedecer.
Siempre me causó mucha gracia el comienzo del cuento. Pero de a poco, el humor vira hacia lo siniestro. Bartleby es inabordable y el pobre abogado sólo puede retroceder derrotado. No voy a arruinar el cuento contando más que lo ya dicho. Solamente agrego que en el último párrafo se contiene uno de los finales más patéticos de los cuentos de literatura inglesa, un final que da cuenta de la desintegración de la vida humana en el capitalismo.
Ismael escucha a Ahab. Lo escucha en sus arengas a los marineros del Pequod: "(Moby Dick), esa cosa inescrutable es lo que odio más que nada. Quiero desahogar en ella este odio." El abogado escucha a Bartleby: "Preferiría no hacerlo, replicó melodiosamente." El océano amplio y una oficina con una ventana que da a una pared de ladrillos, las dos cosas ciegan la vista si uno las mira con detenimiento y durante mucho tiempo; la caza de ballenas y la marinería y los gruesos archivos legales; la indiferencia de los elementos y el vacío de mirar hacia la nada.
Porque Moby Dick no parece ser un dios o el mal, sino la absoluta indiferencia del mundo ante lo humano, la inmensidad de un universo mudo, la ballena que no tiene odio ni amor, sólo es una ballena que escapa y al hacerlo hunde un barco y a toda su gente. La ciudad gigante y anónima que sigue adelante aplastando a millones de Bartlebys que un día ya no siguen el ritmo es un espejo de ese océano indiferente.
Poco después de Bartleby, Melville dejó de escribir y publicar (compuso un poema más largo que la Ilíada que nadie leyó). A los 34 años se empleó en una oficina de la Aduana de Nueva York, en el límite entre la ciudad y el mar, porque necesitaba dinero para mantener a su familia. Como Walser, como Salinger, dejó de escribir.
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Recién en los años 30s del siglo XX se descubrió su obra. Los existencialistas amaron su forma de hablar del vacío y de la angustia y Melville ni se enteró. Murió el 28 de septiembre de 1891. En su epitafio escribieron mal el título de su novela: pusieron Mobie Dick. Pero él ya era indiferente a todo eso.
Este artículo fue originalmente publicado el 28 de septiembre de 2019 en el suplemento LidTeratura