Habla una de las víctimas del exobispo y capellán del Ejército, condenado en 2019 a 17 años de prisión por corrupción y abuso sexual. Hoy Moya goza de prisión domiciliaria y sigue bajo el halo protector de las autoridades eclesiásticas.
Martes 1ro de septiembre de 2020 14:45
A través de una carta al Arzobispo de Paraná, el sacerdote Luciano Martín Porri detalla los abusos psicológicos que sufrió por parte de Marcelino Ricardo Moya, el cura condenado en 2019 a 17 años de prisión por corrupción de menores y abuso sexual y que, sin embargo, se encuentra en su casa aguardando una condena firme.
En la misiva, Porri relata pormenorizadamente lo que le tocó vivir cuando era seminarista del Obispado Militar en Campo de Mayo. Allí, en 1998, se designó como rector al sacerdote Marcelino Moya, que venía de la ciudad de Villaguay (Entre Ríos) protegido por la cúpula eclesiástica ya existiendo sobre él una muy mala reputación por sus deleites sexuales con monaguillos.
El texto enviado recientemente al obispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari, detalla el padecimiento que vivieron por aquel entonces los seminaristas que quedaron bajo la órbita de Moya. “Lamentablemente tenía una debilidad por los rubios y de ojos claros, y a los que teníamos esta característica nos esperaba o el paraíso o el infierno”, señala Porri.
En el mismo sentido, comenta crudamente que al negarse a ser secretario de Moya “empezó una vida de calvario e infierno”, ya que “en marzo de 1999, se inauguró el nuevo seminario militar en las instalaciones de Campo de Mayo. Para esa fecha Marcelino hizo echar del obispado a dos seminaristas (Luis María Berthoud y Marcelo Ingrisani) porque no eran de su agrado. El resto de los seminaristas (Pablo Guzmán, Osmar Rossi, Cesar Tauro, Marcelo Tahuil y yo) empezamos a convivir con Moya. Son innumerables los episodios de humillación, desprecio, maledicencia y abuso de autoridad vividos. Es la persona más soberbia y sádica que he conocido en mi vida. Disfrutaba del dolor ajeno y de hacer sentir que nuestras vidas dependían de él”.
Porri prosigue su relato dejando en claro las intenciones de Moya: “su rabia se desencadenaba si veía que no tenía posibilidad de tener una relación sexual; a partir de ese momento empezaba una persecución psicológica y todo tipo de humillaciones”.
Además, retrata al rector del seminario como todo un depredador: “tenía relación con algunos cadetes del Colegio para suboficiales, en su mayoría chicos de bajos recursos y del norte del país, que tenían necesidades de todo tipo y él se aprovechaba de esta situación”. En la misma línea destaca que también “maltrataba a las mujeres y las despreciaba”.
Frente a este calvario y sin encontrar más que encubrimiento y silencio por parte de las autoridades católicas, Porri abandonó el seminario castrense, argumentando que “todos los obispos de ese momento sabían y miraron para otro lado”.
Un par de meses después y con el caso ya circulando por los pasillos del Arzobispado de Buenos Aires, Porri, junto a sus excompañeros del seminario, Marcelo Ingrisani y a Marcelo Tahuil fueron “desterrados” como ellos mismos lo describen, hacia la ciudad italiana de Roma.
Como lo expresa en el documento publicado: “las consecuencias del accionar de Moya y de la complicidad de los obispos involucrados, que sabiendo lo que pasaba no solo no hicieron nada sino que defendieron a Moya, nos obligó al “destierro” para poder ser sacerdotes”. Del mismo modo, Porri menciona al exobispo de Paraná, monseñor Estanislao Esteban Karlic, y al exobispo castrense Norberto Martina, como parte de la cadena de encubrimiento hacia el abusador.
Actualmente el denunciante, se desempeña como sacerdote en el Ministerio pastoral para la comunidad de lengua italiana en la ciudad de Biel-Bienne, en Suiza, desde allí deja en claro que: “Detrás de toda esta triste historia hay tanto dolor, tantas heridas, soledad, rabia, impotencia. Hemos tenido que abandonar nuestra patria, nuestra cultura, adaptarnos a todo, aprender otras lenguas. No hemos podido estar en el momento de la muerte de nuestros abuelos, en el caso de Ingrisani en la enfermedad y muerte de su padre, tampoco ver crecer nuestros sobrinos, no hubieron nunca más navidades en familia, ni cumpleaños, ni amigos de infancia. Así mismo me considero afortunado, porque todo esto es nada en comparación a los niños (hoy adultos) que fueron abusados sexualmente”.
En estas líneas, sostiene que al enterarse de la condena a Moya, se interiorizó de la batalla judicial que llevaron adelante Pablo Huck y Ernesto Frutos, víctimas del cura para lograr sentarlo en el banquillo de los acusados y que sea condenado.
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Afirmando que al “leer las declaraciones de las víctimas, era como leer un poco mi historia (repito que de mí no pudo abusar, era mayor de edad y con un carácter fuerte), pero sí los abusos psíquicos, la manipulación de esta persona y el abuso de poder”.
Ante todo esto, y teniendo en cuenta que “aún no hay condena firme y por tal motivo Moya está en su casa de María Grande” y sigue portando su investidura de representante de la Iglesia Católica, Porri hace un llamado al Arzobispo Puiggari considerándolo “un apóstol que debe velar por la Iglesia” y le cuestiona porque Moya “aún no ha sido reducido del estado clerical” y “aún no ha sido presentado a la Congregación para la Doctrina de la Fe el pedido de reducción”.
A pesar de que fue condenado en el año 2019, a 17 años de prisión por promoción de la corrupción de menores agravada y abuso sexual simple, Marcelino Moya goza de prisión domiciliaria y continúa siendo sacerdote, bajo la excusa de que aún no hay una sentencia firme.
Nada nuevo para este tipo de depredadores, que no sólo cuentan con el favor de las dilaciones judiciales, sino que siguen siendo protegidos por la Iglesia Católica. Institución que comanda Jorge Bergoglio y que a pesar de su demagógica postura de “combate” a la pedofilia y los abusos eclesiásticos, sigue sostenido las viejas prácticas de encubrimiento a los sacerdotes, sobre todo de su país natal.
Caso Moya - Carta cura desde Suiza by La Izquierda Diario on Scribd