Emile Zola sigue siendo uno de los narradores más impetuosos, incómodos e imperecederos del cambio de siglo.
Aunque hoy es recordado por algunos por su manifiesto “J’acusse”, donde intervino con su pluma magistral en el caso Dreyfus, criticando la endogamia y las injusticias del ejército francés, el novelista Emile Zola sigue siendo uno de los narradores más impetuosos, incómodos e imperecederos del cambio de siglo en el centro de una Francia llena de contrastes e injusticias sociales. Describió sus ciudades, fabricas, minas, tabernas, burdeles, suburbios y mercados con un tono de denuncia que no se atenía a las pequeñas reformas, sino que apuntaba a los cambios sociales revolucionarios y estructurales de una época en plena expansión capitalista industrial. Su prosa exquisita, la polémica de sus libros y la capacidad para mezclar lirismo, ritmo y naturalismo le hicieron famoso en su tiempo, pero nunca tiró la toalla en su lucha contra la cultura burguesa: Algunas de sus primeras novelas como “Germinal”, sobre la explotación de los mineros por las grandes compañías, o “Nana”, sobre el destino de una cantante de cabaré en los bajos fondos de París, sacudieron el panorama sociopolítico del momento, como lo hizo también “La saga de los Rougon-Marquat”, que narraba con fluidez cómo un amplio y variado clan familiar se dividía en diferentes ramas de pensamiento y posicionamiento ante una Francia que la literatura del momento se resistía a mostrar, dividida entre los que apoyaban la República y otros la tiranía.. Ni la Iglesia, ni el Ejército, ni el Parlamento, ni la actuación policial contra los jóvenes revolucionarios (“El vientre de París”) quedan fuera de su disección de un lugar y una época, sin temor ni medias tintas.
Al finalizar la década de 1870, en el final del II Imperio, el entonces joven escritor radical decidió ofrecer una imagen auténtica de la vida durante aquel período en todos los sectores de la sociedad. Zola había sido testigo directo del "espectáculo" que describía: el gobierno de Napoleón III finalizaba con una estrepitosa catástrofe al ritmo de los cañones prusianos y los compases del "Orfeo en los infiernos" de Offenbach, que los habitantes de París entonaban como símbolo de resistencia contra un régimen que había llevado al país a una dictadura no vista desde la restauración absolutista de 1814, y que se mantenía a base de satisfacer las ansias de enriquecimiento de los grandes empresarios en pleno desarrollo industrial. Como en tiempos de la burguesía de Luis Felipe, el dinero se convirtió en el máximo atractivo de la nueva oligarquía, y la consigna del poder político era "gobernar con una bolsa de dinero en una mano y un látigo en la otra". Durante los veinte años que duró este sistema (1850-1870), el pueblo francés pareció olvidar sus aspiraciones políticas y sus deseos de libertad cívica, para concentrar su atención en los negocios. La Bolsa de París se convirtió en la institución más importante y la fiebre de la especulación se propagaba por doquier, creando y destruyendo fortunas en un ambiente de crecientes desigualdades. Este es el escenario en el que Zola creció, y que le mostró el rostro crudo y naturalista de su literatura.
En "La débacle" (1892) Zola recordó el nefasto papel que tuvieron las guerras y el tiránico personalismo del primer Imperio entre 1804 y 1814, para justificar el conflicto franco-prusiano de 1870, sumiendo al pueblo francés en un ambiente militarista y de "gloria nacionalista", en el que parecía que se podría volver a conquistar el mundo al son de suntuosos himnos patrióticos. Sin duda, fue el desarrollo de este pensamiento nostálgico de viejas glorias imperiales, unido a la influencia del contexto colonial y al deseo de revancha contra una Alemania en pleno auge expansionista, lo que determinó el carácter del ejército francés durante la III República, y permite explicar por qué vio en el caso Dreyfus una excelente oportunidad para exacerbar ese nacionalismo y reafirmar su posición dominante en la sociedad francesa. Los altos mandos militares no dudaron en falsear y ocultar la verdad sobre la condena de Dreyfus (muy bien descrita en la película "El oficial y el espía" -2019- de Roman Polasnki), generando un escándalo de enormes proporciones. Zola lo describió todo en enero de 1898 en su célebre carta abierta al presidente de la República, "¡Yo acuso!", que desencadenó una violenta ofensiva contra quienes, de una u otra forma, habían enviado a Dreyfus a la prisión de la isla del Diablo: el Ministerio de la Guerra, el Alto Estado Mayor, los militares y los tribunales que se habían plegado a sus órdenes.
Era el acto final de un largo compromiso que Zola había asumido para desenmascarar la mentira de una clase dominante que no había hecho sino enriquecerse a costa de las clases populares. Él había visto con sus propios ojos cómo, mientras crecía la opulencia de los nuevos sectores urbanos de París creados por el barón Haussmann, donde se construían lujosas residencias, los barrios proletarios cercanos se pudrían en medio de la pobreza más absoluta. En "La Taberna" (1877), Zola nos presenta a sus desgraciados habitantes degradados por un alcoholismo que les conduce a la muerte, describiendo unas situaciones desoladoras. La minuciosidad con la que nos transmite el aspecto de sus calles y casas es realmente perturbador: "Sobre el nivel de la calle, la casa alzaba cinco pisos, cada uno de los cuales alineaba en fila quince ventanas, cuyas persianas negras, de hojas rotas, daban un aspecto ruinoso al inmenso lienzo de pared. Cuatro tiendas ocupaban los bajos; a la derecha de la puerta, un bodegón grasiento; a la izquierda un carbonero, un mercero y una vendedora de paraguas. La casa parecía tanto más colosal cuanto que surgía entre dos pequeños edificios bajos, mezquinos, pegados a ella... /... sus flancos no blanqueados, de color de barro, ofrecían la interminable desnudez de la fachada de una cárcel, cuyas fijas de adarajas asemejaban mandíbulas caducas bostezando en el vacío".
Zola fue capaz de ver la alienación de los obreros parisinos, que cada vez se sentían más ajenos dentro de una ciudad que se transformaba en medio de los traumáticos cambios urbanísticos que se realizaban en beneficio de las clases acomodadas. Esta sensación de desidentificación fue lo que contribuyó a la creación de un sentido de solidaridad de clase entre las gentes que vivían en los márgenes de la capital frente a los relucientes y amplios bulevares con apartamentos de lujo del centro, y permite comprender cómo pudo organizarse tan rápidamente la ocupación revolucionaria de la Comuna tras la derrota de Sedán en septiembre de 1870. La cruenta represión posterior les relegó de nuevo a las áreas suburbiales, magistralmente retratadas por las pinturas de Toulouse-Lautrec y la aguda pluma de Zola, que supo conjugar como pocos la literatura de denuncia con la gran literatura: amena, exquisita, llena de ritmo y con una inteligente inmersión en sus personajes.
Hijo, tempranamente huérfano, de un ingeniero, Émile Zola fue un amigo inseparable durante muchos años del pintor Paul Cézanne, también habitante de los suburbios de Paris, que, sin duda, influyó en su capacidad de captar los colores, la sensualidad, las texturas y el olor de las calles. No duró mucho ni en la escuela ni en los trabajos mal pagados que tuvo, y enseguida se dedicó de lleno a la escritura, siendo uno de los grandes cronistas que cantaban a un profundo cambio social. Su relación con el pintor ha dado lugar a un exquisito biopic titulado “Cézanne y yo”, dirigido por la francesa Danièle Thompson, con un gran reparto y una cuidada reconstrucción de época. El filme contiene la inseparable rivalidad entre un maestro de las palabras y un pintor que tampoco se plegó nunca a los cánones de la pintura “a la mode”.
Zola apoyó la huelga de los mineros en “Germinal” (también llevada al cine por Claude Berri), pero, en general, no juzga a sus personajes, sino a esa sociedad clasista contra la que no acaban de rebelarse. El París de Zola nos muestra los puentes, los bares, las imprentas, los refugios más oscuros, pero lo hace desde una escritura luminosa que, aun hoy, sigue sorprendiendo por su capacidad para mezclar a los personajes y los ambientes sociales en los que se mueven. Al final de “La conquista de Plassans”, que es también el final de la saga de los Rougon-Marquat, el escritor, con menos lirismo pero igual destreza, destapa las luchas entre los sacerdotes y la Iglesia Católica en diferentes zonas de Francia, con esos “ministros de Dios” de dudoso pasado y decisiones contraproducentes. Sorprende igualmente la naturalidad y la entidad que concede a sus personajes femeninos. Por ejemplo, en una de sus novelas más lúdicas, “El paraíso de las damas”, nos cuenta la explotación de una muchacha que trabaja en una lujosa tienda de ropa y se pasa a la competencia. Pero, a pesar de los tics de la época, Zola muestra mujeres valerosas en entornos hostiles. Es curioso como Zola, además de la belleza o fealdad femenina, no se contiene a la hora de elogiar el aspecto físico de los hombres, aunque añada la apostilla “de esos que gustan a las mujeres”.
El primero de los grandes cineastas que se aproximó a la obra de Zola fue precisamente un hombre perteneciente a una familia de ilustres artistas, Jean Renoir, que, en las coordenadas del primer cine sonoro y el realismo poético francés, filmó “Naná” y “La bête humaine”, con una mezcla de impiedad y humanismo que definen también la trayectoria del escritor. En “La bête humaine”, posiblemente la mejor adaptación de una de sus novelas, Jean Gabin sufre una enfermedad mental transitoria heredada de sus antepasados, que no son otros que ese oscuro clan de los Rougon-Marquat. Aunque el vigoroso remake de Fritz Lang “Deseos humanos” no tiene nada de desdeñable, la película de Renoir logra la atmósfera y los detalles visuales adecuados para un universo zoliano, además de una gran interpretación de Gabin.
El primer biopic fílmico sobre la “vida y milagros” de Zola fue obra de William Dieterle en los años 30, con un esforzado Paul Muni (que encarno también a Louis Pasteur y Benito Juárez), pero a pesar de su corrección formal no hay sorpresas, todo es lo “ya sabido” y tampoco hay ningún riesgo en la caligrafía fílmica. Es bien sabido que Zola fue despedido de la editorial Hachette cuando ésta se negó a defender sus obras más transgresoras, y que varias de sus novelas fueron consideradas “poco recomendables”, aunque su acogida fuera espectacular. No todas tienen la sensualidad de “Naná” o la belleza plástica de “El vientre de Paris”, pero en su novela “La taberna” nos dibuja la difícil vida de Gervaise, una mujer atada a un hombre, a su vez, encadenado a un sórdido local. Zola dejó testimonio del cambio de bando y las pretensiones monárquicas, llenas de nostalgia por el imperio napoleónico, de la alta burguesía de su país, y también puso rostro a diferentes sectores de las clases favorecidas. Aunque hoy es difícil encontrar el conjunto de su obra, libros como “Germinal” que se adelanta a otras huelgas de mineros en Europa sofocadas por la policía o, a su manera, “Nana”, que da una visión carente de prejuicios de las mujeres que se prostituían en el París de principios de siglo, han pasado a la categoría de clásicos, un hacedor de realismo descarnado, prosa poética y política, denuncia social, literatura y compromiso.
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