–Solo pago diez por esto, porque los relatos sobre el amor entre hermanas no suelen ser atractivos.
–Me atraen a mí, señor...
–Diez. Y esa es mi oferta final.
Este es uno de los diálogos irónicos que la serie propone entre un editor y una de las famosas hermanas March, Josephine alias Jo, escritora ella, y alter ego de la autora (toda la familia, por lo demás, está delineada con rasgos biográficos de los Alcott).
Es también un comentario metaficcional (no se atiene a la novela, donde ese trato pero sobre un libro con otra temática), porque supone reconocer la trayectoria de Mujercitas misma. Mientras el editor de Alcott le encargó una novela dirigida a “mujeres jóvenes” y lo consiguió, venciendo las reticencias iniciales de la autora, el editor que sentencia eso en la miniserie hubiera perdido un excelente negocio.
La historia de “amor entre hermanas” no solo probó tener atractivo: fue un éxito inmediato y llevó a que le encargaran a Alcott una segunda parte, que se publicó un año después (y que aquí conocemos como Las mujercitas se casan, aunque en muchos lugares se publica como parte de un solo libro Mujercitas). Con traducciones en todos los idiomas y varias adaptaciones en teatro, cine y series televisivas, Katherine Hepburn, Elizabeth Taylor y Winona Ryder fueron alguna de las actrices que encarnaron a las March. En la miniserie Jo está a cargo de Maya Hawke.
Con guión de Heidi Thomas, incorporada a Netflix aunque aún no en su versión latinoamericana, la serie es uno de los primeros proyectos en aprovechar el aniversario (hay películas y reediciones especiales en curso), y eligió ir por lo seguro recopilando en 3 capítulos los momentos más transitados de ambas novelas, desde la quema de manuscritos de Jo por parte de su hermana menor Amy hasta la muerte de otra de las hermanas, Beth (los mismos que repasa con el corazón en la boca Joe Tribiani en un capítulo de Friends).
Esa segunda parte fue una especie de traición autobiográfica de Alcott, que el título original –Good wifes, Buenas esposas–, enfatizaba. Buena parte del segundo libro se va a dedicar a arreglar o festejar matrimonios, y salvo Beth, todas las mujercitas finalmente “sientan cabeza”. Hasta la propia Jo, que en el libro y en la miniserie insiste en no preocuparse por su aspecto, ni por sus pretendientes, ni por los modales que se esperan de una señorita, y que añora haber nacido varón para poder pelear en la guerra, trabajar y conocer el mundo, finalmente se casa también, según cuenta la misma Alcott en cartas, por presión también de las fans. Aunque quizá como una especie de firma en disconformidad, la casa sin embargo no con el pretendiente rico, bello y sensible que en principio le propone la novela, sino con un viejo profesor que la conquista intelectualmente.
Pero ya la primera parte de la novela que la mayoría conocemos es una versión edulcorada: se trata de una versión recortada de 1880 que hicieran los editores aún en vida de Alcott, eliminando términos que se consideraron “vulgares” y eliminando dos problemas que dicen mucho de la Alcott real. El primero tiene que ver justamente con el matrimonio como destino para la mujer: si bien la novela siempre tuvo un tono edificante e incluso cristiano, varios comentarios mostraban a las jóvenes mujeres casadas como “prácticamente arrinconadas” en sus casas cuidando a sus hijos.
De eso la nueva miniserie dice poco, a pesar de que recientemente se publicó la novela en su versión íntegra y se volvieron a poner en el tapete elementos que remitían a la vida de la autora, que no solo no se casó sino que, criada en una casa donde los amigos de su padre Emerson, Hawthorne, Thoreau o la periodista y activista por los derechos de la mujer, Margaret Fuller, podían pasar a cenar, supo ser ella también abolicionista y sufragista. Y que, inaugurando una larga saga de escritoras mujeres que firmaron sus obras con simples iniciales o directamente nombres masculinos para que no se reconociera su género (como James Triptree o J.K. Rowling), con el seudónimo de A.M. Barnard publicara otros libros donde las tramas cuentan con adulterios o incestos.
El segundo elemento eliminado en 1880 son las complejas relaciones de Jo con los editores, a los que no deja bien parados. Pero con ello vuelan también buena parte de las abundantes reflexiones que hace el personaje sobre las dificultades para ejercer su oficio. En ello sí parecen haber pegado los debates actuales sobre el feminismo en la miniserie, que se detiene –en la medida en que se lo permite un apretado guión– en diálogos como el que encabeza esta nota. Pero también con las dificultades que supone lograr el tiempo y el espacio para escribir para las mujeres, que siendo “amas de casa”, sin embargo no encuentran allí un “cuarto propio”, como diría años después Virginia Woolf, para sentarse a escribir. Si en el libro más bien Jo parece contar con el respeto de su familia para dejarla escribir en paz, en la miniserie se deja ver cómo las interrupciones de los March y de su amigo son constantes.
Hay otro conflicto relacionado que la miniserie destaca: aquel entre lo que se quiere escribir y lo que gusta al público y permite ganar dinero –un conflicto entre arte y mercado en que el libro insiste y que es novedoso para la época, cuando el desarrollo de un mercado de lectores más amplio y una industria editorial era incipiente–.
En el libro, Jo se decide por ese oficio porque le permite una independencia económica, y con ese objetivo acepta escribir –no sin reproches, culpa ni castigo– sobre temas sensacionalistas que, según le indica su editor, son los que venden. Es su padre el que la contradice y le recomienda aspirar “a lo más alto sin pensar en el dinero”; más tarde será su futuro esposo el que fustigue ese tipo de literatura como inmoral (lo cual, finalmente, Jo acepta). En la miniserie, sin embargo, el enfrentamiento con esas figuras masculinas es más explícito y deja abierta la definición que toma la protagonista: “Ese es un lujo que no estoy convencida que yo tenga”, responde al padre esta Jo que parece reconocer que ganar su propio dinero es necesario para sobrevivir de otra forma que no sea como la solterona que se queda a cuidar a sus padres ni la esposa que deberá cuidar a su marido, elección que tiene en este mundo patriarcal, como era de esperar, sus costos.
Esa es precisamente una de las últimas charlas que tiene con su tía en la miniserie, una viuda que a pesar de ser la encargada de enunciar la moral de la época que debía poner en caja la “naturaleza sinuosa del camino de las mujeres”, escuchando a una angustiada Jo que no encuentra alternativas para su vida que no sean las prefijadas para las mujeres sin esposo, reflexiona:
–El mundo debería ser más amable con nosotras. Nuestras vidas no son vidas sin propósito.
–Pero mi propósito es tan pequeño, y tan estrecho, que los siento caerse sobre mí como paredes” –responde Jo.
Alcott tuvo que lidiar también con las contradicciones de “elegir” entre las limitadas opciones que la sociedad le ofrecía. Además de escritora, trabajó –como sus hermanas March–, en ocupaciones tradicionalmente asignadas a las mujeres: enseñando, cosiendo, limpiando casas y cuidando a enfermos. Sobre ello escribió otra obra de tintes autobiográficos titulada precisamente Work, Trabajo, donde uno de sus personajes dice: “No puedo evitar sentir que hay una mejor clase de vida que esta vida embotada, hecha de un trabajo que no termina, sin otro objeto que conseguirse dinero”. Fue en uno de esos trabajos donde encontró la enfermedad que acabaría con su vida: murió por las secuelas que le dejó un envenenamiento con mercurio cuando trabajaba de enfermera en la guerra de secesión norteamericana.
¿Se traicionó entonces Alcott casando a sus mujercitas? ¿Se vendió al mercado buscando ganar plata? Podría responderse que sí en la medida en que aceptó eliminar de su novela aquello que, más allá de su resolución ficcional, planteaba más desafiante y concretamente los límites que la sociedad impone a las mujeres. Pero también que no, si consideramos que es una adelantada en tematizar el nudo gordiano entre las frustraciones y culpas que sobrellevan las mujeres, y el arrinconamiento en el hogar o en las tareas “de cuidado” que se le asignan cuando trabajan; en suma, la dependencia económica que funciona en la base de las instituciones y estereotipos de una sociedad patriarcal que aún hoy, cuando son mayoría las mujeres “jefas de hogar”, siguen vigentes. |