Una contradicción chocante se observa en la economía mundial: mientras el crecimiento global y de los países centrales exhibe una mejora con respecto a los bajos promedios de la década -sin alcanzar no obstante los niveles previos a la crisis de 2008/9- la inestabilidad financiera se presenta como fenómeno persistente y amenazante. En realidad esta contradicción es sólo aparente como se indicó hace un tiempo en Tensiones económicas e inestabilidad política.
Las turbulencias de febrero que sacudieron los índices bursátiles norteamericanos y mundiales vinieron a poner un freno al optimismo exultante de los organismos internacionales. Es cierto que los disturbios acabaron contenidos sin afectar al conjunto de la economía, pero no es menos cierto que los elementos de inestabilidad cambiaron el tono a la situación general.
Aunque los valores en Wall Street rebotaron rápidamente desde el episodio de febrero, la dinámica frenética de 2017 e inicios de 2018 conocida como “Trump rally” parece haber quedado en la historia. Como lo pone Siaba Serrate: “Desde 2010 que no se asistía a una tromba de rentabilidad comparable. Nadie lo diría mirando las cotizaciones de Wall Street, titubeantes”. Según el mismo autor a la vez que las ganancias de las compañías que componen el índice Standard & Poors crecen 24 % anual -ayudadas por la rebaja impositiva de Trump, agregamos- las cotizaciones se contrajeron 7 % desde los máximos de enero mientras las previsiones de aumento de utilidades en los próximos 12 meses no dejan de inflarse y se recortan los excesos de valuación bursátil.
Retorno de lo nuevo y exposición “emergente”
Los mismos elementos que desataron las turbulencias de febrero emergieron en los últimos días disparando el valor del dólar y sacudiendo a varios de los mal llamados “mercados emergentes”. Los más afectados resultaron los más expuestos en moneda extranjera a través de indicadores como déficit fiscal, de cuenta corriente y deuda. Argentina marcó punta –es sabido y sufrido por estos lares- la siguió Turquía. India, Indonesia, Egipto, Brasil o México sintieron el impacto en una escala bastante menor. The Economist distingue el grado de sensibilidad de distintos grupos de países a los movimientos externos. Destaca que aún países con situaciones financieras más críticas, con déficits fiscales más voluminosos con respecto al PBI -por encima del 8 % en Brasil frente al 5,5 % en Argentina, por ejemplo- o deudas también superiores, pueden alcanzar un más amplio margen de maniobra cuando las acreencias están denominadas mayoritariamente en moneda local. Por el contrario casi el 64 % de la deuda gubernamental y corporativa argentina se encuentra nominada en dólares y otras monedas extranjeras mientras Turquía como único caso comparable -siempre según The Economist- posee un 56 % de su deuda en moneda extranjera.
Los factores desencadenantes del shock externo que se presentan como más inmediatos aparecen con el formato de una máxima paradoja: la economía estadounidense continúa creciendo levemente por encima de la tendencia de los últimos años, la Reserva Federal norteamericana (FED) anunció estar acercándose a la muy reducida meta inflacionaria del 2 % en una situación que venía arrastrando riesgos más bien deflacionarios, los salarios mostraron una recuperación mínima que apenas los separa del cuasi estancamiento de los últimos años y se verifica una tasa de desempleo decreciente –al menos en los sectores de trabajadores que aún figuran en las estadísticas. Todos factores que un “sano sentido común” podría absorber como positivos, encienden una luz roja en los “mercados financieros” -sobrenombre de los grandes capitales que manejan los hilos de la economía- en la medida en que se traduce en la percepción de una mayor escalada inflacionaria –más allá de que esta tendencia tenga o no lugar.
Sin embargo cuando se hurga en las causas más profundas, la paradoja se desvanece dando paso a la dilución de la parte sobrevaluada tejida alrededor de una leve mejoría económica. Los factores señalados arriba se conjugan con otra serie de componentes. Aún sin señales de pánico, entre los “inversores” sobrevuela el temor de que los rendimientos de las acciones en Wall Street hayan alcanzado un techo. Una cuestión relacionada en parte con el hecho de que el ciclo económico –que ya lleva diez años- pueda estar acercándose a su fin. Diversos organismos internacionales anticipan desde hace tiempo una desaceleración económica en un plazo relativamente corto, reconfirmando a la vez la continuidad de lo que la economía oficial retrató como “estancamiento secular”. Incluso una disminución pronunciada del ritmo de crecimento de la Eurozona ya está en curso y la propia economía norteamericana se expandió durante el primer trimestre menos de lo pronosticado. Desde la mirada opuesta a un eventual “recalentamiento”, muchos economistas temen que el retiro progresivo de los estímulos se traduzca en un freno al crecimiento de la economía estadounidense. La rebaja impositiva que Trump y el Capitolio hicieron realidad para el 1 % más rico de la sociedad norteamericana -y para la que una mayoría prevé escasos resultados reactivadores en el largo plazo- proyecta un déficit de 1,5 billones de dólares a efectivizarse en el curso de la próxima década. Esta última cuestión actúa como señal de que el Estado norteamericano precisará tomar más deuda y ello indica continuidad en las políticas de “normalización” –aumento- de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal. Finalmente sobrevuela la inestabilidad e imprevisibilidad política y geopolítica. Cuestiones manifiestas en las permanentes y oscilantes amenazas proteccionistas de Donald Trump, en jugadas de alto calibre como la salida de Estados Unidos del acuerdo nuclear con Irán o una cada vez más crítica relación con la Unión Europea. Tanto las amenazas proteccionistas como la ruptura del acuerdo con Irán -que al menos en lo inmediato desplaza hacia arriba el precio del petróleo- retroalimentan temores inflacionarios.
Efectos sobre el dólar y consecuencias
A pesar de que en su reunión de abril la Reserva Federal no aumentó las tasas de corto plazo de los Bonos del Tesoro, los anuncios del organismo hicieron prever una próxima suba para la reunión de junio. Si bien este incremento sería parte de los tres programados para este año que aún mantienen a las tasas en mínimos históricos, agregados a los cinco aumentos previos que comenzaron a fines de 2015, implican un encarecimiento progresivo del crédito frente a casi una década de tasas cercanas a cero.
Tanto la percepción de un mayor riesgo inflacionario como la necesidad del Estado norteamericano de tomar más deuda, fortalecen la idea de un posible cuarto incremento de tasas por parte de la Fed pero sobre todo de un sendero de conjunto ascendente en el “precio del dinero”. Esta percepción se produce en un contexto en el cual el endeudamiento público y corporativo resulta particularmente elevado como rasgo característico de los últimos años.
La combinación de estos elementos indujo un incremento de la tasa de interés de los bonos a 10 años que emite el Tesoro de Estados Unidos. Si el rendimiento de esos bonos había superado el 2,9 % cuando se produjo la caída de Wall Street de febrero pasado, ahora el rendimiento superó el 3 % en distintas jornadas, cuestión que se considera una “barrera psicológica” porque no alcanza ese valor desde el crítico año 2014.
Estos bonos son instrumentos de deuda de mediano plazo que el gobierno vende en subastas públicas (mercado primario) y tienen un interés nominal fijo pero su precio varía según las oscilaciones de la oferta y la demanda. Si la oferta depende de la cantidad de bonos emitidos por el Tesoro que expresan la necesidad del Estado de tomar deuda, la demanda está sujeta a las expectativas de los “inversores”. Si estos grandes capitales perciben la posibilidad de un incremento de la inflación, consideran que sus acreencias de mediano plazo –los bonos a 10 años- corren el riesgo de desvalorizarse por lo que tienden a abandonarlas prefiriendo la posesión de dólares. De este modo, cuando la venta de bonos se incrementa, su precio disminuye y el interés nominal fijo aumenta en términos reales. Esto es lo que explica la relación inversa entre precio e interés de los bonos. A la vez la “preferencia” por el dólar aumenta su demanda y con ella la cotización de la divisa norteamericana.
La combinación entonces de la venta de bonos del tesoro a 10 años y la expectativa de mayores aumentos de tasas de interés de la Fed, son los dos factores claves que dispararon el valor del dólar en el mercado internacional. La contracara es la devaluación de todas las otras monedas que se verifica en los llamados países “emergentes”. Concomitantemente el aumento progresivo de las tasas de interés en el “centro” y la expectativa de que el fenómeno continúe y se acelere, pone en escena el aquello que se conoce como “fly to quality” (vuelo hacia la calidad) que suele operar en paralelo con el incremento del “riesgo país” en los países dependientes. Es que los diversos capitales que invierten especulativamente eligen la seguridad relativa de los Bonos del Tesoro ni bien se achican los diferenciales de rentabilidad respecto de los llamados países “emergentes”. Esta tendencia a la reversión de los flujos de capitales deviene un factor crítico -y corrientemente explosivo- para los países que dependen de los capitales internacionales que se expresa mucho más agudamente cuando las acreencias están denominadas en moneda extranjera, como señalamos más arriba.
Una analogía y un pronóstico
Existen elementos de similitud entre la situación actual y los acontecimientos económicos que se desarrollaron en la arena internacional entre los años 2013 y 2014. Por aquellos años la Reserva Federal anunció primero el inicio del “tapering” (reducción del programa de compras directas de activos por parte de la Fed) y luego la intención de comenzar una sendero de “normalización” -suba- de tasas de interés. Desde el punto de vista de los movimientos de los “mercados”, la situación actual resulta casi un calco, incluso las políticas de reducción de los estímulos monetarios tuvieron entre sus orígenes una mejora relativa de la situación de la economía norteamericana. Sin embargo muchas son las diferencias entre la situación actual y aquella de 2013/14.
Por aquellos años las políticas de reducción de estímulos monetarios -que finalmente resultaron tan lentas que continúan ensayándose hoy- se combinaron con un menor crecimiento de la economía china -factor clave de tracción de la demanda mundial- cuyo “modelo exportador” encontró límites irremontables. La combinación de ambos elementos desencadenó tanto una revaluación del dólar con una reversión abrupta en el rumbo de los capitales como una reducción profunda del precio de las materias primas de conjunto -aunque en particular las de uso industrial como el mineral de hierro, el cobre o el petróleo. Como parte de este proceso que tuvo agudos efectos durante los años siguientes, los flujos de capital hacia los “mercados emergentes” marcaron en el año 2015 su peor declive en 30 años. El precio de las materias primas de conjunto, por su parte, nunca retornó a sus valores previos. La combinación de la reversión del flujo de capitales y la caída en el precio de materias primas industriales estuvo en el origen del inicio de la aguda recesión brasileña, la caída del precio del petróleo en la debacle venezolana, la suba del dólar disparó la crisis y devaluación de la “Argentina kirchnerista” en 2014, entre otros varios casos críticos como el de Rusia.
Las consecuencias repercutieron sobre la economía mundial en su conjunto que hasta fines de 2016 mostró una de las peores marcas desde la recuperación pos 2008/2009. En gran parte estos años a la vez que esmerilaron las condiciones de estabilidad relativa de los gobiernos “neo reformistas” de América Latina, terminaron de incubar las condiciones para el surgimiento de nuevos fenómenos políticos en el centro que dieron origen al triunfo del Brexit en Gran Bretaña y al de Trump en Estados Unidos.
La situación actual exhibe varias diferencias si se la compara con aquel período. Por un lado el crecimiento de la economía mundial –con los límites señalados- obtuvo durante 2017 su mejor performance comparada con la débil media de la recuperación pos Lehman. Los países centrales tomados de conjunto acompañaron la tendencia. Aunque China muestra un ritmo de crecimiento claramente más reducido que el exhibido hasta 2014 y continúa incubando tensiones internas significativas, su PBI no sufrió nuevas desaceleraciones contundentes y continúa claramente por encima de la mayoría de las economías del mundo excepto la de India. Sin embargo si se compara el deseo de conservar el statu quo que hasta cierto punto garantizaba el establishment por esos años o la medición milimétrica y el diálogo permanente de Janet Yellen con los “mercados”, las condiciones actuales se ponen de manifiesto como altamente críticas. La inestabilidad económica e imprevisibilidad política actual en el contexto de un año electoral, la incrementada competencia entre Estados Unidos y China, el enfrentamiento creciente entre Trump y la Unión Europea o jugadas arriesgadas como la ruptura del acuerdo con Irán, puede jugarle una mala pasada a una economía con fundamentos débiles. Con este telón de fondo, los siempre críticos intentos de reducir los estímulos monetarios trocándolos –al modo de Trump- por medidas fiscales, pueden terminar golpeando más allá de lo esperado a las frágiles economías de los países de la periferia. Si la revaluación del dólar se intensificara estimulando un flujo más intenso de capitales hacia el centro y si como consecuencia de ello se contrajeran en una cuota significativa los precios de las materias primas, los “mercados emergentes” -empezando por los más expuestos a moneda extranjera- podrían transformarse en un eslabón débil y no está descartado que ello desate algún nuevo episodio crítico en la frágil situación económica internacional. |