La noción de individuo que irrumpe con fuerza despiadada en su versión moderna es la expresión final de la destrucción de las formas comunitarias dentro de las cuales los actores reproducían sus condiciones de existencia, desarrollaban su vida gregaria, percibían su relación con la naturaleza y con sus semejantes y construían su identidad.
Los ídolos de madera vencen
y caen las ofrendas humanas.
Karl Marx
En el formidable desarrollo de Marx sobre la lógica del capital y la consecuente comprensión de los fundamentos del orden social regido por los imperativos de su constante valoración, subyace un aspecto poco valorado de su obra pero que sobrevuela todas sus reflexiones. La ruptura histórica que produce el surgimiento de las relaciones capitalistas importa no solo la excepcionalidad de este modo de producción, sino también el dramático desgarramiento de los “modos de vida” anteriores [1], con sus secuelas en las prácticas cotidianas, en la concepción del mundo inmediato y en las subjetividades.
La noción de individuo que irrumpe con fuerza despiadada en su versión moderna es la expresión final de la destrucción de las formas comunitarias dentro de las cuales los actores reproducían sus condiciones de existencia, desarrollaban su vida gregaria, percibían su relación con la naturaleza y con sus semejantes y construían su identidad. Los antepasados de este sujeto desprendido de su pertenencia colectiva encontraban en su condición de miembros de una comunidad “su existencia natural”. De allí la necesidad de recordar el carácter artificioso del individuo libre, naturalizado por la ideología burguesa como demiurgo de todas las creaciones sociales. “Así como un individuo aislado no podría tener lenguaje, tampoco podría tener propiedad del suelo” [2]; si esta idea tan sencilla deja de ser evidente en el capitalismo, es necesario traerla al presente.
Puesto que “el hombre solo se aísla a través del proceso histórico” [3], desnaturalizar la individualidad supone volver a la historia para reformular nuestras preguntas. En palabras de Marx,
lo que necesita explicación, o es resultado de un proceso histórico, no es la unidad del hombre viviente y actuante…con las condiciones inorgánicas, naturales, de su metabolismo con la naturaleza… y, por lo tanto, su apropiación de la naturaleza, sino la separación entre esas condiciones inorgánicas de la existencia humana y esta existencia activa, una separación que por primera vez es puesta plenamente en la relación entre trabajo asalariado y capital [4].
Volvamos entonces a la historia.
Comunidad, individuo y alienación
“La llamada acumulación originaria no es, por consiguiente, más que el proceso histórico de escisión entre productor y medios de producción. Aparece como ‘originaria’ porque configura la prehistoria del capital y del modo de producción correspondiente al mismo” [5]; proceso histórico cuyo origen es borrado a medida que el orden capitalista se afirma y se presenta a la experiencia de los hombres y mujeres como forma natural:
En el transcurso de la producción capitalista se desarrolla una clase trabajadora que, por educación, tradición y hábito reconoce las exigencias de ese modo de producción como leyes naturales, evidentes por sí mismas [6].
Advertimos con Marx una cualidad original de la nueva clase explotadora que la distancia de todas las clases dominantes que la precedieron. Si en los siglos medievales la aristocracia feudal se constituye rearmando en su beneficio la trama comunitaria con que se encuentra, la burguesía capitalista conmueve de raíz los cimientos de la comunidad hasta convertirla en un artefacto del pasado; a la vez que se resignifica la idea misma de lo comunal como mero agregado de individuos competitivamente situados.
La noción materialista de comunidad es indisociable de las dos relaciones centrales que la configuran: el trabajo y la propiedad. En este sentido, Marx advierte que en las formas que preceden a la producción capitalista, tal el título original de los pasajes de sus borradores preparatorios de El Capital en los que aborda este problema, “el trabajador se comporta con las condiciones objetivas de su trabajo como con su propiedad: estamos ante la unidad del trabajo con sus supuestos materiales” [7]. De esta unidad objetiva se desprende que el individuo se comporte a su vez “consigo mismo como propietario, como señor de las condiciones de su realidad” [8]; realidad que trasciende el “sedicente factor económico” [9] para impregnar todos los aspectos de su vida y en particular sus vínculos con los demás hombres.
Si el estudio de los procesos de alienación es indispensable para comprender la producción capitalista y la forma que cobra en este sistema la explotación de clase, los efectos de la separación que se opera en la vida social, merecen ser indagados.
La “afirmación de que el hombre está enajenado de su ser genérico, quiere decir que un hombre está enajenado del otro, como cada uno de ellos está enajenado de la esencia humana” [10].
En Europa occidental, la burguesía se apropia a la vez que destruye las condiciones materiales preexistentes. La comunidad campesina cumplía un papel tan ambivalente como potencialmente peligroso para las clases dominantes feudales en tanto al comprometer colectivamente a los productores en la entrega del excedente servía de base para la realización de la explotación; a la vez que era fuente de cooperación y de organización política de los dominados. La activación de la lucha de clases a finales de la Edad Media es prueba de ello.
Muchos de los conflictos que protagonizan los antepasados del proletariado moderno, en ese mundo trastornado que describiera Christopher Hill [11], son luchas contra la hostilidad de formas y relaciones que les resultan tan perjudiciales y dañinas, como extrañas.
Pocos escenarios ilustran la radicalidad del cambio que importa el nuevo modo de producción, como el de los ataques que sufre la propiedad comunal. Esos bosques, proveedores consuetudinarios de recursos para los pobres, al convertirse en propiedad privada de los terratenientes se transforman en un universo desconocido, ajeno y hostil, retratado por Marx en sus notables escritos sobre la “Ley acerca del robo de leña”, discutida en el parlamento renano en 1842. Si durante siglos las comunidades rurales habían hecho un uso práctico de estos espacios en los que se expresaba la vitalidad comunitaria [12], ya desde finales de la Edad Media y con mayor virulencia en los primeros siglos modernos, las mismas prácticas son convertidas en delito.
Acciones cotidianas como cortar madera, recoger del suelo las espigas y las ramas de los árboles constituirán de ahora en más la violación de la “sagrada propiedad perfecta” que construye la revolución liberal: “El pueblo ve la pena pero no ve el delito, y puesto que ve la pena donde no hay delito no verá ningún delito donde haya una pena”, sentencia Marx [13].
La criminalización de las prácticas agrarias consuetudinarias se corresponde con la transformación de los recursos productivos en mercancías. Cuando el valor de uso se vuelve indisociable del valor de cambio, “los títulos de propiedad” se enfrentan necesariamente a “los títulos de necesidad” [14]. Es tan sustancial el cambio, que su imposición demanda de toda la brutalidad del Estado, que pone sus legisladores, sus leyes, su policía y su ejército al servicio de los propietarios privados [15]. Así, a propósito de la sanción en el siglo XVIII de la llamada Ley Negra contra los cazadores furtivos y los usufructuarios ancestrales de los bosques ingleses, E. P. Thompson advierte “que la justicia pasó a ser un instrumento para la defensa de la propiedad y su estatus concomitante”; de manera “que el dominio de la ley” no es más que “otra máscara del dominio de clase” [16].
La desarticulación de la comunidad arroja a su suerte a los individuos desposeídos que en su camino errante buscan refugio en sus prácticas ancestrales, pero ya no las encuentran. En su lugar, descubren que el “derecho consuetudinario de los pobres” se ha convertido en “monopolio de los ricos” [17]. Este verdadero proceso de subversión de la totalidad impacta sobre cada uno de esos desheredados que desalojados del viejo orden social, aún no han sido sujetados por el nuevo. En este desarrollo que los propagandistas burgueses han presentado de manera simplista como el triunfo del individuo sobre la opresión de la comunidad, se esconde la verdadera victoria “de una minoría de individuos frente a la mayoría” [18].
Del mismo modo opera la burguesía imperialista sobre las formas comunales que encuentra en las periferias a las que somete. En este sentido, las reflexiones de Marx sobre los efectos de la colonización británica de la India ponen el eje en la desestructuración de las comunidades ancestrales en las que la posesión efectiva de la tierra constituía un derecho sustancial de la pertenencia colectiva, muy superior a la noción misma de propiedad; de allí que “no exista propiedad privada en el sentido estricto de la palabra –¡tal propiedad sería de hecho susceptible de alienación de quien estuviera en posesión de ella!–”, enfatiza Marx [19].
En última instancia, los métodos idílicos de la acumulación originaria que constituyen la prehistoria del capital y sus consecuencias más desgarradoras permiten advertir la singularidad histórica del capitalismo como sistema de opresión y la lucidez de Marx para iluminarla.
La comunidad ancestral y el desarrollo histórico
Los valiosos aportes en torno de la comunidad ancestral contribuyen a comprender la radical disrupción de los modos de existencia que provoca el capitalismo, al mismo tiempo que exponen la concepción marxista del desarrollo histórico. Lejos de las interpretaciones evolucionistas que muchos de sus detractores le imputaron para desacreditar tanto su sistema de ideas como el proyecto revolucionario que sostiene e impulsa, Marx advierte el dinamismo contradictorio que repele tanto los reduccionismos mecanicistas como los esquemas unidireccionales. Si bien esta visión está presente en toda su obra, los borradores y la carta final que envía en 1881 a Vera Zasúlich, militante del Grupo Emancipación del Trabajo, ofrecen una síntesis cabal de su posición.
La inquietud de Zasúlich gira en torno del porvenir de la comuna rural rusa y su papel en la transformación revolucionaria; inquietud que la lleva a requerir la opinión de Marx “acerca del posible destino de nuestra comunidad rural y de la teoría de la necesidad histórica para todos los países del mundo de pasar por todas las fases de la producción capitalista” [20]. La respuesta no solo apunta a clarificar las condiciones que habilita la organización comunal sino que precisa las posibilidades de la acción revolucionaria en contextos considerados “atrasados”, como el de la Rusia zarista.
En abierta oposición a los planteos evolucionistas en auge que sindicaban a la comuna como factor retardatario y arcaizante, Marx advierte los elementos favorables que la entidad comunal aporta a la transformación social. El carácter nacional que alcanza la comuna rural “en un medio histórico donde la contemporaneidad de la producción capitalista le presta todas las condiciones del trabajo colectivo”, puede ser la base de la socialización de los medios de producción, “incluso en condiciones de incorporar las adquisiciones positivas logradas por el sistema capitalista sin pasar por sus horcas caudinas” [21].
Ninguna linealidad histórica, ningún desarrollo predeterminado ni “etapas necesarias”; tenemos frente a nosotros la dialéctica del desarrollo desigual y combinado de la totalidad histórica. Al restituir la comunidad a sus respectivos contextos, al historizarla, rechaza las interpretaciones que sustancializan las formas sociales haciendo de ellas factores en sí mismos progresivos o retrógrados [22]. La inscripción de la comuna en las condiciones realmente existentes ubica las tareas políticas que el proletariado revolucionario debe emprender, dentro de sus posibilidades objetivas.
En el contexto crítico del capitalismo actual, la urgencia de esas tareas demanda voluntad e inteligencia. Las reflexiones de Marx sobre la comunidad nos recuerdan la necesidad de revisar el significado de lo colectivo a partir de sus fundamentos materiales históricamente determinados. Si a finales del siglo XIX la fortaleza de la comunidad hacía posible la construcción de una sociedad libre de toda explotación sin tener que pasar por esas horcas caudinas del capitalismo, casi un siglo y medio después se trata de construir la herramienta política para derribarlas.