Con ribetes cinematográficos, las denuncias por corrupción en la obra pública vuelven a la agenda política.
Esta vez no se trata de una huída con bolsos con millones de dólares, como la de José López en el convento de General Rodríguez, sino de una acusación por el momento menos clara, con cuadernos que supuestamente estarían detallando el funcionamiento de un complejo entramado de coimas bajo los gobiernos kirchneristas, con fuerte protagonismo del hoy detenido Julio De Vido, y vinculaciones directas con el ex matrimonio presidencial. Las anotaciones que dispararon la investigación habrían sido realizadas por Oscar Centeno, chofer de Roberto Baratta, mano de derecha del entonces ministro de Planificación.
El rol del juez Claudio Bonadío, que es quien ordenó las más de quince detenciones que tuvieron lugar hasta el momento, contribuye a que desde los acusados, especialmente aquellos vinculados al kirchnerismo, se señale una supuesta intencionalidad política de la investigación, alegando que es una maniobra para permitirle al macrismo desviar la agenda política, en un marco de fuerte malestar por la crisis económica y el ajuste, así como de acusaciones contra María Eugenia Vidal por los aportantes truchos de campaña.
El blanco es fácil: Bonadío no solo es el juez que ya había pedido el desafuero de Cristina Kirchner, judicializando una causa política como el memorándum con Irán, sino que también es uno de los jueces señalados en su momento por ser parte de “la servilleta de Corach”, aquella en la que el ex funcionario habría anotado a los magistrados que respondían incondicionalmente al ex presidente Menem para la fiesta de la impunidad de aquel Gobierno.
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Sin embargo, lo cierto es que más allá de las especulaciones políticas que se quieran hacer desde un lado y otro, para la mayor parte de la población es inequívoco a esta altura que a costa del presupuesto público se realizan desde hace décadas negocios millonarios entre funcionarios y empresarios, que son estructurales en el sistema capitalista.
También es incontestable que los ritmos de la “Justicia” se adaptan fácilmente a los gobiernos de turno, pisando el acelerador o el freno en cada causa, según convenga, como se ve en los múltiples casos del gobierno macrista sobre los cuales no hay consecuencias judiciales. Inversamente, en este caso, el rol de la justicia es funcional al macrismo que busca tomar aire tratando de superar su peor momento desde que llegó al poder.
Todos en el mismo barro
Independientemente de los resultados de la investigación hoy en curso, lo cierto es que ya el escándalo de José López en 2016, incontestable al ser hallado con su fortuna “in fraganti”, había dejado poco lugar a dudas sobre la corrupción en la obra pública durante los gobiernos kirchneristas.
Pero el entramado que se investiga hoy, con empresarios de diversas vinculaciones, se basa sobre la realidad (más allá de esta investigación concreta, sobre la cual aún no hay pruebas) de que los mecanismos de corrupción son más profundos, permanentes y que están de ambos lados de la “grieta”.
Hace un tiempo había sido Héctor Méndez, ex titular de la Unión Industrial Argentina, quien había reconocido que entre los empresarios se le llamaba “Movicom” a la obra pública, “porque va con el 15 adelante”, en referencia a los porcentajes de coimas pagados para obtener las licitaciones.
Es por eso que en el “escándalo de los cuadernos”, además de los funcionarios kirchneristas que están investigados y son el centro del entramado que se investiga, es importante detener la mirada en los empresarios.
Entre ellos, ya detenido, se encuentra Javier Sánchez Caballero, quien fuera gerente general de la empresa SOCMA de la familia Macri, firma que en 2007 fue vendida a Iecsa, cuyo dueño pasó a ser el primo de Macri, Ángelo Calcaterra. Esta última empresa también está señalada por los ejecutivos de Odebrecht en lo que es uno de los mayores escándalos de corrupción de Latinoamérica.
Como jefe de Gobierno, en la Ciudad de Buenos Aires, Macri ya había mostrado sus criterios para la obra pública, como con el entubamiento del arroyo Maldonado, que había sido adjudicado a Iecsa. Su amigo personal, Nicolás Caputo, también se había beneficiado de generosos contratos. Al fin y al cabo, se trataba de seguir una larga tradición familiar de negocios de la mano del Estado, como en la dictadura, cuando el grupo Macri pasó de tener 7 empresas a poseer 47, y su deuda fue estatizada por el gobierno de facto.
Los escándalos de Panama Papers, Correo Argentino y tantos otros que tuvieron lugar durante lo que va del mandato presidencial de Cambiemos, muestra que poco ha cambiado.
Solo desde una perspectiva anticapitalista se pueden plantear las únicas medidas que pueden acabar con la corrupción: terminar con el secreto bancario; abrir los libros de contabilidad de todas las empresas vinculadas a la obra pública para que sean investigadas por representantes elegidos por los trabajadores y especialistas de las universidades públicas nacionales; control obrero de la obra pública y expropiación de las empresas implicadas en casos de corrupción; auditar a las empresas de servicios públicos para saber qué hicieron con los subsidios millonarios que recibieron del Estado; que todo funcionario público gane como una maestra; reestatizar los puertos donde se hacen maniobras para evadir impuestos; nacionalizar el comercio exterior para evitar negociados con exportaciones e importaciones; crear una banca estatal única para evitar la fuga de capitales.
Por último, las causas de corrupción no pueden ser investigadas por jueces como Bonadío o el retirado Oyarbide, salpicados por múltiples escándalos, y que constituyen una casta llena de privilegios: que los jueces sean revocables, ganen como una maestra, elegidos por sufragio universal y juicios por jurados elegidos por el pueblo. |