Probablemente a causa de la popularidad que en los últimos años han obtenido figuras como Jeremy Corbyn o Bernie Sanders, y debido a la dinámica que está tomando el fenómeno más amplio de los Democratic Socialists of America, la idea del socialismo dispone en la actualidad de una impronta renovada. Es claro que, por lo menos desde que en el contexto de la Primera Guerra Mundial se suscitara una ruptura en el movimiento marxista internacional, quedando por un lado los reformistas y por otro los revolucionarios, siempre ha existido una cierta tensión e incluso incompatibilidad entre las nociones de socialismo y comunismo. En términos generales, la primera de estas palabras se asocia con las distintas experiencias socialdemócratas –es decir, tanto con las de los prósperos gobiernos escandinavos del siglo XX como con las de aquellos partidos que, ya sea en el poder o no, en las últimas décadas se pasaron abiertamente al campo del neoliberalismo. Por su parte, la idea del comunismo se liga más a los bolcheviques, la Revolución Rusa, el proceso de traición y burocratización que tiene lugar de la mano de Stalin, el bloque soviético, la guerra fría y, más en lo reciente, el colapso de 1989-1991. En otras palabras, para la gran mayoría, el socialismo –y quizás con esto tiene que ver el nuevo brío del que el significante hoy goza– remitiría a la realidad y a lo que es posible hacer en ella; el comunismo, en cambio, a la utopía, a lo imposible y, por consiguiente, a las pesadillas totalitarias en las que pueden tornarse los sueños emancipatorios. Esto al menos es lo que parecería subyacer tras lo que es propuesto por Axel Honneth en su más reciente libro, La idea del socialismo. Una tentativa de actualización (Buenos Aires, Katz, 2017).
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Ahora bien, los términos en cuestión comparten un mismo origen, el cual, en lo que respecta estrictamente al uso político, se remonta a las postrimerías del siglo XVIII y los albores del XIX, momento en el cual figuras como Saint-Simon o Babeuf conceden a ambos sus primeras determinaciones. De hecho, y dejando de lado la cuestión del pasaje de la comunidad a la sociedad consagrado en la modernidad capitalista, Marx empleaba dichos términos un tanto indistintamente. Si bien el célebre Manifiesto que escribió junto con Engels es comunista; si bien la experiencia de la Comuna de París lo llevaría, en su crítica al programa de Gotha, a terminar de acuñar la expresión “dictadura revolucionaria del proletariado” e, incluso, distinguir una “primera fase de la sociedad comunista” y otra “superior”, jamás relacionó taxativa y unívocamente a una con el socialismo y a la otra con aquello que sería el comunismo propiamente dicho –esto es, aquello que en su juventud había tematizado ya como un “movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual” y, a la vez, “una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos” [1]. Ello fue más bien responsabilidad exclusiva de Lenin, quien estableció una suerte de “diferencia científica entre el socialismo y el comunismo”, vinculando el primero a la fase inferior enunciada por Marx y el segundo a la superior –es decir, a la “extinción completa del Estado” [2]. Por obra de Stalin, esta diferenciación devendría un dogma estéril y se supeditaría a una concepción eminentemente etapista, evolucionista, termidoriana y por tanto contrarrevolucionaria: la doctrina –si es que así cabe llamarla– del socialismo en un solo país. No es casual entonces que aquellos que habían sido derrotados en su intento de dar lugar a una “revolución permanente” –los trotskistas– se reconocieran cada vez más a sí mismos como socialistas revolucionarios –al igual que los maoístas, quienes eventualmente se autoproclamarían comunistas revolucionarios, con ello buscaban delimitarse no sólo de los socialdemócratas sino también de los partidos comunistas oficiales y, más en general, del socialismo realmente existente (en realidad un “estado obrero degenerado”) al que Stalin, en la Constitución soviética de 1936, decretó oficialmente que la URSS había arribado [3].
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Esto explica por qué una obra colectiva como Después de la caída, compilada por Robin Blackburn y publicada en el contexto mismo de la debacle euro-soviética, lleva por subtítulo El fracaso del comunismo y el futuro del socialismo. A su manera, arroja luz también sobre el un poco más reciente coqueteo del régimen chavista con la idea de socialismo del siglo XXI... Como sea, algo de la situación descrita se ha visto conmovido desde 2008, cuando la utopía económica de un libre mercado mundial registra la crisis más severa de los últimos tiempos. Es entonces que, en parte gracias a la serie de conferencias organizadas en Londres, Berlín, París, Nueva York, Seúl y Roma –conferencias éstas que tienen a Badiou y Žižek como claros protagonistas–, la idea del comunismo comienza a cobrar una inusitada actualidad, desplazando del centro de la escena a la del socialismo [4]. Sin dudas, han sido Negri y Hardt los primeros en plantear algo de esto, pues lo hecho en trabajos como Imperio, Multitud y Commonwealth supone oponer lo privado del capitalismo y lo social (o lo público y estatal) del socialismo a lo común del comunismo. Sobre todo por obra de ellos –pero también de Badiou, quien ha señalado que “la hipótesis comunista sigue siendo la buena hipótesis”– pasó a desconfiarse de lo que una idea como la del socialismo puede deparar para el futuro [5]. En palabras de Žižek, ella ya no representaría hoy en día “la infame ‘fase inferior’ del comunismo” sino más bien “su verdadero competidor, su mayor amenaza” [6]. Se trataría, en lo fundamental, de un recurso mediante el cual el capital podría una vez más abortar o al menos posponer el desenlace de la crisis.
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Aunque no sea admitido, la intervención de Honneth se enmarca en las discusiones abiertas por autores como Negri, Badiou o Žižek. Antes de pasar de lleno a ella, digamos algunas palabras sobre el autor. Representante destacado de la llamada tercera generación de la Escuela de Frankfurt y –desde 2001– director del célebre Institut für Sozialforschung, Honneth nace en 1949 en la localidad de Essen y estudia filosofía, sociología y germanística en las Universidades de Bochum y Bonn. En Crítica del poder, la tesis doctoral sobre las obras de Horkheimer, Adorno y Foucault que defiende en la Universidad de Berlín en 1983 y publica en 1985, cuestiona lo que conceptualiza como un déficit sociológico del marxismo en general y de la tradición frankfurtiana en particular –es decir, un funcionalismo economicista que sería consecuencia de unas premisas filosófico-históricas jamás abandonadas y una concepción antropológica reducida a la esfera del trabajo. En consecuencia, habiendo manifestado la necesidad de reintroducir la problemática del conflicto social por el poder, en La lucha por el reconocimiento –trabajo de habilitación docente aparecido en 1992 en el que pone a punto la propuesta del joven Hegel de Jena– sigue un camino que su maestro Habermas había vislumbrado tempranamente pero no tomó, rebasa la filosofía de la conciencia y traza los contornos de un enfoque teórico- crítico de la sociedad que da cuenta del proceso de la formación moral intersubjetiva. Por último, en El derecho de la libertad, su magnum opus de 2011, toma como modelo la filosofía del derecho hegeliana y prosigue lo ya hecho en los términos de una teoría de la justicia anclada en la estructura de las sociedades contemporáneas y que tiene como objeto a la instancia del reconocimiento recíproco de la libertad social, cosa que lo conduce a reconstruir normativamente las esferas institucionales de las relaciones personales, la economía de mercado y la voluntad democrática.
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Publicado originalmente en 2015 por la editorial alemana Suhrkamp, La idea del socialismo se basa en una serie de conferencias impartidas por Honneth en la Universidad de Hannover. Bajo la premisa de que la libertad social, analizada en la parte principal de su magnum opus, no es más que la idea misma del socialismo, el autor se aboca aquí a una actualización metapolítica del proyecto de la forma de vida democrática que de dicha idea se deriva. Para ello procede mediante una reconstrucción que no sólo echa luz sobre los pormenores de la trayectoria conceptual del socialismo sino también, a causa de que se le achacara el “no querer discutir la perspectiva crítica de una transformación del orden social dado” (p. 12), sobre cómo él debería ser hoy renovado.
En un primer momento, repone cómo y en qué términos los primeros representantes del movimiento y, a través de una reconsideración hegelo-feuerbachiana, Marx, formularon la propuesta original. Su hipótesis de indagación es que tras el proyecto socialista de “poner nuevamente bajo el poder de la sociedad, representada por el Estado, las funciones económicas que habían escapado del control social” (p. 31), se halla la iniciativa moral o ética mucho más fundamental de “realizar para la masa de la población los principios ya proclamados de la libertad, la igualdad y la fraternidad” (p. 32).
Honneth, claro está, no se detiene con esta reposición. Bajo el supuesto de que la propuesta original del socialismo ha envejecido, examina críticamente las premisas en las que la misma descansa; a saber: “la esfera económica como único escenario de la lucha por la forma adecuada de libertad, la retrovinculación reflexiva con una fuerza de oposición ya existente” –esto es, el proletariado– y “la expectativa con bagaje histórico-filosófico de un triunfo necesario” (p. 71). Ahora bien, lo que es propuesto no es tanto una eliminación como una sustitución de dichas premisas. En tal sentido, el autor explora unas sendas de renovación que conllevan, básicamente, “dos correcciones” (p. 113). En primer lugar, ante la típica prescindencia socialista del mercado capitalista, defiende la posibilidad de “experimentar para conocer los límites morales” (p. 115) del mismo, y determinar así entonces cuál es la vía más adecuada “para realizar la libertad social en la esfera económica” (p. 121). Esta defensa, desde ya, se ampara en que la “guía normativa en la búsqueda experimental” es “la eliminación de barreras que obstaculizan la comunicación sin restricciones de los miembros de una sociedad” (p. 123). La tesis es que existen “formas cooperativas de coordinación de la acción económica” (p. 139) y que, por lo tanto, “el socialismo revisado debe contar con un archivo interno de todos los ensayos [...] que se hayan realizado” (ibídem: 143). De dicha tesis se infiere que los “portadores sociales de las reivindicaciones normativas que el socialismo intenta inscribir en las sociedades modernas” (p. 148) son no “las subjetividades insurgentes, sino las mejoras que se han vuelto objetivas; no [...] los movimientos colectivos, sino los logros institucionales” (pp. 148-149) –vale decir, que los “destinatarios” del “conocimiento logrado experimentalmente” son “los ciudadanos” (p. 150) en general.
Y con esta observación queda introducida la segunda de las correcciones que Honneth propone, pues la misma concierne a la “construcción de voluntad democrática” (p. 151). El planteo del autor es que, a lo largo de su historia, el socialismo ha sido presa de un “fundamentalismo económico” que, necesariamente, lo condujo a un “déficit democrático” (p. 154) –o, en otros términos, que ha sido víctima de una “ceguera jurídica” (p. 161) que no le permitió considerar el “potencial liberador de barreras a la comunicación que significó la institucionalización de los derechos fundamentales liberales” (p. 162). Asimismo, dicho fundamentalismo le impidió “aceptar la diferenciación funcional de las sociedades modernas como un hecho normativo” (p. 166) y, en consecuencia, “interpretar la esfera de las relaciones personales como un lugar independiente de libertad social” (pp. 171-172). A entender de Honneth, los tres subsistemas –el del “amor, el matrimonio y la familia”, el de “la construcción de la voluntad democrática” y el del “sistema económico” (p. 178)– deben operar de modo tal que en cada uno de ellos rijan “condiciones de mutualidad sin imposiciones” (p. 179), lo que a la vez implica que funcionen armónicamente entre sí, a la manera de “un todo orgánico” (p. 181). Si esto ocurre, sostiene el autor, nos hallamos en presencia de “una forma de vida democrática” (p. 184).
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Como ha sabido indicar Daniel Bensaïd, ninguna de las “palabras de la emancipación” ha conseguido salir indemne de las “tormentas del siglo pasado” [7]. El de Honneth, sin dudas, es un ingenioso ejercicio de reparación de una de esas palabras. Ahora bien, en su tentativa de actualización –y en esto Žižek lleva toda la razón–, el autor descuida la dimensión de “la economía, del capitalismo global y sus antagonismos”, abordando a éstos como meros “problemas comunicacionales” –o, más bien, recognoscitivos– y actuando, por consiguiente, a la manera de un socialista ético” que “descarta la referencia a un agente social de cambio privilegiado (la clase trabajadora) como una resaca del socialismo decimonónico, y en su lugar fundamenta las demandas de cambio a partir de normas éticas que nos conciernen a todos” [8].
Los futuros intentos de sanación y puesta a punto estratégica de las palabras de la emancipación dañadas –y en lo que a esto concierne, no importa tanto, a fin de cuentas, si se trata de la del socialismo o de la del comunismo– deberían atender a dicha dimensión y obrar en consecuencia.