El Museo Nacional de Bellas Artes recibe 85 acuarelas del reconocido pintor británico, trascartón, se inaugura la posibilidad de que los museos vuelvan a cobrar entrada después de 20 años.
Si creen que su tiempo
vale la pena salvar,
entonces empiecen a nadar.
O se hundirán como una piedra.
Porque los tiempos están cambiando
(Bob Dylan, The Times they are a-Changing, 1964).
En 1789, la Revolución Francesa abría un ciclo de revoluciones en todo el continente europeo. Este proceso se extendería por más de sesenta años, marcando el ascenso de la burguesía a la arena política. Londres crecía a ritmo de máquina y en igual medida se desarrollaba su proletariado. En ese caldo, espeso de profundos cambios en todos los órdenes de la sociedad, cocinaba sus sienes Joseph Mallord William Turner (1775 - 1851). Destacado miembro de la Royal Academy que, lejos de salir corriendo a los botes en plena tormenta, se ató al carajo del barco para sentir en su cuerpo las indomables fuerzas de la naturaleza y de su tiempo.
El Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) recibe 85 acuarelas del reconocido pintor inglés. Las obras son una selección de un conjunto de más de treinta mil papeles, según cuentan sus organizadores, que la Tate Britain custodia bajo el Támesis.
Son trabajos que rara vez han sido expuestos, inclusive durante la vida del artista. El pulso de Turner fue reconocido tempranamente por el gusto del coleccionismo, por lo tanto casi todo lo que salía al mercado se consumía. En su gran mayoría, estas acuarelas formaron parte del patrimonio de su propio creador hasta el día de su muerte para luego ser donadas al estado británico, en 1856. Así las cosas, estos trabajos en papel nos ofrecen una perspectiva particular del artista; una ventana a sus obras más personales, quizás, a sus reservadas formas de experimentación.
Un manto de sombra invade el pabellón del MNBA y nos revela una travesía de más de medio siglo de producción ininterrumpida. Las luces bajas no son una muestra de austeridad en sintonía con la bajada presidencial, sino que obedecen a los métodos de conservación del papel de larga data.
Organizadas por secciones y bajo un riguroso criterio cronológico, se reúnen las distintas etapas de un paisajista desatado. Un romántico remando a contracorriente que supo llegar primero donde nadie había estado.
A fines del siglo XVIII Londres se había convertido en el mayor centro de comercio internacional, el puerto principal y almacén del mundo, testigo de la creación de algunas fortunas espectaculares. Charles Dickens describía a la nueva urbe "Era una ciudad de máquinas y de altas chimeneas, por las que salían interminables serpientes de humo que no acababan nunca de desenroscarse, a pesar de salir y salir sin interrupción. Pasaban por la ciudad un negro canal y un río de aguas teñidas de púrpura maloliente." (Tiempos difíciles, 1854) Y allí, de espaldas a la naciente ciudad industrial con los ojos en las brumosas aguas del Támesis, Mr. Turner y sus acuarelas. Un hechicero, oculto conspirador contra el progreso, dispuesto a conjurar a las fuerzas de la naturaleza para hacer volar por los aires a la máquina y que se propague el vapor.
Tormenta de nieve (1842) y Lluvia, acero y velocidad. El gran tren del oeste (1844) son testimonio indeleble de su condición de romántico. Ambas telas, ubicadas en los principales museos de Inglaterra, son símbolo del triunfo de la naturaleza sobre la civilización. Las creaciones del hombre son desarmadas por los fenómenos naturales en vibrantes formas de color. Trasluce esa nostalgia romántica por la vieja Inglaterra orgánica ya desaparecida, una imagen común en los artistas románticos que rescataban del pasado los valores sociales, culturales, políticos y religiosos precapitalistas. A la vez que la poderosa burguesía inglesa le sacaba de las manos sus mercancías, Turner escupía (un gesto que parece haber sido parte de sus métodos pictóricos) y se revelaba en sus telas contra la civilización industrial moderna. Quizás por reacción conservadora a las ideas impulsadas por las revoluciones burguesas o, tal vez, por falta de sitio propio dentro de los movimientos sociales que realmente habrían podido transformar el capitalismo industrial en una sociedad más justa, los artistas se vieron empujados al aislamiento de sus mentes creadoras [1]. La de Turner fue una muy poderosa, por cierto, que lo llevó en su etapa madura a abandonar el relato romántico, inclusive, para desarrollar una nueva visión.
"El sol... El sol es dios” se dice que fueron las últimas palabras de Turner; un final romántico, para variar. Nunca sabremos si los hechos fueron tales o la escena pertenece a la pluma edulcorada de algún biógrafo. De ser verdad, con esta frase Turner no solo se adelantaba un siglo y medio al Pity Alvarez, sino que dejaba sentadas las bases para uno de los movimientos artísticos más importantes de fines del siglo XIX. Bajo el título Luz y color, el curador de la muestra, David Blayney Brown, reúne una serie de trabajos en los que Turner experimenta con nuevas formas de composición. Comúnmente llamadas «comienzos de color» estas acuarelas se liberan de la carga descriptiva de décadas anteriores. Los horizontes difusos de sus obras nos devuelven el reflejo del fenómeno artístico que varios años después se conocería con el nombre de Impresionismo. Hacia fines del siglo XIX los sueños ilustrados de la razón ya no garantizan las posibilidades de conocer la realidad tal cual era. A la luz de las teorías positivistas que iban tomando fuerza, los pintores impresionistas sostenían no describir al mundo, sino pintar las impresiones que la luz dejaba en sus retinas. Así las cosas, con estos trabajos Turner dejaba una suscripción por adelantado a la Sociedad Anónima de Pintores, Grabadores y Escultores (París, 1874), agrupación que daría inicio formal al movimiento Impresionista.
En el último tramo de la muestra, el viejo Turner acelera el paso. Esa tendencia a despegarse del relato se profundiza. Los barcos, las nubes, el horizonte y todo lo conocido desaparecen para dar lugar a expresivas composiciones de color. No son pocos los que le reconocen a este explorador haber sido el primero en navegar las aguas de la abstracción. Una característica de vanguardia que le ha servido de nombre y eslogan a un prendimiento privado reconocido como el premio más importante de Gran Bretaña. El Turner Prize, un tanque del mercado británico del arte contemporaneo que ha premiado, entre otros, al imponente tiburón en formol (The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living, 1991) de Damien Hirst.
JMW Turner. Acuarelas no solo inaugura la primera visita al país de la obra del pintor de la luz, sino que abre un nuevo ciclo de exposiciones aranceladas en el MNBA. La muestra, anunciada con bombos y platillos como uno de los eventos culturales del año, consuma, tras cartón, la posibilidad de que los museos vuelvan a cobrar entrada después de 20 años.
A su vez, el evento hace que el director del museo muestre sus muelas, orgulloso, al ser presentado por los medios como un logro en materia de gestión cultural y relaciones institucionales. Andrés Duprat ha sabido describir para la gran pantalla las contradicciones entre alta y baja cultura, pero parece que se le escapan las conclusiones al mirar a los costados. Mientras el gobierno cocina un nuevo presupuesto de ajuste para el sector (se aumentaría la partida solo un 10% contra una inflación que superará holgadamente el 40%), las trabajadoras y trabajadores de la cultura, en su mayoría con contratos precarios por más de quince años, ven caer el poder adquisitivo de sus ya magros salarios con el ritmo vertiginoso que Turner supo dar a sus acuarelas.
Han pasado más de ciento sesenta años de la muerte de Turner y el capital, que se consolidaba por aquellos años, aún chorrea sangre y lodo en el mundo. Las contradicciones se amontonan. Una muestra políticamente exitosa para vender a los medios y un presupuesto a la baja para el sector cultural. Nos queda hasta febrero del 2019 la obra de un pintor comprometido con su tiempo que supo interpretar en el paisaje los vientos que cambiarían el mundo para siempre.