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1ro de diciembre de 2024 Twitter Faceboock

“Integración” y dependencia: México ante Estados Unidos
Bárbara Funes | México D.F | @BrbaraFunes3

La modernización del TLCAN es un nuevo capítulo en la larga historia de opresión y saqueo de México a manos de Estados Unidos. De fondo, las olas de la globalización en crisis.

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“Me pregunto cómo sería la política exterior de los Estados Unidos si elimináramos las fronteras nacionales del mundo, al menos en nuestras mentes, y pensáramos que todos los niños de todas partes son nuestros”.
— Howard Zinn, La otra historia de Estados Unidos.

Un interrogante más que pertinente en nuestros días: cuando la ima­gen de una niña pequeña llorando frente a su madre detenida por un agente de la Border Patrol [1] recorrió el mundo. Encarna la brutalidad de la política de “tolerancia cero” de Donald Trump, que llevó a la separación de alrededor de 2 000 niños de sus padres, migrantes que dejaron sus países de origen —El Salvador, Guatemala, Honduras, Mé­xico— ante la violencia y la pobreza que imperan.

PDF Lilia Velásquez, profesora adjunta de la facultad de leyes de la Universidad de California en San Diego, explicó a Univisión No­ticias: “Esto no es nada nuevo. Obama también separaba a la familia. No dejaba libre al padre, pero sí dejaba a la mamá con él o los menores en libertad, porque consideraba que la esposa no iba a desaparecer, que no abandonaría al marido y se iban a presentar en las cortes. Ese era el propósito”.

Migración y elecciones

Este nuevo capítulo en la crisis migratoria se dio durante la última fase de la pasada campaña electoral en México. Al mo­mento de hacerse pública la detención de los niños migrantes, López Obrador, hoy presidente electo, declaró que las políticas migratorias de Trump eran inhumanas y llamó a Peña Nieto a que llevara a cabo tres acciones: una nota diplomática de protesta, la intervención de derechos humanos de la ONU y enviar un equipo de profesionales a la frontera para asistir a los niños y familiares. Se evidenciaba una orientación conci­liadora ante la administración Trump, con el objetivo de forjar una relación de “respeto y la cooperación”, como señaló en distintas entrevistas.

Ya en el segundo debate presidencial, enfocado en la relación entre México y Estados Unidos, fue notorio su silencio ante la dura política migratoria del gobierno de Peña Nieto, mientras, como salida ante los ataques de la administración estadouni­dense contra la comunidad migrante, su respuesta se enfoca­ba en asistencia legal a los mexicanos residentes en Estados Unidos y la creación de proyectos productivos en los países de origen de los migrantes, centralmente México, Guatemala, El Salvador y Honduras. Lo cual evidentemente no puede dar una salida satisfactoria ante las brutales condiciones que en­frentan los migrantes que atraviesan México y los que llegan a Estados Unidos.

En este contexto, el saliente gobierno de Peña Nieto se apres­ta a firmar el Acuerdo de Tercer País Seguro (TPS). El mismo apunta a que México se legitime como el filtro para que los mi­grantes no lleguen a la frontera con Estados Unidos. Estipula que los extranjeros no mexicanos deberán pedir asilo en Mé­xico y quedarse aquí, en caso de que se los otorguen. Si no lo hacen, serán deportados. A cambio de esto, la administración Trump entregaría 800 millones de dólares para la infraestruc­tura del Instituto Nacional de Migración (INM), cuyos agentes se transformaría en subalternos de la Border Patrol.

Esto es un nuevo paso en la subordinación de los gobiernos mexicanos a las políticas estadounidenses, que se suma a la aplicación del Plan Frontera Sur en 2014 y al despliegue de la Iniciativa Mérida desde 2008, y conlleva la cooperación en materia de “seguridad”: plataformas informáticas para el regis­tro de datos biométricos en la frontera, sistemas de intercomu­nicación y “capacitación” para los agentes migratorios.

Según señaló David Maciel: “La importancia de la mano de obra mexicana en el proceso de expansión industrial de Esta­dos Unidos es indudable. Los trabajadores mexicanos han sido inducidos a trabajar en Estados Unidos —legal o ilegalmente— cuando se ha necesitado fuerza de trabajo accesible y bara­ta, y han sido repatriados a México en épocas de contracción económica”. [2] Un escenario que parece volver a repetirse en la actualidad, en el contexto de una integración económica entre México y Estados Unidos más profunda que nunca.

Es así que la cuestión migratoria es una de las aristas más conflictivas de la relación entre México y Estados Unidos en el contexto de la actual transición. Pero no es la única: como veremos a continuación, la militarización, el tráfico de armas y de drogas y la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte son las otras.

La economía “ilegal” de la frontera mexicano-estadounidense

El mismo despliegue de seguridad mexicano-estadounidense que golpea con rudeza a las trabajadoras y los trabajadores que buscan migrar, es el que permite el libre tránsito para el tráfico de armas, de drogas y de personas a través de la frontera, el aspecto más reaccionario de la expresión open market-closed border.

En cuanto al tráfico de drogas, los cárteles mexicanos —aso­ciados con sectores del gobierno— lideran la producción y ex­portación de heroína, así como el tráfico de metanfetaminas, fentanilo, cocaína y mariguana a Estados Unidos. Sólo entre 2013 y 2017, habrían lavado unos 3 billones 646 mil 500 mi­llones de dólares, según estimaciones del Departamento del Tesoro estadounidense. Esa es la dimensión del negocio mi­llonario creado gracias al prohibicionismo en la política hacia las drogas.

Un estudio del Center for American Progress muestra que, entre 2011 y 2016, al menos 106 000 armas fabricadas en Estados Unidos estuvieron relacionadas con actividades del crimen organizado en México. De esa cantidad, alrededor de 74 200 fueron compradas legalmente, mientras unas 213 000 provie­nen del tráfico de armas.

Según la organización American Friends Service Committee, las armas estadounidenses fueron utilizadas en alrededor de la mitad de los 57 000 homicidios cometidos en México des­de 2013 al 2016 y casi la mitad de las armas recuperadas en México son rifles semiautomáticos, como las variantes AK y AR. El tráfico de armas a través de la frontera mexicano-es­tadounidense deja enormes márgenes de ganancias a los con­trabandistas, que van del 300 al 500 %. Para 2016, el 41.3 % del armamento ingresado a México provenía de Texas, el 18.6 % de California y el 14.6 % de Arizona, todos estados fronterizos [3].

“Las armas usadas en la desaparición de nuestros hijos, sobre todo las de los policías municipales, a través de la Sedena, son fabricadas en Estados Unidos. Y es probable que sean usadas por los delincuentes también”, declaró José Antonio Tizapa, padre de Jorge Antonio, uno de los 43 normalistas de Ayotzi­napa desaparecidos desde 2014, a The New York Times.

Un hecho similar se evidenció con la Operación Rápido y Furioso, llevada a cabo de 2006 a 2011 por la ATF, que facilitó el tráfico ilegal “supervisado” de más de dos mil armas de Es­tados Unidos a México, como parte de un operativo estadou­nidense contra el Cártel de Sinaloa.

Este gran negocio prosperó bajo el “fuego” de la guerra con­tra el narcotráfico, lanzada por Felipe Calderón, presiden­te entre 2006 y 2012, y continuada por Enrique Peña Nieto hasta ahora. Fue también con fondos de la Iniciativa Mérida, entregados por distintas administraciones estadounidenses. La militarización, desplegada desde entonces, ha dejado un saldo maldito para la clase trabajadora y los sectores populares: más de 270 mil personas asesinadas, más de 30 mil desaparecidas, 250 mil desplazadas y más de 23 800 feminicidios.

Como señala Oswaldo Zavala [4], se trató de una estrategia de seguridad desplegada en realidad contra la clase trabajadora, los pueblos originarios y las comunidades. Con la excusa de “comba­tir al narcotráfico”, la militarización le permitió al Estado mexi­cano despoblar tierras ricas en recursos energéticos para que las transnacionales pudieran explotarlos, como se dio en Tamauli­pas, Coahuila, Chihuahua, o en Guerrero con la minería.

Ante la guerra contra el narcotráfico, el presidente electo López Obrador impulsa un plan por la pacificación y la recon­ciliación nacional que dio inicio el 7 de agosto y recorrerá 20 ciudades en los próximos tres meses. Se organizarán mesas a las que está convocada la “sociedad en su conjunto”. Su mo­delo es el Plan de Paz de Colombia, que dejó en la impunidad la acción represiva de los militares y los paramilitares en ese país. Ya se alzan voces críticas que señalan en los Foros de Pacificación y Reconciliación Nacional que “Perdón no es jus­ticia” y denuncian la exclusión de comunidades indígenas que denunciaron violación de derechos humanos.

TLCAN: la integración a favor de las trasnacionales y el gran capital

En agosto de 2017 se abrió la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte —entrado en vigencia en 1994, un salto en la precarización laboral de la clase obrera de los países de la región—, partiendo de varias exigencias de Donald Trump orientadas a reducir el déficit de la balanza co­mercial estadounidense —que en 2017 llegó a 795 689.8 millo­nes de dólares— y obtener más beneficios para el gran capital de ese país.

Entre las demandas más cuestionadas por las corporaciones se cuentan la cláusula “sunset”, para renegociar el tratado cada 5 años —porque crea un escenario de incertidumbre para los negocios capitalistas—, y las reglas de origen de la industria automotriz, con un aumento de los componentes producidos en la región que se incrementaría del actual 62.5 % al 85 %, de los cuales la mitad debería ser estadounidense. México se alineó a las exigencias de Trump en materia de reglas de origen automotriz, a cambio de que éste no les apliquen aranceles al acero y al aluminio, y de que no imponga aranceles de 25 % a los automóviles mexicanos.

Continúan las negociaciones entre Estados Unidos-Canadá. Habrá un acuerdo, que la clase dominante estadounidense prefiere que sea trilateral, aunque Trump sigue con la presión sobre Canadá. Uno que posible­mente se firme en condiciones que no son favorables a las tras­nacionales cuyos capitales no sean del gigante del norte, y que oxigenará la enorme cadena de valor desplegada en la frontera mexicano-estadounidense. La industria maquiladora —58.7 % de la cual está concentrada en Baja California, Sonora, Chi­huahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas—, la automotriz y la agricultura intensiva son algunas de las principales acti­vidades económicas que generan ganancias millonarias para las transnacionales, basadas en la superexplotación de la clase trabajadora mexicana y migrante a ambos lados del río Bravo.

En 2017, el intercambio comercial entre México y EE. UU., ascendió a 557 034 millones de dólares (mdd), del cual el su­perávit del primero sobre el segundo llegó a 71 054 mdd. Los estados fronterizos con el gigante del norte aportan al Produc­to Bruto Interno de México 21%.

Sin duda, el principal atractivo para la inversión de las tras­nacionales al sur del río Bravo son los bajos salarios que se pagan. En 1996, Andrés Barreda planteaba que la fuerza de trabajo mexicana y latinoamericana “disciplinada y extrema­damente barata” era una ventaja comparativa de Estados Uni­dos ante la industria china. Aseguraba que “Estados Unidos, la Unión Europea y Japón buscan contener y/o contrarrestar esta nueva embestida en el universo de las ganancias extraordina­rias organizando dentro de sus respectivas áreas de influencia a decenas o cientos de millones de trabajadores que sean tan superexplotados como los chinos.” [5]

El paso de los años en gran medida le dio la razón: en el informe “Perspectivas del empleo 2018”, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) señala que México reporta los más bajos salarios, con promedio sala­rial de 4.6 dólares diarios (alrededor de 88 pesos mexicanos), mientras que el promedio en la OCDE es de 16.8 dólares (unos 318.36 pesos mexicanos). Esto es en gran medida producto de la generalización del outsourcing y la precarización laboral, legitimadas con la imposición de la reforma laboral en 2012.

A su vez, en Estados Unidos, según una investigación de Uni­visión Noticias, la comunidad hispana percibe el salario más bajo en ese país: en 2017 un trabajador latino ganaba por mes cerca de 2 528 dólares (unos 47 905 pesos mexicanos), una cifra inferior a la que perciben los trabajadores afroamericanos, 2 740 dólares (alrededor de 51 923 pesos mexicanos). Y más abajo aún en la escala salarial están las trabajadoras latinas, con un sala­rio promedio de 2 372 dólares (44 949 pesos mexicanos). Cabe destacar que, aunque parezcan salarios altos en México, el costo de vida en EE.UU. es mucho más alto que al sur del río Bravo, y varía según el estado. En 2017, en California, una persona adulta que viviera sola necesitaba un ingreso mensual de 2 323 dólares si tenía un seguro de salud con base en el empleo, o de 2 641 dólares con un seguro de salud no subsidiado.

Perspectivas inciertas

Desde su campaña electoral hasta la puesta en marcha de los Foros de Reconciliación Nacional, en plena transición, el próximo gobierno de López Obrador se perfila como concilia­dor ante el gobierno estadounidense y dispuesto a mantener la continuidad en cuanto a los términos del TLCAN definidos por la administración saliente de Peña Nieto. Ante la deuda externa —una de las cargas más pesadas que deja el gobier­no priista—, se mantienen los compromisos. Frente a la crisis migratoria, se plantean los planes de desarrollo —anclados en mantener y profundizar las condiciones de superexplotación y precarización actuales— y no hay declaraciones respecto a los aspectos más reaccionarios de la política migratoria mexicana dictada desde Washington, como es el Plan Frontera Sur.

Esta orientación del próximo gobierno enfrenta la crisis de la gran empresa neoliberal, basada en la globalización, que no implicó que desapareciera la contradicción entre las fronteras nacionales y el desarrollo de las fuerzas productivas. Como se­ñala Paula Bach “La ‘globalización’ —en tanto ‘empresa neoli­beral’ pujante desde los años ‘80— se fue convirtiendo en una estructura estancada luego de la crisis de 2008. No obstante y ante la inexistencia de una ‘nueva empresa’ promisoria para el capital, el terreno se presenta como una suerte de campo de batalla en el que se enfrentan tendencias nacionalistas insur­gentes y una ‘globalización’ resistente.” [6] ¿Será la relación con Estados Unidos el eslabón más débil del gobierno de López Obrador? Es muy posible.

Mantener la subordinación ante el gigante el norte, tender la mano al gobierno de Estados Unidos, lleva a que el llanto desgarrador de la pequeña separada de su madre en la frontera —una metáfora de la barbarie a la que lleva la decadencia capi­talista— no se conjure, no tenga una salida progresiva viable en el marco de la relación entre el imperialismo estadounidense y el próximo gobierno de López Obrador.

Pero hay una salida: terminar con la explotación propia de este sistema capitalista a ambos lados de la frontera, y la opre­sión imperialista de Estados Unidos sobre México, para hacer realidad una integración de los países de la región, decidida y llevada adelante en función de los intereses de los trabajadores del campo y la ciudad, en una Federación de Estados Unidos Socialistas de Norteamérica.

 
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