“No he venido a defenderme. Nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa. Y la guerra contra el terrorismo fue una guerra justa. Sin embargo, yo estoy aquí procesado porque ganamos esa guerra justa. Si la hubiéramos perdido, no estaríamos acá”. Con estas palabras, con la arrogancia intacta, el almirante Emilio Eduardo Massera, amo y señor de la Marina en los años de plomo, ferviente católico y político frustrado, inauguró su alegato de defensa en el denominado Juicio a las Juntas, en 1985.
Sin embargo, para el momento de su fallecimiento, del que hoy se cumplen 8 años, ya nada quedaba de aquella figura prepotente, del “ala dura” del triunvirato militar. Con sus facultades mentales alteradas producto de las consecuencias de un ACV en 2002, aún tenía una lista de procesos en su contra e incluso estaba siendo juzgado en ausencia en Italia. Otros países europeos también estaban en la lista de espera.
De una carrera militar meteórica, en 1973 se convirtió en comandante en jefe de la Armada de la mano del presidente Juan Domingo Perón y por recomendación de Lorenzo Miguel y de López Rega, siendo el marino más joven de la historia naval argentina en alcanzar ese rango. Al poco tiempo, junto con Jorge Rafael Videla y Orlando Ramón Agosti, Massera encabezó el golpe de Estado que derrocó a Isabel Martínez de Perón el 24 de marzo de 1976 e integró la primera Junta de Comandantes. Los tres oficiales decidieron repartirse el poder por tercios, uno para cada arma, y se lanzaron a una represión feroz hacia los partidos de izquierda, sindicatos y organizaciones populares, que estaban en auge en la convulsionada Argentina de la década del 70, con la complicidad de la Iglesia católica y de sectores civiles, como los empresarios que armaron “listas negras” con obreros que se habían destacado en la pelea por mejores condiciones de vida y por otra realidad.
Para “El Negro” se habían acabado hacía tiempo las contemplaciones. Dentro del triunvirato militar, se rumoreaban los roces con Videla, quien tenía una “línea blanda” de transición más ordenada de la democracia burguesa, previo exterminio de todos los elementos de izquierda, y por el contrario, muchas coincidencias con Luciano Benjamín Menéndez y Guillermo Suárez Mason, quienes a su vez detentaban dos de los centros clandestinos más grandes. Es por ello que bajo su mando, Massera tenía a la Escuela de Mecánica de la Armada y al grupo de tareas 3.3, cuyas perlitas más destacadas fueron Alfredo Astiz, Jorge Acosta, Adolfo Donda, Jorge Rádice y Antonio Perdías, entre otros.
Un genocida con ambiciones presidenciales
Sin embargo, Massera tenía muchas más ambiciones y objetivos, pero lo complicaron algunos “errores de cálculo”, como las muertes del empresario Fernando Branca y la diplomática Elena Holmberg, que lo hicieron tambalear frente al establishment. A ellas además se le agregó la del publicista Marcelo Dupont, siendo este último testigo en el juicio por el asesinato de la diplomática. La burguesía local y empresarial toleraba sin ningún problema la persecución, caza y detenciones ilegales de los “zurdos”, pero que les tocaran a elementos propios ya era otra cosa. Es por ello que El Negro, con la mezcla de móviles políticos, sexuales y económicos se convirtió en un elemento indeseable tanto para ellos como para sus propios camaradas, y anunció su retiro solamente 3 años después.
Pero el almirante no podía quedarse quieto. Quizás, previendo que en algún momento la democracia tendría que ser una circunstancia inevitable, comenzó a desarrollar un sistema propio para desplegar sus ideas. Así nació en 1978 el diario Convicción, con el objetivo de defender los intereses de la Armada y los propios, que contó con la “colaboración” de periodistas detenidos en la ESMA, y fue columnista al mismo tiempo de la revista Cambio, otra de las publicaciones oficiales. Pero el interés iba por otro lado y por ello, valga la ironía, creó el raquítico Partido Por la Democracia Social con el objetivo de presentarse como candidato a presidente de la Nación en 1983, pero el 21 de junio del mismo año es detenido por la presunta participación en la desaparición de Branca, por lo que no pudo postularse.
Finalmente, el 9 de diciembre de 1985, fue condenado a prisión perpetua, reclusión por tiempo indeterminado e inhabilitación absoluta para ocupar cargos de por vida por 83 homicidios calificados, 623 privaciones ilegales de la libertad, 267 aplicaciones de tormentos, 102 robos agravados, 201 falsedades ideológicas de documentos públicos, cuatro usurpaciones, 23 reducciones a servidumbre, una extorsión, dos secuestros extorsivos, una supresión de documentos, 11 sustracciones de menores y siete tormentos seguidos de muerte. Entre sus víctimas de la ESMA figuran las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet; la fundadora de Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor, y el escritor y periodista Rodolfo Walsh.
Pero los vericuetos de la democracia burguesa y del poder tienen sus propios ribetes. Tal vez sea por eso que, a pesar de la condena percibida y que jamás confirmó si los 4500 desaparecidos de la ESMA fueron arrojados desde los vuelos de la muerte, en 1990, casi ni bien asumió el poder, tuvo una pequeña ayuda de un amigo riojano, el electo presidente Carlos Menem, quien lo indultó y permitió que la vida de Massera sea un colchón de rosas hasta 1998, donde la jueza Servini de Cubría determinó que sus delitos eran de lesa humanidad y por lo tanto, imprescriptibles. Fue encarcelado pero en el año 2000 gozó de prisión domiciliaria en una quinta de 9 mil metros cuadrados en Pacheco.
Para entonces Massera, nacido en 1925, comenzó a padecer problemas de salud hasta 2002, año en donde perdió el beneficio de estar en su domicilio y volvió a estar en prisión, pero no en cualquier lugar sino en el pabellón VIP de la Gendarmería Nacional, lugar del que tuvo que ser trasladado por una aneurisma cerebrovascular (ACV), que lo complicó al punto de ser declarado incapaz por demencia tres años después y por lo tanto con la suspensión de todas las causas que pesaban en su contra. Finalmente, falleció el 8 de noviembre de 2010 con la impunidad que le dio los años en libertad, y llevándose consigo la ubicación de miles de desaparecidos y de bebés secuestrados durante la dictadura.
Tal como concluyó Osvaldo Bayer, en su libro Massera, el genocida, “sobre su tumba caerán los salivazos de la indignación pública como lluvia intermitente”.