En su nueva carta de intención y memorándum de entendimiento de octubre de 2018 para alcanzar un aumento del préstamo con el Fondo Monetario Internacional, el gobierno argentino insiste con “comenzar a examinar una muy necesitada reforma previsional”. Al mismo tiempo, en América Latina proliferan los planes de modificar los sistemas jubilatorios, tanto explicitados en las prioridades de gobiernos como en el caso del derechista Bolsonaro en Brasil, como en el México del “progresista” López Obrador, pronto a asumir.
Las reformas jubilatorias son un disparador recurrente de las batallas de clase que se están librando en el marco de una etapa de crecientes tensiones, crisis y polarización política. El capital necesita encontrar vías de escape a las dificultades para vigorizar el proceso de acumulación y en ese camino encuentra atractivo recortar la masa de valor que escapa de sus manos para sustentar los medios de vida de la población que ya no trabaja para él. Vale entonces darse la vuelta sobre este fenómeno e investigar las contradicciones que encierra la disputa por el tiempo de trabajo y de ocio, o más precisamente en este caso, por el tiempo en que los trabajadores están disponibles para el capital.
Con la mira en la edad jubilatoria
“Pocas reformas son tan controvertidas como elevar la edad de jubilación”. Así se inicia el informe de pensiones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD) del año 2017, y hasta se pregunta, “¿por qué es tan impopular trabajar más, incluso en personas con mayor expectativa de vida y en buena salud?” [1].
Entre los años 1995 y 2005, unos 18 países habían incrementado la edad de retiro, de acuerdo a un informe del Banco Mundial [2], pero los cambios predominantes fueron otros: 57 países habían modificado la tasa de cotización (aportes y/o contribuciones), 28 la fórmula de cálculo de los haberes (o redujeron directamente el monto de las prestaciones) y otros 14 cambiaron la base de contribución (el salario en actividad considerado como referencia del cálculo) o la fórmula de actualización de los beneficios. En todos los casos el objetivo era hacer “financieramente más sostenibles” los sistemas, es decir, reducir los costos fiscales de mediano y largo plazo, a costa de un mayor ajuste sobre las familias trabajadoras.
Luego del estallido de la crisis en el año 2008, el principal cambio de los sistemas jubilatorios comenzó a ser la elevación de la edad mínima requerida. De 49 países con sistemas públicos de reparto que hicieron modificaciones, las tres cuartas partes incluyeron aumentos en las edades de jubilación [3]. Estas modificaciones tienen además en común la incorporación de mecanismos para reducir los montos de las jubilaciones y potenciar la fragmentación de los trabajadores en edades pasivas, e incluso en ciertos casos se relativizan los sistemas de reparto transformándolos en “cuentas individuales” bajo el paraguas de un sistema público.
La consecuencia lógica ha sido el acortamiento del tiempo disponible por los trabajadores luego de retirarse y una reducción de las tasas de sustitución, es decir, de la relación entre los ingresos en actividad y las jubilaciones. Según el Instituto de Investigaciones Económicas de Munich, dicha tasa en Estados Unidos se redujo de 67 % a 44 % entre 2007 y 2015, en Canadá de 63 % a 44 %, en Francia de 62 % a 56 % y en Argentina de 57 % a 41 %, por nombrar algunos ejemplos.
Del relevamiento de la Federación Internacional de Administradoras de Fondos de Pensiones (FIAP) puede observarse que la mayor parte de las reformas en la última década ocurrieron en los países europeos. Asimismo, dentro de los países miembros de la OECD, entre 2015 a 2017 tres de ellos aumentaron la edad legal de retiro [4], pero otros tres decidieron dar marcha atrás con el aumento pautado [5] debido al fuerte descontento popular que se extiende por todo el mundo, en el que se expresan consignas como “no queremos trabajar hasta la muerte” [6].
El mundo del revés: cuando vivir más y más saludable, es peor
Los argumentos que presentan los analistas del régimen y los organismos internacionales para avanzar en las reformas tienen como eje la “sustentabilidad previsional”, señalando los persistentes déficits en que estarían incurriendo los sistemas a causa de los cambios demográficos y las nuevas tendencias en el mercado laboral.
El elemento predilecto de estos diagnósticos es el incremento en la esperanza de vida. De acuerdo a datos del Banco Mundial, esta pasó de 52,5 años al nacer en 1960 a 72 años en 2016, un aumento de casi 20 años a nivel global en medio siglo. Sin embargo, la esperanza de vida a los 60 años en los países de la OECD creció poco más de 5 años (de 18 a 23,4) desde 1970. A esto se agrega una reducción de los índices de natalidad, modificando las pirámides poblacionales de modo que la proporción entre la cantidad de adultos y los jóvenes se reduce. Así, la “tasa de dependencia de adultos mayores” se incrementó de 19,5 en 1975 a 27,9 en 2015 para países de OECD, proyectándose que se acelere y duplique hacia 2050, llegando a 53,2 [7].
¿Pero estos cambios demográficos implican necesariamente un problema financiero? Allí es donde, incluso dentro de la propia lógica de financiamiento de los sistemas previsionales, los análisis reconocen que los problemas se originan principalmente en las condiciones de trabajo del régimen salarial en las que se apoyan los sistemas, es decir, en la creciente precariedad laboral, desempleo, fragmentación y exclusión de los trabajadores en “edad de trabajar”. De manera que lo que realmente cuenta en los análisis actuariales no es meramente la dependencia demográfica, sino el incremento de la cantidad de jubilados (y pensionados) en relación a los aportantes reales y los bajos salarios por los que aporta la mayoría. La OECD indica que “gracias” a las reformas de pensiones en las últimas décadas en los países miembro pudo atenuarse esta mayor presión fiscal, no obstante desde 1990 el gasto público previsional en dichos países creció 2,5 % del PBI, lo que resulta aberrante para quienes observan en dicho gasto una pérdida de ganancias.
Las recetas no podrían ser otras, entonces, que postergar el momento de pagar las jubilaciones (elevar la edad jubilatoria), como reducir sus montos reales con todos los cambios paramétricos posibles. Entre estos últimos se cuentan las modificaciones en los índices de actualización (por ejemplo, la reforma previsional en Argentina que cambió la “movilidad”), e incluso recientemente se comenzó a incorporar un mecanismo automático para reducir las jubilaciones en forma inversamente proporcional al aumento de la esperanza de vida [8]. De esta forma, se llega al colmo de imputarles a los trabajadores el “costo” de cada mejora alcanzada por la productividad del trabajo que permite un aumento promedio de la esperanza de vida (que además, no es la misma entre distintas franjas de obreros y que en sectores más acomodados).
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Otros países fueron más allá y fijaron directamente las edades de retiro al aumento en la esperanza de vida, como en Dinamarca, Finlandia, Italia, Holanda, Portugal y Eslovaquia. En ningún caso se toma como referencia para fijar el monto del haber el valor de los bienes necesarios para vivir y para garantizar los servicios de salud y de disfrute para establecer el nivel de las jubilaciones o el momento de retirarse de la vida laboral.
Pero además, la “edad de jubilación” podría encararse desde otra perspectiva si se considera no ya un momento estipulado para retirarse, sino el aporte social que pueden hacer los trabajadores en cada franja de edad si no estuviesen atados a la esclavitud asalariada, así como su interés particular de seguir en actividad [9]. Sin embargo, desde el punto de vista del capital, los adultos mayores solo entran en consideración en la medida en que produzcan plusvalor [10].
Jubilaciones, valor, plusvalor y crisis
Vale preguntarse en este punto a qué responde la nueva oleada de reformas previsionales que apuntan a posponer la edad de jubilación.
En primer lugar, es importante identificar que el aporte previsional con el que se sostienen las jubilaciones (sea en sistemas públicos o privados) es una parte del valor de la fuerza de trabajo que se distribuye a los trabajadores que ya no están activos y les permite a los primeros, el día de mañana, acceder a un haber. El haber de los pasivos también se corresponde (o debería hacerlo), con el valor de la fuerza de trabajo, por eso el reclamo histórico del 82 % móvil del salario medio como piso para los haberes. Pero las patronales quieren hacer caer el valor de la fuerza de trabajo (el aporte previsional incluido) para acrecentar la plusvalía y, al mismo tiempo, sostener con este financiamiento debilitado la mayor exigencia a los sistemas previsionales por el alargamiento de la vida.
Así, mediante las reformas previsionales buscan implementar una disminución de la tasa de aportación (principalmente las contribuciones que pagan los empleadores), achicando el poder de compra de los haberes o aumentando el período de consumo productivo de la fuerza de trabajo en relación con su tiempo pasivo (aumento de la edad jubilatoria). En ciertos casos, especialmente en sistemas de reparto, los menores recursos de los sistemas a causa de dicha reducción de contribuciones es “compensada” parcialmente con impuestos que tienden a recaer en primera instancia de manera regresiva sobre los propios trabajadores, en forma de impuestos al consumo, aunque de manera general esta vía termina afectando los niveles de plusvalía. Esto explica la presión sistemática para que los Estados abandonen los esquemas de reparto y deriven la gestión de las pensiones a los mercados financieros.
De igual forma, volviendo sobre el tema de la esperanza de vida, si bien su aumento implica destinar más recursos a sostener una creciente masa de población que ya no participará de la producción de plusvalor, los mismos podrían ser ampliados sobre la base de las posibilidades materiales existentes de multiplicar la masa de mercancías necesarias con cada vez menos trabajo, así como de la sistemática evasión del pago de las contribuciones patronales con el trabajo no registrado. Esto fundamenta no solo el reclamo legítimo por sostener niveles salariales y jubilaciones acordes con su valor, sino también la posibilidad concreta de reducir la jornada legal de trabajo durante la etapa activa. La negación de los Estados capitalistas a ampliar la fuente de recursos de los sistemas se sustenta exclusivamente en que la única forma de hacerlo es a través de la afectación de las ganancias.
Así, lejos de ser una cuestión “natural”, la relación causal entre el aumento de esperanza de vida y el de la edad de jubilación está determinada por la necesidad del capital de incrementar su apropiación de plusvalía. Este aspecto cobra una dimensión adicional y fundamental en el contexto actual de crisis, en el que el capital pretende elevar la explotación de la fuerza de trabajo para asegurar un restablecimiento de las condiciones de valorización [11].
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En este marco, contrariamente a las teorías burguesas del “futuro del trabajo” (versión renovada del “fin del trabajo”) que pregonan un peligro de pérdidas de empleo producto de la potencial renovación tecnológica, la puja por mantener a los obreros más años en actividad pone en evidencia su contrario: la necesidad de aumentar la masa de trabajadores explotados.
Este objetivo tiene un doble sentido: de una parte, aumentar el ejército de reserva para bajar el valor general de la fuerza de trabajo, de otra parte, hacer recaer mucho más en los obreros los costos de la reproducción social. Lo primero toma forma toda vez que a mayor edad el acceso a un empleo se torna cada vez más difícil, resultando no ya en más obreros ocupados, sino en una mayor oferta laboral que pasa a engrosar las filas de la disciplinante desocupación, o de incorporarse en formas precarias. Lo segundo se obtiene como resultado de intensificar la presión sobre los hogares (y en especial de las mujeres) para garantizar los medios de vida y de cuidado que dejan de obtener las personas jubiladas al degradarse sus ingresos.
Las expectativas sociales frente a los planes del capital
Desde una perspectiva global, el plan estratégico del capital financiero internacional apunta a extender el tiempo en que los trabajadores están disponibles para ser explotados por el capital. Es decir, ya no solo extender la disponibilidad en términos de su jornada laboral, o del aumento de la porción de valor apropiado por el capital mediante la reducción del trabajo necesario (plusvalía relativa), sino de la multiplicación de la cantidad de jornadas, meses y años que las personas deben sostenerse trabajando bajo el mando del capital durante su vida.
La clase capitalista es consciente de que afectar las jubilaciones es tocar un nervio sensible de la sociedad, y especialmente si se trata de aumentar la edad jubilatoria. Desconocer este rechazo social y encararlo sin anestesia tiene un costo muy alto para sus impulsores, pero aceptar el mismo sin más no se plantea como una opción. Por ello, si no es a fuerza de represiones violentas y brutales, el camino que están proponiendo adoptar los organismos financieros internacionales toma un rodeo, sin por ello abandonar dicho norte estratégico. La OCDE, organización a la que quiere ingresar la Argentina bajo el gobierno de Macri, pone el foco entonces en la búsqueda de “flexibilizar” los sistemas de retiro, una forma solapada de alcanzar el mismo resultado.
Así, se recomienda buscar la manera de que trabajar más años aparezca como una “decisión individual” del trabajador y no una obligación impuesta por el régimen de trabajo asalariado y los cada vez más estrictos requisitos para acceder a una jubilación suficiente. Cuanto más años se trabaje (en blanco), mayor será el monto de la jubilación; si el trabajador opta por postergar la edad de jubilación, hay premios, si opta por anticipar el retiro, hay castigos y reducciones en los montos percibidos. Esta es la base de los “incentivos”, negando que los flagelos de la informalidad, la precariedad laboral, el desempleo y subempleo que afectan masivamente a los trabajadores (especialmente en América Latina, y más especialmente a las mujeres) y que los excluye de ser considerados merecedores de jubilaciones por no “contribuir”, sean una consecuencia de las condiciones que impone el sistema capitalista y de la evasión de los propios empresarios, y no una decisión de los trabajadores. De esta manera, los organismos financieros proponen “dar a los trabajadores una verdadera opción sobre su futuro en el trabajo y el retiro”, una apariencia de más libertad que, como siempre bajo el capitalismo, no es más que una mayor atadura [12].
La profunda sensibilidad y el odio hacia la cuestión previsional que la clase trabajadora en todo el mundo ha expresado en los últimos años radica, en parte, en la falta de perspectivas de una juventud altamente precarizada sobre la posibilidad de obtener una mejora en sus condiciones de vida a largo plazo (o en la pelea misma por no renunciar a ellas), en el desprecio que el capitalismo tiene para los jubilados, en la negación a ceder más años de vida trabajando para que otros se llenen los bolsillos. Así se vio tanto en países de Europa (Italia, Francia, España, Rusia) como de América Latina (Nicaragua, Brasil, Chile, Argentina), logrando en muchos casos frenar, tras enfrentamientos muy duros en las calles, los intentos de pasar estos ajustes.
No obstante, la disputa por el tiempo de trabajo recién comienza y pone de manifiesto una de las consecuencias más crudas del capitalismo, aquella que plantea que el desarrollo de la ciencia y la técnica, así como los avances en materia de salud, en lugar de estar al servicio de mejorar la calidad de vida de las personas, se vuelven directamente en su contra con la extensión de los años de trabajo y jubilaciones de miseria. La crisis mundial irresuelta, a diez años del estallido de Lehman Brothers, es el trasfondo de nuevos ataques por venir. Será tarea de las y los trabajadores mismos derrotar con más firmeza que nunca los nuevos embates del capital. |