Las narco series actuales, pueden ser englobadas en el género de las teleseries policíacas. Dramas televisivos fundamentados en el buen funcionamiento de las leyes e instituciones del Estado, donde no hay duda de que la moral y las buenas costumbres son las vencedoras. En pleno apogeo de la Guerra Fría, Estados Unidos comenzó a producir series donde el eje principal era una lucha constante entre lo legal y lo ilegal, reflejando al Estado como garante del bienestar de la “ciudadanía”, donde el criminal era más un anómalo social que una constante. Héroes (policías) y villanos (criminales) estaban explícitamente divididos en un sentido moral determinado por la legalidad capitalista. [1]
El origen
En los años 60, las primeras teleseries policíacas en Estados Unidos basaron sus guiones en archivos donados por el FBI [2] como una forma de promocionar los valores patrióticos, para prevenir la influencia de grupos que supuestamente y desde el discurso oficial, amenazaban la estabilidad política, tanto comunistas como fascistas.
En el contexto de la Guerra Fría, EE.UU. profundizó el alineamiento político, diplomático y militar de los países subordinados y dependientes –como en el caso de América Latina–, y propició que éstos utilizaran los medios de comunicación para fortalecer la imagen de sus instituciones y su aparato legal. Esto a través de distintas iniciativas como programas de televisión y películas, mientras que en la realidad se orquestaban golpes de Estado e invasiones militares, ocupando grupos paramilitares y mercenarios para desestabilizar regiones enteras en América Latina. Un ejemplo de ello fue la operación “Irán-Contra”, en donde la CIA [3] propició que organizaciones criminales exportaran cocaína hacia EE.UU. a cambio de introducir armas y apoyar en el entrenamiento de fuerzas especiales que después conformarían la contrainsurgencia nicaragüense.
El narcotráfico creció en forma paralela a la economía legal y al desarrollo de las comunicaciones. La disputa por el mercado abierto en EE.UU. desató la violencia allí donde aumentó su presencia. Los diversos intereses de la CIA y la DEA [4] provocaron que el gobierno estadounidense tomara la decisión de declarar la guerra contra las drogas como política de control interno en los países donde había propiciado el enquistamiento del narcotráfico, así como para fortalecer su presencia como potencia hegemónica y su dominación sobre sus semicolonias.
Bush firmó en junio de 2008 la Iniciativa Mérida, que sólo en el primer año proporcionó a México 400 millones de dólares en equipo y entrenamiento para continuar con la guerra iniciada en 2006. A la par, la entonces Secretaría de Seguridad Pública (SSP) encargó a Televisa una cobertura total del actuar del Estado mexicano en su lucha contra el llamado crimen organizado. Se llegaron a producir cinematográficamente rescates y operaciones militares para su exhibición en televisión como reportajes cotidianos en horarios estelares. La producción de la serie El Equipo (donde, según la producción, se muestran “las aventuras de un comando de la Policía Federal en contra de la delincuencia que trafica con estupefacientes y comercializa de manera clandestina”) recibió un donativo de 10 millones de dólares de la SSP para su realización, convirtiéndose en el séptimo programa más visto en 2011. Sin embargo, la construcción mediática en torno al supuesto buen funcionamiento de las instituciones, se fue quebrando con el aumento exponencial de la violencia y las investigaciones periodísticas independientes que develaron la colusión entre el Estado y los grupos criminales.
Pero al otro lado del muro, este tipo de series han tenido una temática totalmente diferente, pues en ellas la calidad de la mercancía prima por encima de las relaciones con las instituciones del Estado, que además se muestran incorruptibles. Esto genera una identificación distinta de consumidores y productores, en las que se refuerza la idea del buen funcionamiento del mercado. Breaking Bad, por ejemplo, retrata cómo la “meta pura azul”, producida por un profesor de secundaria ganador del premio Nobel de Química, lo sumerge en el negocio por no poder pagar su tratamiento para el cáncer. Es su mercancía la que lo lleva a la cúspide del negocio, pues en el imaginario de la serie no hay oportunidad de colusión con las grandes instituciones, sino con individualidades corruptibles dentro de ellas.
En Fumados se muestra un dispensario en California, con una activista por la legalización de la mariguana al frente y distintos personajes que en cada capítulo debaten con los mitos construidos alrededor de la planta y sus consumidores. Evidentemente, en el marco de la reciente legalización de la mariguana en California y otros estados, busca atacar la estigmatización para generar mercado. En estas series, la violencia es el último recurso e incluso a veces ni siquiera existe. La violencia de Estado solamente se hace necesaria cuando las leyes del mercado han sido infringidas. El Estado es el árbitro y no un jugador más. En Latinoamérica, es todo lo contrario.
El reinado
Cuando se volvió imposible negar la realidad violenta de la “guerra contra las drogas”, diferentes productoras estadounidenses lanzaron series que trataban de dar una explicación y exaltaban la imagen de quienes, en otro momento, habían presentado como enemigos públicos. Aprovechando la cultura del narcotráfico en México produjeron series que –como El Señor de los Cielos–ganaron rápidamente millones de espectadores pues reforzaban el estereotipo de vida del narcotraficante, quien es presentado como invencible y presume de lujos inimaginables para muchos. De esta forma se normalizan problemáticas contemporáneas que ni siquiera en la ficción se pueden minimizar. Sin embargo, se desvían responsabilidades estructurales a meras decisiones de personajes ambiciosos, diluyendo que detrás de cada uno de sus negocios hay mujeres que son explotadas sexualmente, redes de trata, niños orillados a trabajar en campos de cultivo y miles de jóvenes que son introducidos al narcotráfico como mulas o sicarios: los 200 mil muertos de esta “guerra”.
Pero la realidad siguió alcanzando a la ficción. Las versiones “románticas” del narco no reflejaban a comunidades enteras, como las del Triángulo Dorado, que desde hace décadas no conocen otro modo de vida que no sea trabajar para el narco. En tierras donde se podría sembrar cualquier producto, la falta de caminos hace imposible el traslado desde pueblos olvidados por los gobiernos y los programas sociales, propiciando que las zonas sean utilizadas para sembrar, cosechar y procesar para el narcotráfico.
Con la desaparición de los 43 normalistas, se evidenció que las fuerzas armadas están al servicio de garantizar las ganancias empresariales, a costa de la vida de quien sea. En el contexto de la gran crisis de legitimidad del gobierno de Peña Nieto, y que se hizo más evidente que nunca la colusión entre los partidos e instituciones con los distintos “cárteles”, las narcoseries con temáticas más cercanas a la realidad comenzaron a plasmar directamente el tipo de relación que existe entre aquellos.
Por eso El Chapo y Narcos resaltan en el género, pues no glorifican la vida de lujos del narcotraficante, sino que se enfocan en la narración de los acuerdos que garantizan que todos sus negocios se lleven a cabo. Traen a tierra al espectador, aunque en ellas se dan explicaciones superficiales sobre la violencia que vivimos día a día. Nos hacen cuestionar si los verdaderos sicarios son quienes aprietan el gatillo o grandes empresarios y políticos que se asocian con aquellos. Estas series abren el debate; pues queda claro que hay una relación directa entre los intereses de grandes capitalistas de las esferas legal e ilegal. La fuerza del Estado y sus instituciones están hechas para la garantía de la ganancia, no de nuestras vidas.
La verdad es que ninguna individualidad podría por sí sola controlar el mercado de drogas a nivel mundial, pues como nos muestra El Chapo, cualquiera entra en declive cuando los gringos le retiran el apoyo. Este negocio está basado en una red de complicidades entre grandes empresarios y funcionarios políticos de los más altos niveles de gobierno, quienes valiéndose de su influencia consolidan grandes marcas que se personifican en nombres como El Chapo, El Mayo, Caro Quintero y un largo etcétera, a quienes han posicionado entre los mil hombres más ricos del mundo. Los cárteles de la droga son grandes empresas que inyectan todos los días dinero a Wall Street y las grandes bolsas mundiales.
Por eso, el límite de las narcoseries es que no ponen en cuestión las bases profundas de la descomposición política de las instituciones, y que la responsabilidad por la violencia y los centenares de miles de muertos, no es sólo del gobierno mexicano, sino también de Estados Unidos.
Las narco series no tienen continuidad después de la extradición; y esto es porque la Casa Blanca, la CIA, la DEA y los servicios de Aduanas e inmigración son presentados como los impartidores de la “verdadera justicia”. La realidad es que su grado de complicidad y colusión supera a la ficción, y nos seguirán ofreciendo mejores películas que Scarface.
Así como los gringos te hacen, también te deshacen. [5] |