El documental de HBO estrenado en octubre pasado, The price of everything (El precio de todo), de Natanhiel Kahn, indaga en cómo el mundo de las artes visuales se convirtió en un episodio de las artes financieras, con testimonios desembozados de sus operadores.
Kahn: ¿Cuánto valdría ahora esta pieza?
Edlis: $ 100 millones.
Kahn: Parece una cantidad delirante de dinero […] ¿Cree que lo vale?
Edlis: Bueno, veamos. El bastidor sale probablemente $ 80, y tenemos aquí un lienzo de alta calidad. No sé el costo de las pinturas. Hay mucha gente que sabe el precio de todo y el valor de nada. Así que, aplicá eso.
Este es uno de los diálogos del director, que funge también de entrevistador, con uno de los empresarios más conocidos entre los coleccionistas de arte que ven cifras cuando miran una pintura o escultura.
La frase sobre el precio y el valor es de Oscar Wilde en la obra de teatro El abanico de la Sra. Windermere, que definía con esos atributos a… un cínico. Y si hay algo que abunda en el documental es esta tipología humana. Sus protagonistas no son, artistas, críticos o historiadores del arte –aunque algunos aparecen consultados–, sino los art dealers: coleccionistas, curadores, galeristas, subastadores y representantes que operan en el mercado internacionalizado del “arte contemporáneo”, y que desembozadamente explicarán algunas claves de su negocio.
Una obra “es algo que podés comprar, más allá de que lo necesites o te guste, es una buena inversión”, explica el mismo Edlis. Hasta hace poco, agrega un subastador, los bancos no hablaban a sus clientes del mercado del arte; ahora, cuando mueve al año unos 56 miles de millones de dólares según estima en el documental un coleccionista –algo así como un 15 % de nuestro PBI, y parece que se queda corto–, es de lo más común como recomendación para inversores. Si se les pregunta qué hace más valiosa a una obra sobre otra, responden que la oferta y la demanda, aunque para ser más precisos… son los intereses financieros de ciertos actores fuertes implicados, se suma un coleccionista del “arte global”. También es una forma de aumentar las ganancias sin pagar impuestos, confiesa Edlis, que en general trata de no emitir cheques sino de cambiar obras por otras. Puede ser también una oportunidad de “mercados futuros”, o sea, la adquisición de obras antes de haber sido hechas, se entusiasma otro subastador. El arte se ha convertido en una “marca de lujo” o como un mero cálculo de acciones, aporta para definirlo críticamente una historiadora del arte. Un curador admite que “obvio es una burbuja”, pero inmediatamente pide que “por favor no la estallen”. El imperativo es hacer dinero, y el arte es un medio que ha probado ser muy productivo para eso una vez enredado en mecanismos que tienen poco que envidiarle a las maniobras financieras y bancarias.
Habrá también, porque a veces un cínico necesita también ser comprendido, algunas excusas: “si no tuvieran valor comercial las obras no se cuidarían”, declara un conocido subastador. Amy Cappellazzo, encargada del departamento global de Bellas Artes de la casa de subastas Sothesby´s, destaca que a diferencia de los museos, que son como “cementerios” donde se acumulan obras, ellos –además de llevarse unos millones de comisión–, contribuyen al desarrollo artístico al hacerlas circular –como si los coleccionistas millonarios a los que vende abrieran sus penthouses para el público, y eso si las cuelgan, porque lo cada vez más habitual es que los compradores no las vean jamás: sencillamente se guardan en cajas de seguridad hasta que la cotización suba–. También están los coleccionistas sensibles que recomiendan que los artistas no vayan a las subastas para que no vean cómo sus obras se tratan como “activos” –reservas de valor–, o que a pesar de contar con el servicio de un dealer a domicilio que le anticipa qué va a poder comprar, tampoco quieren pujar demasiado por una obra que termine sobrevaluada, lo que potencialmente podría “quemar” prematuramente al artista. ¿Será que los artistas tienden a creérsela fácil?
No parece. Incluso tratándose de todos artistas consagrados del arte contemporáneo –tal como es denominado por el propio mercado–, que comparten galas y brindis con los art dealers, los artistas entrevistados parecen tener bastante claro que en ese mundo lo que menos importa en su arte. Incluso Jeff Koons, el consagrado actual artista pero broker de Wall Street antes, que es sindicado por varios como una figura señera en introducir esos mecanismos financierizados.
“El mercado es una entidad separada de la creación efectiva de arte. No tiene nada que ver con el arte. Tiene que ver con otra cosa, y no estoy seguro con qué”, dice George Condo. Muchos preferirían estar, antes que en subastas y colecciones privadas, en museos, a la vista del público, como declara en el documental Gerhard Richter. “Si tenés algo que decir, va a ser visto. Solo que quizás no estés vivo. Puede que seas viejo o estés muerto, y si sos mujer es obligatorio que seas vieja o estés muerta”, reflexiona la artista Marilyn Minter. Uno en especial, Larry Poons, decidió a fines de los setenta, “salirse” del mercado que había mimado sus pinturas compuestas de puntos, para dedicarse a su obra, que tomó otros rumbos. En el documental funciona como contrapunto de los art dealers, y es el que acusa al mercado de pretender imponer el principio de que mayor cotización significa mejor calidad artística.
Su “retiro” está relacionado, cuenta, con los límites que estos mecanismos imponían: “no quería pintar así –dice señalando sus famosos cuadros de los sesenta– para siempre”. Pero muchos dejaron de hablarle cuando decidió cambiar de estilo. La reiteración de sí mismos es un reclamo que se repite entre los artistas que opinan en el film: Njideka Akunyili Crosby, la artista plástica nigeriana que viene ascendiendo en sus cotizaciones, declara que cuando ve eso lo que piensa es cómo hacer que su trabajo evolucione y pueda seguir cambiando, en vez de estancarse en la comodidad de lo que “funcionó”.
Paradójicamente, lo que el documental sigue como hilo para las declaraciones de y sobre Poons, es cómo se prepara una muestra de su obra que representaría algo así como su vuelta a las tablas a través de una casa de subastas, aunque con el perfil de reconocimiento a la trayectoria. Una historiadora del arte lo plasma crudamente: Poons ocuparía el nicho del artista vivo “más desvalorizado”, que por lo tanto tiene muchas posibilidades de apreciarse rápidamente.
La otra consecuencia de estos mecanismos es la presión a sobreproducir para “proveer al mercado” a medida que se expande a nivel global. Y allí el documental da cuenta de uno de los primeros hitos de esta transformación del mercado de las artes plásticas: la subasta de 1973 organizada por el empresario de taxis devenido coleccionista de arte contemporáneo, Robert Scull. Su filosofía es que “la propiedad es compromiso. La adquisición es compromiso. Y con el arte, es probablemente la forma más excitante de compromiso. Por supuesto, tener una buena cantidad de acciones de IBM es también compromiso”.
El negocio inaugurado por Scull, comprar obras baratas para venderlas caro, no estaba tan comprometido como para compartir algo de eso con los artistas. Esa tensión se ve, aunque en tono jocoso porque las cámaras filmaban, en el material de archivo de esa subasta, donde Robert Rauschenberg, uno de los artistas emergentes de esa subasta, encara a Scull reclamándole que él trabajó tanto para que fuera finalmente Scull el que se llevará toda esa plata. “Trabajamos uno para el otro”, contesta Scull, porque ahora el resto de la obra del artista cotiza más, explica. Beneficio mutuo, aunque sigue sin quedar claro por qué los bolsillos de ambos no sintieron de la misma forma la fuerza de esa “asociación”.
Desde entonces, los mecanismos se han sofisticado. Otro importante hito, que el documental no registra pero que tuvo un nuevo giro mientras se elaboraba, es el de la subasta de Christie´s de 1997, donde se puso en venta la colección de una familia largamente reconocida por su trayectoria de coleccionistas, llegando a un récord internacional. Se supo poco después que era un montaje destinado a sacar una tajada: la colección en realidad había sido comprada por un inversionista anónimo que además, mediante otras empresas, tenía acciones en la casa de subastas. La novedad que salió a la luz hace poco, no en enciclopedias de arte sino como corresponde, en los Panamá Papers, es que ese inversionista era Joe Lewis, un viejo amigo de otro descubierto en la filtración de Mossack Fonseca, el presidente Macri.
Eso quizás explica mejor por qué el matrimonio Macri, que suele descansar en la casita que Lewis se hizo en Lago Escondido –que no se consigue aún en subastas, lo cual no evite que se lo haya apropiado para verlo solo él–, hayan puesto tanto empeño en ferias, delegaciones y visitas que ubiquen al país en el mundo del arte… de hacer guita a costa de otros. ¿Terminará poniendo con su colección un museo en algún barrio coqueto de Buenos Aires, como el Fortabat o el Malba de Constantini?
La franqueza de los entrevistados es uno de los “activos” del documental. Uno de los dealers con experiencia entrevistados, Gavin Brown, resume el estado actual del mercado del arte contemporáneo:
El arte y el dinero ahora son como gemelos siameses, no los podés separar. Entonces el propósito del arte se ha metamorfoseado, mutó y se pervirtió, y creo que al arte le está costando salirse de esta situación. Ojo, yo estoy metido en esto, estoy ocupado yo mismo haciendo plata, así que no estoy criticando. Solo estoy observando mi propio ambiente. Creo que, sin duda, todos sabemos que nos estamos dirigiendo hacia un límite o a cierto final.
Kahn pregunta varias veces a estos operadores la relación entre precios tan exorbitantes y el valor artístico de las obras. Cuando obtiene una respuesta, lo primero parece explicarse por el genio inversor de algunos adelantados que supieron identificar una cartera de negocios no aprovechada en toda su potencialidad, y al “consenso” entre ellos mismos, como acota Amy Cappellazzo. Lo segundo… a quién le importa.
Es una larga discusión la relación entre arte y mercado en la era de la industria cultural, y más específicamente, en qué medida podría considerarse a las obras de arte como una mercancía en los términos en que la definió Marx, sin caer en el escepticismo por un mundo donde la creatividad se haya subsumido ya sin escapatoria en la lógica del capital, o en un romanticismo que ubique al arte en un más allá inmune a sus constantes avances. Quizás el delirio de los precios que documenta Kahn sea una prueba, por la negativa, de que no estamos frente a una mercancía en sentido estricto, aunque sí se comercialice y obtengan ganancias de su intercambio, y que precisamente por eso que crece como burbuja hasta que explote.
Wilde ponía en boca de sus personajes otra definición en su obra de teatro, la de un “sentimentalista”, que caracteriza básicamente como un arrebatado entusiasta hiperbólico colgado de una palmera: “un hombre que ve un valor absurdo en todo pero no sabe el valor de mercado de nada”.
Algo de esa versión estereotipada del “romanticismo” parece reconocer el director en sí mismo cuando, en una declaración incluida en la “guía de debates” que acompaña a la película, dice:
A pesar de lo que pueda decir el mercado, hay verdaderamente muy poca relación intrínseca entre valor y precio. El idealista y romántico sin cura que hay en mí cree que ahora, más que nunca, hay algo en el arte que realmente trasciende al dinero, que se libera del comercio y que, en su punto más alto, señala el camino hacia alguna clase de iluminación.
Pero lo que lo distinguiría, y es el aporte de su documental, es que él sí logra mostrar desembozadamente una parte del precio que la cultura paga en el sistema capitalista –la burbuja mayor que es necesario hacer explotar–.