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9 de diciembre de 2018 Twitter Faceboock

Semanario Ideas de Izquierda
De chalecos amarillos, sindicatos e intelectuales
Matías Maiello | @MaielloMatias
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Postales de los gilets jaunes que traen nuevos aires a una escena internacional donde sobran “crisis orgánicas” y falta hegemonía. Similitudes y diferencias entre Macri y Macron según Beatriz Sarlo, y una comparación entre Brasil 2013 y Francia 2018 a propósito del “esencialismo” institucionalista de Marilena Chaui.

Macron y Macri no tan distintos

En la reciente visita de Macron a Buenos Aires con motivo del G20, Macri no le escatimó abrazos, elogios y apretones de mano. No es para menos, se trata de un CEO que dio el salto de la banca Rothschild a la presidencia de Francia, y que ha cosechado para su gobierno el mismo título que el líder del Pro: “presidente de los ricos”. Al igual que el empresario argentino tuvo que ganárselo a pulso dándoles excepcionales beneficios a los capitalistas y saqueando a los sectores populares, por los cuales hace gala de un profundo desprecio de clase.

Macron, también tiene sus propios aduladores entre la intelectualidad local. Según una de sus mayores admiradoras, Betriz Sarlo, no se puede comparar a Macri con Macron, que ambos sean agentes del saqueo capitalista no le importa demasiado, la cuestión es que a diferencia del presidente argentino: “Los discursos de Macron son muy cultos, es posible que en este momento Macron sea uno de los presidentes más cultos. Es graduado de una de las mejores escuelas de formación que hay en Francia. Para la foto presidencial, eligió estar en su escritorio con dos grandes novelas francesas del siglo XIX”. Digamos que si Pierre Bourdieu criticaba los títulos académicos como el equivalente moderno a los títulos de nobleza, a Sarlo esto le parece fantástico. Macron, un neoliberal recalcitrante, pero qué culto es.

Sin reparar en ello, Sarlo admira el tipo de discurso elitista y aristocrático mal masticado que tanto odio genera entre gilets jaunes. En Francia, no parece encontrar eco la admiración por el “presidente culto”. Cientos de miles se movilizan, hacen piquetes en las rutas, liberan los peajes y enfrentan la represión a lo largo y ancho del país. La imagen del Arco del Triunfo envuelto por una nube de gases rodeado por chalecos amarillos que la policía es incapaz de dispersar se ha convertido en una de las postales más populares. En las calles se escucha “Macron, dimisión”.

Hace una semana Macron afirmaba desde Argentina que no daría marcha atrás con el aumento de impuestos al combustible, pero una vez aterrizado en Francia, su primer ministro, Édouard Philippe, anunciaba la “moratoria” por seis meses de la medida. Las primeras respuestas desde el movimiento no se hicieron esperar: “no queremos migajas, queremos la baguette”. En simultáneo salieron a las calles decenas de miles de secundarios y se bloquearon cientos de liceos en algunas de las principales ciudades, los universitarios siguieron sus pasos. Para el miércoles, Macron deja de lado la “moratoria” y anula definitivamente el aumento de combustibles.

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El “presidente culto” tuvo que guardarse sus ínfulas monárquicas y fue obligado por las calles a retroceder por primera vez en sus 18 meses de ataques continuos al movimiento de masas. Pero las voces del movimiento, con sano instinto, siguen viendo esto como una maniobra de un gobierno acorralado y exigen que se cumpla el resto de su programa, que incluye entre otras medidas el restablecimiento del impuesto sobre la fortuna (ISF) suprimido por Macron y el aumento del salario mínimo. Así fue que este sábado 8 el movimiento volvió a copar las calles de Francia a pesar del megaoperativo que militarizó el país, la escalada en la represión y los más de 1300 arrestos, de la campaña de terror que quisieron imponer los medios, y de la defección las direcciones de las centrales sindicales que se dedicaron a llamar al “diálogo” con el gobierno y a “condenar toda violencia en la expresión de los reclamos”. Es que el aumento del impuesto al diésel fue la gota que rebalsó el vaso. Los métodos radicales de los chalecos amarillos expresan los sufrimientos de amplios sectores de masas, como lo demuestra el hecho de que a pesar de los enfrentamientos violentos más del 70% de la población continúa apoyando al movimiento.

Macri y Macron no son tan distintos. Sin embargo, aunque para disgusto de Sarlo, Macri salió del Cardenal Newman pero no fue a la École nationale d’administration, cuenta con un gran hándicap: el peronismo y la burocracia sindical, incluidos Moyano y los dirigentes kirchneristas con sus banderas de “no comprometer la gobernabilidad”, el “votar bien” (Moyano dixit), el “no hay que enojarse con la iglesia” y muchos etcétera. Si no fuera por ellos y por el horizonte electoral de 2019, Macri seguramente estaría en una situación muy parecida a la de Macron.

Los nuevos aires que vienen de Francia

Una mujer entrevistada durante las manifestaciones comenta: “oigo decir a Castaner [ministro del interior] que estas manifestaciones no han sido declaradas… ¿qué manifestaciones? … esto no es una manifestación, es una sublevación”. Las imágenes de los gilets jaunes han dado la vuelta al mundo. Su irrupción en las calles poniendo contra las cuerdas al gobierno de Macron constituye una contratendencia a nivel internacional frente a la mayor bonapartización de los regímenes políticos y el auge de los gobiernos encabezados por todo tipo de derechistas como Trump en EE. UU., o Salvini en Italia, o el propio Bolsonaro en Brasil, entre muchos otros.

Durante el último tiempo vimos la proliferación de elementos de lo que Gramsci llamó “crisis orgánicas” en varios países del mundo –tanto en la periferia como en el centro-. Uno de sus rasgos característicos es la crisis de representación de los partidos tradicionales de “centroderecha” y “centroizquierda” –lo que Tariq Ali llamó el “extremo centro”–. El contenido de estos procesos es la crisis de hegemonía burguesa.

Macron mismo es hijo de un proceso de este tipo. Ungido como presidente producto del hundimiento de republicanos y socialistas, un hombre sin partido, su estelaridad duró menos que una estrella fugaz. Erigido como supuesto salvador frente a la extrema derecha de Marine Le Pen en el balotaje de 2017 en un abuso de “malmenorismo” y profeta de la “modernización” de Francia (eufemismo neoliberal que conocemos bien por estas latitudes, léase privatizaciones, ataques a los jubilados, a los trabajadores y sectores populares).

Aquellas crisis de hegemonía de las que hablaba Gramsci, ocurren –decía– o bien porque la clase dominante “fracasó en alguna gran empresa política para la cual demandó o impuso por la fuerza el consenso de las grandes masas” o bien porque “vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeño burgueses intelectuales) pasaron de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y plantearon reivindicaciones que en su caótico conjunto constituyen una revolución”. De estas dos variantes, en el último tiempo, vimos mucho de la primera y poco de la segunda. La sublevación espontánea de los gilets jaunes contrasta con el descontento pasivo y viene a mostrar la irrupción de sectores de masas nada menos que en el corazón de Europa.

Se trata de un movimiento heterogéneo, donde las clases populares intervienen aún indiferenciadas, formado mayoritariamente por trabajadores blancos pauperizados y una clase media empobrecida de cuentapropistas, profesionales, y en menor medida pequeños patrones. Sobre esta base ha habido todo tipo de comparaciones. Hay quienes, como Chantal Mouffe, plantean que: “La naturaleza nebulosa y horizontal del movimiento, con Macron como su único oponente, recuerda los orígenes del Movimiento Cinco Estrellas”, es decir, que avizora un “populismo de derecha” (el M5E actualmente cogobierna Italia con la derecha fascistoide de la Lega Nord).

¿Puede derivar el movimiento de los chalecos amarillos en un fortalecimiento del Frente Nacional de Le Pen (actual Renovación Nacional) como salida nacionalista de derecha? No puede descartarse, pero si a pesar de todos los elementos progresivos que hoy tiene el movimiento eso finalmente sucede en el futuro, no será producto de ningún determinismo ontológico, sino de la ausencia de una hegemonía de la clase trabajadora sobre los sectores medios empobrecidos y populares. Así, la burocracia sindical –representante de los sectores más acomodados de la clase obrera– y una parte de la izquierda francesa intentan fundamentar su conservadurismo en el “peligro derechista”. De triunfar como tendencia, se asemejaría más bien a una profecía autocumplida. Para mostrarlo tenemos aquí nomás el ejemplo de Brasil.

Los sindicatos en Brasil 2013 y Francia 2018

Con muchas diferencias respecto a las movilizaciones de la Francia actual, la comparación con Brasil a partir de 2013 resulta útil para pensar el problema de la hegemonía. En aquel entonces vimos cómo, en una situación donde las “vastas masas” pasan repentinamente a la acción en una crisis orgánica, si los sindicatos no luchan, se mantienen estatizados bajo el mando de la burocracia –por más reformista o “combativa” que fuere– y tampoco surge una alternativa que los supere, se bloquea la posibilidad de hegemonía obrera y el resultado termina siendo, años después, abrirle la puerta a la extrema derecha. El ascenso de Bolsonaro está allí para atestiguarlo.

Naturalmente –decía Trotsky–, el pequeño propietario tiende al orden en tanto que sus negocios marchan bien y mientras tenga esperanzas de que marchen aún mejor. Pero cuando ha perdido esa esperanza, es fácilmente atacado por la rabia y está dispuesto a abandonarse a las medidas más extremas [….] Para atraer a su lado a la pequeña burguesía, el proletariado debe conquistar su confianza. Y, para ello, debe comenzar por tener él mismo confianza en sus propias fuerzas. Necesita tener un programa de acción claro y estar dispuesto a luchar por el poder por todos los medios posibles.

Lo contrario a una dinámica de este tipo vimos en Brasil a partir de las jornadas de junio de 2013. Amplios sectores de masas de las grandes ciudades salieron a las calles, la juventud estuvo en primera fila. El rechazo al aumento del transporte decretado por Dilma Rousseff se combinaba con el descontento generalizado por el estado de los servicios públicos y las aspiraciones de la llamada –eufemísticamente- “nueva clase C”, compuesta en gran medida de sectores bajos de trabajadores asalariados. Pero aquella denominación también expresaba el carácter indiferenciado de la intervención de las clases en este primer momento, dado por las propias características del movimiento espontáneo, pero también por la ausencia de los sindicatos (empezando por la CUT oficialista).

En el caso del movimiento actual en Francia, el aumento decretado por Macron del combustible diésel que utiliza el 60% de la población, también se combina con el desmantelamiento de los servicios públicos donde la destrucción del sistema ferroviario (en beneficio del tren de alta velocidad interurbano) hacen que gran parte de los asalariados y sectores populares expulsados de las grandes ciudades estén forzados a recorrer amplias distancias en auto para llegar al trabajo, para hacer un trámite e incluso para recurrir a atención médica. A diferencia de Brasil en 2013, no se trata de una “nueva clase C” en ascenso relativo que choca contra esta realidad, sino de sectores de trabajadores blancos pauperizados y clases medias empobrecidas que no han visto más que empeorar sus condiciones de vida durante los últimos 20 o 30 años.

Así como hoy en Francia la burocracia se mantiene hostil a los chalecos amarillos y busca separar lo más posible a los sindicatos del movimiento (desde la colaboracionista CFDT hasta sus sectores supuestamente “combativos” como la CGT), el discurso de la CUT y el PT en Brasil era catalogar al movimiento de 2013 como intrínsecamente de derecha. No sea cosa que acciones espontáneas contagien a su propia base y amenacen su control sobre el movimiento obrero. De hecho el movimiento de los gilets jaunes ha puesto en primer plano la exigencia del aumento del salario mínimo y de las pensiones, por ejemplo, cuestiones por las que la burocracia sindical es incapaz de hacer algo que mueva el amperímetro, más preocupada hoy por hacerse eco del llamado a la “responsabilidad” hecho por Macron y bregar por la calma y “el diálogo” con el gobierno. Una tendencia opuesta expresan sectores de vanguardia como los que se organizaron para confluir con los chalecos amarillos en torno a los ferroviarios combativos de Intergares, así como del Comité por verdad y justicia por Adama Traoré (joven negro asesinado por la policía), colectivos antirracistas, y sectores del movimiento estudiantil, que este sábado 8 de diciembre conformaron una columna en la movilización en París.

Profecías autocumplidas

Al día de hoy, el discurso de muchos dirigentes petistas es que en 2013 empezó algo así como “el ascenso del fascismo”. Hace poco pudimos ver a una de las principales defensoras de esta tesis, la intelectual petista Marilena Chaui, arengando frente a miles de jóvenes que querían enfrentar a Bolsonaro cuando acababa de ganar la presidencia: “yo les dije en el 2013 que esto iba a pasar”. Una especie de “esencialismo” burocrático-institucionalista contra cualquier movimiento espontáneo, que por definición no puede ser más que confuso y heterogéneo en sus inicios.

Pero la historia real se parece más bien a una profecía autocumplida. El hecho es que la CUT en el movimiento obrero y la UNE en el movimiento estudiantil, ambas dirigidas por el PT, pusieron todos sus recursos para contener las movilizaciones de 2013. A lo que se agregaban sectores de la izquierda que catalogaban el movimiento como intrínsecamente de derecha. Mientras, Haddad, el candidato del PT recientemente derrotado por Bolsonaro que en aquel entonces era alcalde de San Pablo, operaba la logística para la represión del movimiento de junio codo a codo con el derechista Alckmin. Durante los meses siguientes, cuando se hizo inevitablemente el “contagio” sobre el movimiento obrero que salió a protagonizar huelgas salvajes sobrepasando a la burocracia de la CUT, el gobierno del PT avaló la represión de las policías estaduales (contra los “garis” de Río de Janeiro o los choferes de colectivos de varias capitales, por ejemplo), así como directamente enviando tropas federales como en el conflicto en las obras de las usinas hidroeléctricas.

A pesar de todo esto, y al contrario de lo que sugiere la tesis de Chaui, cuando de cara al balotaje presidencial de 2014 Lula y Dilma Rousseff prometen que “aunque la vaca tosa” no iban a aplicar ajustes contra el pueblo, muchos de los que se habían movilizado en 2013 y protagonizado aquellas luchas (que no la habían votado a Dilma en la primera vuelta) votaron por el PT contra la centroderecha (Aécio Neves). Y fue así como Dilma ganó por segunda vez la presidencia. Sin embargo, al reelegirse actuó como si fuera una especie de Macron, poniendo a Joaquim Levy como ministro de economía, el mismo que actualmente el “fascista” Bolsonaro designó como futuro presidente del banco estatal de desarrollo de Brasil (BNDES), también lanzó la propuesta de reforma previsional. Fue un golpe de gracia para desmoralizar a su propia base de votantes.

El camino quedó despejado para la derecha, que levantó sus propias banderas “hegemónicas” con la Lava Jato y movilizó a las clases medias (con sus sectores más acomodados a la cabeza) para dar el golpe institucional. El fundamentalismo antimovilización del PT llegó al colmo de desactivar cualquier lucha contra el golpe mismo, confiando en que el Senado o el poder judicial “salvarían la democracia”. Obviamente no sucedió. Luego vino la estrategia de apostar todas las fichas a las elecciones del 2018, “volveremos”. Otra estrategia a prueba de balas que el PT sostuvo incluso frente al encarcelamiento arbitrario y posterior proscripción de Lula. Simultáneamente, los derechistas del PSDB y MDB terminaron pereciendo también en manos de una alternativa más “radical”. Resultado: Bolsonaro presidente. Así finalmente, Marilena Chaui puede hoy agitar frente a los jóvenes: “yo les dije en el 2013 que esto iba a pasar”.

Clase trabajadora y hegemonía

Más allá de este tipo de profecías autocumplidas en lo que respecta al movimiento de los gilets jaunes o de que Macron sea el presidente más culto del mundo como dice Sarlo, lo cierto es que hoy los aires nuevos vienen desde Francia. El proceso que ha estallado con los chalecos amarillos está sin duda en sus primeros actos. Todo el plan neoliberal está en cuestión. Macron trata de resistir contra las cuerdas. ¿Se desarrollarán las tendencias pre-revolucionarias que alberga la situación? Contra ello los medios compiten por asustar a la población y tanto desde la extrema derecha de Le Pen como desde la izquierda reformista de Mélenchon se intenta encausar la bronca en los marcos del régimen a partir de la disolución de la Asamblea Nacional y nuevas elecciones. Pero los fundamentos que están detrás de la sublevación de los gilets jaunes son profundos y superan ampliamente la coyuntura. Los nuevos aires que vienen de Francia llegaron para quedarse, y el desarrollo que tengan tendrá consecuencias fundamentales para la situación de Europa e internacional.

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En las calles de Francia se empieza a mostrar cómo enfrentar los planes de saqueo, que se avance en derrotarlos dependerá en gran medida de si el movimiento obrero, superando el conservadurismo de sus direcciones actuales, entra en escena con sus propios métodos, como la huelga general paralizando verdaderamente la economía del país, la autodefensa a través de milicias obreras contra las fuerzas represivas y las bandas paraestatales, y en perspectiva la insurrección proletaria. En Argentina los planes de saqueo pudieron pasar hasta ahora gracias a la CGT “oficial”, el Frente Sindical de Moyano y los propios dirigentes sindicales kirchneristas que son un pilar fundamental, junto con el PJ y los gobernadores, para sostener al gobierno de Macri y el FMI. Con un país en recesión e hipotecado por años, y con un régimen que solo puede aspirar a hegemonías burguesas débiles, por estas latitudes también comenzamos a adentrarnos en el terreno de las “crisis orgánicas”.

Un movimiento obrero que esté maniatado, con sus sindicatos estatizados y controlados por la burocracia, no solo amarilla sino también reformista, “progresista”, o del tipo que sea, y en la medida en que no logre salir de esa situación, es el camino más corto al avance de la derecha, como lo mostró con creces Brasil. Revolucionar las organizaciones obreras, estudiantiles, del movimiento de mujeres, y preparar las condiciones para el surgimiento de organismos de coordinación y autoorganización que puedan articular una hegemonía revolucionaria cuando las “vastas masas” pasan a la acción, es condición para la alianza de la clase obrera con el pueblo explotado y oprimido que es la única que puede frenar verdaderamente el saqueo actual.

 
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