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12 de enero de 2019 Twitter Faceboock

Música // Rock
Diez años sin Sokol: réquiem por el Bocha
Juan Ignacio Provéndola | @juaniprovendola

Recuerdo del último gran héroe del rock argentino, a una década de su fallecimiento.

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Antes de que un paro cardiorrespiratorio lo arrancara de este mundo miserable el 12 de enero de 2009 -hace exactamente diez años-, Sokol planeaba un viaje como otros tantos de su vida. Así como alguna vez se fue a Córdoba para ser parte del Sumo genésico y otra vez se fue de Sumo para no terminar partido en mil pedazos, aquella vez simplemente deseaba irse unos días a Corrientes para buscar calma y cierta distancia de aquellas cosas que lo perturbaban. Y así se murió: aguardando un micro en la terminal cordobesa de Río Cuarto. Esperando irse.

Su biografía lo ubica en distintos roles menores de Sumo, primero como bajista y luego como baterista, aunque en ambos casos sin performances rutilantes y ni siquiera habiendo participado de algún disco oficial (sólo grabó Corpiños en la madrugada, un demo de apenas 300 copias). Tras la muerte de Luca Prodan restableció el vínculo artístico con Germán Daffunchio para encarnar el doble comando de Las Pelotas, banda que vivió bajo el estigma de ser “ex” de algo, como si sólo se tratara de una viuda que carga para siempre con la mortaja de su compañero fallecido. Como otras grandes sociedades creativas de la historia del rock, el dueto Daffunchio-Sokol encontró momentos de luz y de oscuridad de acuerdo a los vaivenes de una química explosiva (para lo bueno y para lo no tanto).

El show bussiness del rock argentino postergó injustamente el reconocimiento a la obra de Las Pelotas, banda que en un punto llegó a ser arrumbada en la góndola “de culto”, premio consuelo que reciben los proyectos artísticos respetados pero no populares. No existe en la discografía de la banda un álbum de más o de relleno: Máscaras de sal, Amor seco, ¿Para qué? o Todo por un polvo merecen ser escuchado de punta a punta todas las veces que uno quiera.

Quince años necesitó Las Pelotas para liberarse del estigma de ser nada más que “la banda de algunos ex Sumo” (y encima cargando con la inentendible comparación que los “contadores de tickets” le hacían con Divididos). Fue gracias al éxito de Esperando el milagro, título que en cierto punto trasuntaba el estado emocional de un grupo que parecía ver sólo en una encomendación sobrenatural la posibilidad de progreso. “La clave del éxito es mantenernos dormidos, comiendo basura en paquetes, deshojando la margarita”, venía cantando Sokol desde 1997: la banda buscaba avanzar con dignidad en ese campo minado por la idiotización de la cultura mainstream y el me-quiere-no-me-quiere del que (des)espera por algo mejor que eso.

Las Pelotas se había afianzado con los ingresos de Gustavo Jove en batería y Gabriela Martínez en bajo, el aporte productor del tecladista Sebastian Schachtel, los arreglos de guitarra de Tomas Sussman. Grandes esfuerzos individuales que a lo mejor hubiesen quedado dispersos sin el halo oscuro e irónico de Germán Daffunchio ni la catalización escénica de Alejandro Sokol como un frontman tardío, un referente que iba al frente con su cuerpo y con su voz mientras el rock argentino iniciaba una transición general conflictiva que estallaría poco después en Cromañón.

Aunque Las Pelotas había acumulado una buena cantidad de “himnos” (sobre todo en Corderos en la noche, su disco debut, el de “Muchos mitos”, “Sin hilo” o “Bombachitas rosas”), fue Esperando el milagro (2003) quien le propinó su primer hit radial. Y también su primera polémica: “Vamos a hacer esta canción porque muchos vinieron sólo a escuchar esa”, llegó a decir Germán Daffunchio en uno de los tantos Obras abarrotados que le generó ese disco. Se refería a “Será”.

Pero la clave del éxito de Esperando el milagro no fue ese amable y valiosa balada. Había en el fondo una interesante variedad de experiencias sonoras, rematadas con la audacia tecno de “Puede ser”, última de las quince canciones e introducida por insistencia de Sokol, pasajero frecuente de fiestas electrónicas sin final. Y una suerte de “Lado B” que se terminó convirtiendo en proclama social del post2001: la propia canción que le daba nombre al álbum apuntaba a la sordidez de los núcleos reales del poder, esos que se definen en contertulios palaciegos a espaldas del conocimiento público y de lo que discuten con fingida afectación un puñado de energúmenos presentados como panelistas del prime-time.

Aquel tema servía para ponerle fuego y pogo a un repertorio en vivo que se mecía entre melodías movedizas, dosis de densidad y los fabulosos reggaes que podrían integrar por sí solos un completo y extenso disco de género. Nada de ello hubiese sido lo mismo sin Sokol inmolándose de una manera única y casi literal: en un show en verano de 2004 en un boliche de Villa Gesell el Bocha exageró los límites hasta caer de un pronunciado escenario. Fue la misma ciudad donde veinte años antes había dado sus últimos recitales con Sumo antes de alejarse de una locura que le parecía ingobernable. Como en el teatro, convivían en el Bocha la comedia y la tragedia, con la particular diferencia de que en su caso no se trataban de caretas adaptadas a las circunstancias, sino de dos facetas genuinas de su propia emocionalidad.

Más adelante sufrió otro accidente importante, esta vez fuera de los escenarios pero lo mismo influyente para la carrera de una banda que decidió seguir tocando sin él, a pesar de que convalecía tras un choque de autos. Fue la aceleración de una grieta interna con un desenlace previsible: un año después Sokol anunciaba su salida de Las Pelotas para siempre. Al igual que los anteriores, su último disco con el grupo también tenía un título profético: Basta.

Justo cuando la banda encontraba la clave del éxito y el milagro ya no era espera sino acto, el núcleo íntimo parecía resquebrajado en dos posiciones irreconciliables. Pelotas continuó con la frontalidad (al menos escénica) concentrada en Daffunchio, mientras que Sokol decidía seguir su carrera con El Vuelto S.A., un proyecto artesanal donde el Bocha desarrollaba lo que de todos modos venía realizando desde hacía varios años: presentarse en bares para tocar versiones de los artistas que más admiraba (desde David Bowie hasta Pink Floyd, pasando por Bob Marley, Beatles, Stevie Wonder e incluso Coldplay).

En El Vuelto (cuyo estandarte musical era Ismael Sokol, su hijo), el Bocha también recuperaba sus aportes más delicados y luminosos a Las Pelotas. Como la balada “El cazador”, un antídoto para calmar a las fieras más indomables. La fiel evidencia de esto queda en el recuerdo de aquella noche de infierno en El Teatro de Colegiales, cuando Las Pelotas estaba empezando a surfear las olas de “Esperando el milagro” y el público, enardecido, se negaba a irse sin que tocaran algún tema más. Mientras la banda analizaba tras bambalinas qué hacer con semejante furia, Sokol se colgó una guitarra y encaró el escenario en soledad para empezar a cantar: “Estoy harto de repetir, estoy cansado de soportar tanto veneno. ¿Cuándo voy a prender que tanto anhelo me lastima?”. Detrás de su cuerpo robusto, de sus facciones marcadas y de su mirada cetrina se escondía una sensibilidad admirable pero compleja: el dolor puede generar grandes canciones y, casi al mismo tiempo, mensajes que los demás tal vez no llegan a decodificar a tiempo.

Alejandro Sokol vivió en Hurlingham, en Córdoba, también en Chivilcoy. Iba de aquí para allá en épocas donde aún no se había impuesto la pandémica expansión de la socialmedia y los celulares inteligentes que te rastrean y persiguen por donde vayas. Muchas veces la mejor forma de ubicarlo (la única, bah), era simplemente esperarlo en alguno de los sitios donde podría llegar a aparecer. Que podían ser una rockería del oeste del Conurbano bonaerense, algún bar de conocidos o la casa de amigos del interior.

Hoy, diez años después de su salida en este plano de la existencia, hallarlo resulta un tanto más fácil: podremos encontrarlo al otro lado de sus canciones, de su voz delicada pero intensa, de sus letras cargadas de urgente existencialismo y de su abnegación hacia una cultura rock que de ningún modo será lo mismo sin su sincericida inmolación escénica.

 
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