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13 de enero de 2019 Twitter Faceboock

Semanario Ideas de Izquierda
El liberalismo y su fracaso histórico
Pablo Anino | @PabloAnino
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En “Liberales horror show: Milei y Espert, caníbales al ataque” desarrollamos la crítica los postulados de los economistas mediáticos. En estas líneas exponemos sintéticamente algunos de los elementos que hacen al fracaso de sus ideas hace un siglo atrás.

Entre fines del Siglo XVIII y principios del XIX, los economistas clásicos, fundamentalmente Adam Smith y David Ricardo, sentaron las bases sobre las cuales se intentó conocer el funcionamiento del capitalismo como un sistema. En la economía clásica se reconocía la existencia de clases sociales. En Smith eso no suponía antagonismo importante, pues pensaba que el propio desarrollo del mercado llevaba al bienestar general. No es el caso de Ricardo, que sí observaba que obreros e industriales, por un lado, tenían intereses antagónicos con los terratenientes, por el otro: la idea central de Ricardo es que los terratenientes, mediante la apropiación de la renta agraria, imponen un encarecimiento de los alimentos, lo cual conlleva una presión sobre los salarios y a la compresión de la ganancia.

Karl Marx escribe El Capital (1867) como una herramienta crítica respecto de la economía clásica, que consideraba al capitalismo como el sistema de organización social más perfecto que había encontrado la humanidad. En su monumental obra, Marx expone las leyes que rigen el funcionamiento del capitalismo, sus tendencias a la crisis y devela el secreto empresario mejor guardado: que el trabajo no pago al obrero es el fundamento de la ganancia. Lo hace a través de la teoría del valor trabajo, que explica el valor de las mercancías por el tiempo de trabajo socialmente necesario que lleva producirlas. Esa teoría reconoce su desarrollo embrionario en los clásicos.

Marx reconoce a Smith y Ricardo el intento de realizar ciencia, es decir de buscar una explicación del funcionamiento del sistema económico, aunque señala que encontraron un límite en tanto representantes de la clase capitalista: no pudieron llevar sus investigaciones hasta el final para explicar la ganancia, lo cual suponía dejar expuesta la explotación capitalista. Nótese que los clásicos y Marx hablaban de economía política.

A la economía posterior a los clásicos Marx la denomina vulgar, en tanto pierde cualquier intención de ciencia y se transforma en directamente apologética del sistema capitalista. Ese mismo carácter vulgar tendrá el desarrollo de la economía luego de la muerte de Marx: después de los clásicos existe una larga transición hasta que, hacia la década de 1870, la teoría económica oficial experimenta un cambio radical de la mano del inglés William Jevons, el austríaco Carl Menger y el francés León Walras, entre otros, que fundan la escuela de la utilidad marginal y sientan los pilares de la teoría económica neoclásica. Empieza un proceso donde la economía se va despojando de su carácter político y social y busca emular los métodos de la física y la matemática.

La teoría neoclásica (que pretende superar a los clásicos) abandonó la teoría objetiva del valor, que explica cuánto valen las mercancías por el tiempo de trabajo que llevó producirlas, para deslizarse hacia una teoría subjetiva, que parte del individuo atomizado, se concentra en el análisis de la oferta y la demanda, y deja de lado cualquier consideración a un sistema económico específico. En ese traspaso se borra la existencia de clases sociales: todos los individuos, sean estos obreros o capitalistas, se disuelven en un genérico “agente económico”. En este esquema de pensamiento, que retoma parte de la elaboración de Smith, se atribuye al comportamiento de los individuos una naturaleza egoísta: es decir, que esa motivación que emerge del sistema capitalista competitivo es transformada en un pase de magia en una característica natural del hombre en toda época y lugar. En ese camino, la teoría económica pierde cualquier referencia a una determinación histórica concreta. Y lleva al extremo la existencia teórica del equilibrio entre la oferta y la demanda, aunque en la realidad tales construcciones ideales no se verifiquen: para los neoclásicos, la sobreproducción, el subconsumo o el desempleo, son fricciones anecdóticas a causa de la intervención estatal que no deja que el mercado autorregulado resuelva todos los problemas. Esta “modernización” teórica es la base de las ideas de Javier Milei y José Luis Espert.

Eric Roll fue uno de los mayores historiadores del pensamiento económico. Nacido en el Imperio Austro Húngaro, además de académico, fue funcionario y banquero. Esto indica que su distancia con las ideas del marxismo y la clase obrera no era corta. No obstante, al explicar el origen de la economía moderna (neoclásica), señala que:

pretenden validez universal […] porque sostienen que formulan una teoría del valor independiente de todo orden social específico. Sin embargo, no puede dudarse que en sus orígenes la escuela de la utilidad también fue influida muchas veces por el deseo de reforzar los aspectos potencialmente apologéticos de la teoría económica. La teoría clásica [se refiere principalmente a la de Adam Smith y David Ricardo, NDR] no era bastante fuerte para resistir los ataques del creciente movimiento obrero [1].

El carácter reaccionario contra la clase trabajadora de las ideas de Milei y Espert, obviamente, tiene una larga historia.

La teoría y la realidad

Desde la revolución industrial en el Manchester de 1750 (para ofrecer una fecha de nacimiento “oficial” al capitalismo), el mundo idílico liberal en realidad nunca existió en forma “pura”: es decir, desprovisto de la “grasa” del Estado, las organizaciones de trabajadores y todos los obstáculos “artificiales” al libre cambio.

Para Karl Polanyi, un científico austríaco que se dedicó a la antropología económica, el nacimiento del credo liberal recién se consuma en 1820 cuando adquieren entidad tres dogmas: “el trabajo debe encontrar su precio en el mercado; la creación de la moneda debe estar sometida a un mecanismo de autorregulación; las mercancías deben circular libremente de país en país sin obstáculos ni preferencias” [2]. Todas ideas que enamoran a los “modernos” economistas mediáticos de estas pampas.

La flota de Gran Bretaña fue la que creó, en gran medida, la “libertad” de comercio en el mundo mediante la conquista de colonias y mercados. Lo mismo que la mano de hierro del Estado fue el arma central para constituir un mercado de trabajo: Karl Marx explica cómo la acumulación originaria constituye un largo y violento proceso de expropiación de los campesinos y trabajadores de sus medios de producción para que no tengan nada más que vender que su fuerza de trabajo. De hecho, “La vía del librecambio ha sido abierta, y mantenida abierta, a través de un enorme despliegue de continuos intervencionismos, organizados y dirigidos desde el centro” [3], afirma Polanyi.

Ese mundo en que millones de emprendedores -compitiendo unos con otros mediante la acción de la “mano invisible” del mercado autorregulado- conducen al bienestar de todos corresponde a un relato mítico. El mundo de libre competencia, premisa de las propuestas de los liberales, nunca condujo al bienestar general y en términos históricos, está perimido desde la época imperialista inaugurada a fines del siglo XIX y principios del XX.

La característica central de la estructura capitalista mundial desde entonces no es la libre competencia, sino, por el contrario, la concentración y centralización del capital (ya sea en forma de monopolio u oligopolio) donde una o pocas empresas dominan las principales ramas de la producción de modo tal que la competencia empresaria es modificada de manera sustancial: Ford, General Motors, Volkswagen, Toyota, Honda, Renault, Peugeot y unas pocas empresas más gobiernan la industria automotriz; JP Morgan, Citibank, Deutsche Bank concentran los movimientos financieros; los productos tecnológicos están bajo el reinado de Amazon, Apple, Facebook, Google y Microsoft, las “cinco grandes”.

Entre las dos guerras mundiales se consumó el fracaso histórico de las recetas liberales "puras" en el caldo de crisis brutales (como la de 1930), conflictos bélicos y revoluciones. De acuerdo a Polanyi:

En los años veinte el prestigio del liberalismo económico alcanzó su cénit: […] Las privaciones de los parados a quienes la deflación había hecho perder sus empleos, la precariedad de los funcionarios despedidos sin concederles siquiera una miserable pensión, el abandono de los derechos de la nación e, incluso, la pérdida de libertades constitucionales fueron considerados un precio justo a pagar para responder a las exigencias que suponía el mantener presupuestos saneados y monedas sólidas, esos a-priori del liberalismo económico [4].

La realidad tiró al basurero de la historia a la teoría neoclásica que con pedantería Milei y Espert sostienen como el último grito de la moda: durante la catástrofe económica de entreguerras era poco verosímil explicar la desocupación por una decisión voluntaria del “agente económico”; el caos general hacía poco creíble que el mercado autorregulado llevara automáticamente al equilibrio entre oferta y demanda; y la existencia de “agentes económicos” sin distinción de clases sociales no resistía el embate de una época revolucionaria.

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En ese caldo de cultivo nace la teoría económica de John Maynard Keynes. Sin desviarnos hacia otro debate, sólo decimos al pasar que el keynesianismo no logró contener la catástrofe económica sino mediante la preparación hacia una catástrofe superior: la Segunda Guerra Mundial. El liberalismo “puro” fue fagocitado históricamente por la necesidad de contener las tendencias inevitables del capitalismo a la crisis y por el desarrollo del imperialismo: el New Deal [5], el fascismo y otras formas de intervención estatal en la economía, mediante las cuales los capitalistas intentaron contener las contradicciones del sistema, no fueron efectivas, sino que por el contrario devinieron en herramientas de las “tareas preparatorias” para la Segunda Guerra Mundial.

Si en tiempos de “laissez faire” [6] el liberalismo era una representación ideológica, que no obstante podía reclamar algún asidero débil en la realidad, con la creciente socialización de las fuerzas productivas (más allá de la monumental apropiación privada de sus frutos por parte de gigantescas corporaciones empresarias), con la gigantesca división del trabajo a escala mundial que produjo el capitalismo en los últimos doscientos años, se torna totalmente insostenible. La idea de “volver” a un capitalismo autorregulado que “libere” la iniciativa individual que proponen todos los discípulos de Friedrich von Hayek [7] y Milton Friedman [8] (convertida en el grotesco “viva la libertad” de Milei) “atrasa” doscientos años.

La teoría neoclásica volvió a la ofensiva con el neoliberalismo en la década de 1970 de la mano de Hayek y Friedman. David Harvey señala que las primeras dosis de neoliberalismo del mundo fueron aplicadas en la ciudad de Nueva York, en el Chile de Pinochet, en la Argentina bajo el látigo de la dictadura, con el ataque de Donald Reagan a los controladores aéreos en Estados Unidos y de Margaret Thatcher a los huelguistas mineros. Harvey no deja lugar a dudas que el neoliberalismo es una política para “la restauración del poder de clase de la elite” [9], que vino a liquidar, entre otros objetivos, conquistas de la clase obrera en la posguerra.

La historia reciente es más conocida, pero no viene mal recordar que las recetas de Milei y Espert condujeron a la catástrofe no sólo en la Argentina de Menem, el “déficit cero” de Domingo Cavallo y Fernando de la Rúa; sino también en la Unión Europea, el mayor proyecto de libre mercado de la historia; e, incluso, en los Estados Unidos, ahora dirigido por el pirómano Donald Trump.

 
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