El frío diciembre de 1877 se arrastra sobre la superficie del lago Lemán para amontonarse en las orillas de La Tour de Peilz. Arrinconado en la ciudad suiza, Gustave Courbet apura su botella y con ella el resto de sus días. ¿Por qué el célebre pintor francés, un nombre obligado para cualquier enciclopedia de arte moderno, marca las últimas hojas de su calendario en el exilio?
Cuatro décadas antes, el joven pintor llegado de Ornans se hacía paso en el agitado escenario de París. Para mediados del siglo XIX, la burguesía francesa aún no había terminado con las tareas iniciadas en 1789. Bajo la inestable Monarquía de Julio, la capital de Francia se debatía entre los resabios del sistema feudal y la República. El profundo déficit del Estado sumado a la crisis comercial general, dejaban a la aristocracia financiera atrincherada en el parlamento. Afuera, la burguesía industrial [1] reclamaba su lugar para imponer definitivamente sus necesidades de expansión; al mismo tiempo, crecían la fuerza y la organización proletaria en las ciudades.
La antigua industria de lo bello
A pesar de la importante crisis económica que golpeaba a las principales potencias europeas, se extendía en París un mercado para todo, inclusive para el arte. Se manifestaban, quizás como nunca antes hasta el momento, los efectos del comercio en el campo de la cultura. Caían los gustos antaño cristalizados alrededor de la obra de arte como ritual de culto para dar lugar a nuevas e inciertas perspectivas, un proceso iniciado en el Renacimiento que se aceleraba al ritmo de la máquina moderna. A medida que la actividad artística ganaba autonomía respecto de la religión, pagaba el precio de transformarse paulatinamente en mercancía.
Bajo el fructífero crecimiento de la industria de lo bello [2], Courbet se acomodaba dignamente en París. Al peso propio de la tradición académica se le oponía el de las crecientes capas de la burguesía con posibilidades de adquirir obras de artistas de su tiempo. Una nueva clientela alejada de los antiguos cánones de belleza que otorgaba a los artistas cierta autonomía respecto de las viejas tradiciones. Bastaron algunas franelas con el romanticismo para que Courbet tomara distancia de los movimientos pictóricos instituidos. En 1844, al tiempo que los neoclásicos discípulos de David y los románticos como Delacroix o Gericault se disputaban la atención del Salón de París, una serie de retratos costumbristas le abrían las puertas de la principal institución burguesa de las Bellas Artes.
¿Cómo se explica, entonces, que el joven pintor que era bien recibido por la ética moderna y republicana de París termine el año 1877 contando botellas vacías en Suiza? La crisis económica general, contenida en 1846, acabaría por explotar al año siguiente. Se aproximaban los desenlaces de 1848 que iban a marcar no solo la vida de Courbet, sino gran parte de la historia de la lucha de clases moderna.
Las revoluciones de 1848. ¡Ay de Junio!
“Sin la revolución de febrero, mi pintura quizás nunca se hubiera visto”, confesaba Courbet en sus cartas a Castagnary (1830-1888) [3].
El 24 de febrero de 1848, un levantamiento popular fogoneado por la burguesía opositora alzaba barricadas en toda la ciudad de París. Se terminaba así el reinado de la aristocracia financiera bajo la monarquía de Luis Felipe. La clase obrera jugó un papel excluyente en los combates que terminarían en la proclamación de la Segunda República; aquellas jornadas se desarrollaban aún a la sombra de la fraternidad de clases.
La fraternidad se respetó mientras sirvió a los intereses de la burguesía. La cantinela republicana olía a sangre obrera. “Los proletarios se consideraban con razón como los vencedores de Febrero y formulaban las exigencias arrogantes del vencedor. Había que vencerlos en la calle, había que demostrarles que tan pronto como luchaban no junto a la burguesía sino contra ella, salían derrotados” [4].
A la bella revolución de febrero le siguieron los alzamientos de Junio.
La revolución de Junio es la revolución fea, la revolución repelente, porque el hecho ha ocupado el puesto de la frase, porque la República puso al desnudo la cabeza del propio monstruo, al echar por tierra la corona que la cubría y le servía de pantalla. Ninguna de las numerosas revoluciones de la burguesía francesa, desde 1789, había sido un atentado contra el orden, pues todas dejaban en pie la dominación de clase [...] Pero Junio ha atentado contra este orden. ¡Ay de Junio!» (Neue Rheinische Zeitung, 29 de junio de 1848). ¡Ay de Junio! —contesta el eco europeo [5].
El proletariado fue provocado y obligado, explicaba Marx, a una nueva batalla. Y, justamente por no estar preparado, estaba condenado al fracaso. La burguesía exterminó a más de 3.000 prisioneros, dejando además miles de exiliados y encarcelados. En París se multiplicaban los clubes revolucionarios, más de 400 según algunos historiadores. Entre ellos la Sociedad Republicana Central, liderada por el comunista revolucionario Augusto Blanqui (1805-1881).
La derrota de junio hacía estallar por los aires el discurso republicano. La unidad histórica, política y cultural entre la burguesía y las fuerzas populares llegaba a su fin, se caía la corona y quedaba al descubierto la cabeza del monstruo. 1848 era la piedra de toque, el punto de inflexión y ruptura de la unidad fraternal de clases, “de donde nacen, […] el arte de vanguardia y gran parte del pensamiento contemporáneo [6].
El realismo de Courbet
A la luz de la gran revolución de 1789, los elementos que recorrían Europa adquirían valores específicos en la capital de Francia. Durante todo el proceso de las revoluciones burguesas, la creciente presión de las fuerzas populares había ido dejando una marca profunda en la intelectualidad de París [7]. Para 1848, las nuevas nociones de arte y sociedad que habían estado flotando en el aire se condensaban en estrecha relación. El ser humano era el eje alrededor del cual se agrupaban estas ideas. En clara oposición al subjetivismo romántico, la realidad se colaba en todos los ámbitos, constituyéndose en un problema central, inclusive en el de la producción estética, desde la poesía hasta las artes figurativas. En la víspera del 48, el historiador, escritor y profesor Jules Michelet (1798-1874) dictaba en cátedra
La generación pasada fue una generación de oradores; sea la actual una generación de verdaderos productores, de hombres de acción, de trabajo social. Y de acción en muchos sentidos. La literatura, saliendo de las sombras de la fantasía, tomará cuerpo y realidad, será una forma de la acción; ya no será diversión de algunos individuos, o de los perezosos, sino la voz del pueblo al pueblo [8].
Algunas décadas después, Courbet reflexionaba:
Al renegar del ideal falso y convencional, en 1848 levanté la bandera del realismo, la única que pone el arte al servicio del hombre. Por eso he luchado, lógicamente, contra todas las formas de gobierno autoritario y heredado por derecho divino, deseando que el hombre se gobierne a sí mismo según sus necesidades, en su provecho directo y siguiendo una concepción propia [9].
“Al pintar (a los campesinos y a los burgueses) en tamaño natural, y al darles el vigor y el carácter que hasta entonces estaban reservados a los dioses y a los héroes, Courbet llevó a cabo una revolución artística” [10], decía Castagnary. En el Salón de 1850-51, Courbet presentaba “Un entierro en Ornans”, una escena doméstica de su pequeño pueblo natal; a su vez, una fosa de 3x6 metros, las medidas reservadas para los temas importantes, con la que declaraba muerto al romanticismo y se ganaba el odio de la Academia. Al representar la escena exactamente tal cual era, una ceremonia cualquiera, “sincero con la verdadera verdad” [11], el entierro oficiaba como una declaración plástica del Realismo de Courbet. El Salón debía tragarse el sapo dado que, un año antes, el segundo premio liberaba al pintor de tener que pasar por el jurado.
Algunos años después, en el marco de la Exposición Universal organizada para 1855, el jurado del Salón aceptaba más de diez cuadros de Courbet, pero rechazaba su obra “El taller del pintor” (1854-1855). En ella el artista se autorretrataba en pleno trabajo, rodeado de personajes contemporáneos. A su derecha, según sus palabras, “los amigos, los trabajadores, los amantes del arte”. A su izquierda, “el mundo de la vida trivial, el pueblo, la miseria, la pobreza, la riqueza, los explotados y los explotadores, la gente que vive de la muerte”. Entre sus amigos están Baudelaire (1821-1867), Proudhon (1809-1865), George Sand (1804-1876), el crítico Champfleury (1821-1889) y el coleccionista Alfred Bruyas (1821-1876). Entre los personajes de su izquierda se ve a un cazador (Napoleón III), un rabino, un cura, “un obrero de la ciudad en huelga”. Como subtítulo al tremendo mural de 4x6 metros y para que no quedaran dudas, acompañaba “Alegoría real que determina una fase de siete años de mi vida artística y moral”. Toda una declaración de principios para aquellos días.
La figura de Courbet y el movimiento realista en su conjunto crecían en la misma proporción que avanzaba la reacción en el gobierno. En diciembre de 1851, Napoleón lll había disuelto la Cámara Legislativa para proclamarse emperador.
Como respuesta al rechazo del Salón, el pintor organizaba el “Pabellón del Realismo”, una exposición en paralelo a la oficial donde colgaba el “Taller del pintor” y “Un entierro en Ornans”, entre otras de sus telas más polémicas. En el folleto que acompañaba a su exposición sostenía:
El título de realista se me impuso como se les impuso a los hombres de 1830 el título de románticos. Los títulos nunca han dado una idea justa de las cosas […] Saber para hacer, tal fue mi pensamiento. Estar capacitado para traducir las costumbres, las ideas, el aspecto de mi época, según mi apreciación; ser, no solo un pintor, sino también un hombre; en una palabra, hacer arte vivo, tal es mi objetivo.
Emile de Nieuwerkerke (1811-1892), escultor y director imperial de las Bellas Artes bajo el régimen de Napoleón lll, destilaba “Es pintura de demócratas, de gente que no se cambia de ropa y quiere imponerse a la gente de sociedad; es un arte que no me gusta, es más, que me disgusta” [12].
¿Es el exilio de 1877, entonces, la venganza del régimen para el artista que se había declarado en guerra contra la Academia? Ganas no les faltaba a los agentes reaccionarios del Segundo Imperio, pero lo cierto es que hasta 1870 la figura de Courbet había ido en ascenso. También es cierto que 1848 había dejado al descubierto las diferencias antagónicas entre la burguesía y las fuerzas populares, con el proletariado al frente. Desde ese año la pelea estaba pactada, solo faltaba ponerle fecha al combate.
Ha sido, pues, la derrota de junio la que ha creado todas las condiciones dentro de las cuales Francia puede tomar la iniciativa de la revolución europea. Solo empapada en la sangre de los insurrectos de junio la bandera tricolor pudo transformarse en la bandera de la revolución europea, en la bandera roja. Y nosotros exclamamos: ¡La revolución ha muerto! ¡Viva la revolución! [13]
La Comuna
La aventura imperialista de Napoleón lll había terminado en una derrota fulminante para el Segundo Imperio. Luego de algunos meses de asedio sobre la capital gala, el ejército prusiano ingresaba a París y acechaba desde la frontera norte. Al fracasar en su intento de desarmar a la Guardia Nacional, Thiers trasladaba la Asamblea Nacional a Versalles.
El 18 de marzo de 1871, con las mujeres a la cabeza, el pueblo de París se insurreccionaba, dando origen al primer gobierno obrero de la historia.
Baudelaire había sido visto entre los insurrectos de febrero del 48, fusil al hombro, pero en las históricas jornadas de La Comuna ya su cuerpo era abono para la tierra. El poeta maldito había dejado sembradas como legado Las flores del mal (1857), el libro iba dedicado a su maestro y amigo Pierre Théophile Gautier (1811-1872). También poeta además de dramaturgo, periodista de prestigio y entusiasta adherente a la revolución de 1830 que, al oír los tiros de 1871, recogía sus capas y se pegaba el piro. Seguían sus pasos otras almas bellas y progresistas como E. Renan (1823-1892) o H. Taine (1828-1893). Sin embargo, cuando los obreros de la capital de Francia se levantaron en armas para instaurar La Comuna, Courbet, junto a un grupo importante de artistas, se quedaba.
¿Era de esperarse, entonces, que Courbet abrazara la llama de La Comuna de París? ¿Estaban inscriptas en su obra, como una especie de dictado premonitorio, las razones por las que el reconocido pintor de la capital francesa pondría en juego su fama y fortuna para sumarse a los obreros y el pueblo pobre de París? No necesariamente. No todos los realistas sumaron sus cuerpos o, siquiera, sus simpatías a la aventura de la Comuna. Honoré Balzac (1799-1850), reconocido por Marx y Engels como un “maestro del realismo” y el mejor cronista de su época, no dejaba lugar a dudas cuando sostenía escribir “a la luz de los sumos principios: Dios y la Monarquía”. El Realismo era la expresión estética de vanguardia de una sociedad que cambiaba vertiginosamente al calor de la lucha de clases; pero lejos estaba de ser un movimiento uniforme y, menos aún, con intenciones claras de intervenir en los hechos. Por su parte, Courbet, como muchos otros colegas (no todos realistas), tenía definida su posición. El 26 de marzo el pintor era elegido por el 6.º distrito al Consejo de la Comuna y asignado a la Comisión de Enseñanza y Arte.
La revolución que no supo avanzar sobre Versalles y que no se animó a tocar las reservas de la burguesía en el Banco de Francia dejaba, sin embargo, resoluciones históricas, tareas de primer orden para cualquier programa revolucionario de nuestros días: se disolvían el ejército profesional y la policía para organizar al pueblo en armas, se establecía el principio de revocabilidad de los mandatos, los diputados cobrarían lo mismo que los obreros, se decretaba la separación de la Iglesia del Estado junto con la expropiación de sus bienes y se proclamaba la igualdad de derechos para las mujeres, entre otras tantas medidas.
En el mismo sentido avanzaba la Comisión de Enseñanza decretando una educación laica, gratuita y obligatoria, abriendo guarderías para los hijos de las trabajadoras y creando la Federación de Artistas de París. El programa de la Federación iba firmado por Courbet, Daumier, Manet (no estaba en Francia), Eugene Pottier (en representación de los artistas industriales), entre otros.
Mientras la poeta y docente Louise Michel disparaba en las trincheras junto al resto de las milicias de mujeres; la comisión de Enseñanza y Arte resolvía derribar la Columna de Vendome, símbolo de los regímenes absolutistas desde su creación a comienzos del siglo XVIII.
Ya en 1870, estando París bajo el asedio del ejército prusiano, Courbet había adelantado:
Escuchad: dejadnos vuestros cañones de la Krupp y los fundiremos con los nuestros, el último cañón apuntando hacia el aire y el gorro frigio en su extremo […] y este magnífico monumento que habremos de erigir juntos en la plaza Vendome es vuestra columna, vuestra y nuestra, la columna del pueblo, la columna de Alemania y Francia que estarán así para siempre unidas [14].
El 21 de mayo, las tropas comandadas por Versalles, ingresaban a París dando comienzo a la Semana Sangrienta. Luego de 72 días de heroica resistencia, llegaba a su fin la primera experiencia de gobierno obrero de la historia. El ejército de la burguesía asesinaba a 30.000 comuneros, se fusilaba a niños y mujeres, inclusive los rendidos eran pasados por las armas.
Envalentonados y sin demora, los reaccionarios voceros de la academia salían a escupir su veneno. Alejandro Dumas (hijo) atacaba al representante de la Federación de Artistas de París “¿Bajo qué cielo, con la ayuda de qué estercolero, de qué mixtura de vino, cerveza, moco corrosivo y flatulenta tumefacción ha podido desarrollarse esta calabaza sonora y peluda, este vientre estético, encarnación del Yo imbécil e impotente?” [15].
Es probable que la burguesía hubiese podido digerir kilómetros del potente realismo de Courbet, pero de ninguna manera iba a dejarle pasar haber formado parte de la primera experiencia de la clase obrera en tomar las riendas de su propio destino.
En 1873, Courbet era juzgado responsable y se le condenaba a abonar los gastos de reconstrucción de la Columna de Vendome. Luego del juicio y ante la posibilidad de ser encarcelado nuevamente, el maestro debía escapar a Suiza. Durante su exilio, la Tercer República embargaba sus bienes, vigilaba a sus amigos y a su familia.
Finalmente, el frío diciembre de 1877 deja caer su última página de hielo para cumplir con los deseos de Meissonier (1815-1891), pintor academicista y gerente del Salón de París luego de La Comuna: “Para nosotros ya es necesario que Courbet esté muerto” [16].
Ante un jurado de cuervos y ausentes sin aviso, el cuerpo del artista comunero descansa ya, permanentemente, sobre el estaño de alguna cantina. ¡Courbet ha muerto! ¡Viva la Revolución!