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La Izquierda Diario
14 de abril de 2019 Twitter Faceboock

Semanario Ideas de Izquierda
Apuntes sobre 21º BAFICI
Diego De Angelis | @DieDeAngelis

Fotograma de ITUZAINGO V3RIT4, de Raúl Perrone.

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Un conjunto de films, la retrospectiva de un cineasta insoslayable, una película extraordinaria. Cualquiera de estas opciones puede justificar un festival de cine. Una apreciación así puede sonar exagerada. Pues poco importa: la exageración es una forma legítima que la crítica conquista para sí en su afán por transmitir la potencialidad artística –y política– que puede alcanzar una obra cinematográfica. Tan solo una película puede acercarnos a otra realidad, a otro universo simbólico, y así alterar nuestra forma de percibir el mundo. Asimismo, puede señalar con sorprendente eficacia características que definen furtivamente la sociedad en la que vivimos. La idea misma de un festival de cine encierra esta secreta esperanza: una experiencia que pueda conmover, al mismo tiempo y por razones diversas, al espectador ocasional y al más apasionado de los cinéfilos.

A su vez, un festival de cine no está exento de lo que sucede a su alrededor, de lo que ocurre un poco más allá de sus fronteras. Jamás podría estarlo, aunque quisiera y pretenda, a fuerza de forzar gestos de negación y algarabía, lo contrario. Al Festival de Cine Independiente de Buenos Aires también le llegó su hora en el plan de ajuste extendido. Se ha dicho desde el principio, desde el anuncio mismo de su programación. Las consecuencias del grueso recorte que sufrió el Festival fueron innegables. Menos cantidad de salas, menos cantidad de películas y funciones, poca presencia de figuras centrales, falta de publicaciones, etc. Por supuesto, todo esto no implica necesariamente una pérdida de calidad, aunque sí puede amenazar las pretensiones de cualquier programación artística. Es preciso tener en cuenta lo siguiente: la defensa de un festival tan importante para el cine independiente argentino exige sobre todo, y antes que nada, la denuncia de ese ajuste. La posibilidad de preservar su independencia, su tan preciada autonomía, depende ni más ni menos que de eso. En ese sentido, las distintas asociaciones de realizadores se movilizaron a las puertas del Gaumont el día de la inauguración del Festival para manifestar sus propios reclamos. La situación no concierne solo al BAFICI, sino a la producción y distribución del cine independiente en su conjunto.

En el mismo sentido, la última edición del festival que hoy termina expuso la hegemonía de un discurso que gobierna el estado actual de las cosas. Un discurso avasallante que los videos de promoción del 21º BAFICI anticiparon. Marcas ciertas de sintonía ideológica: la promoción de un festival de cine independiente en los tiempos que corren tiene a los superhéroes de las grandes producciones norteamericanas como protagonistas. Durante el desarrollo del evento, los superhéroes no se intimidaron por las críticas acerca de su inesperada aparición y bailaron en las calles aledañas al circuito de salas.

Y sin embargo, muchos films que participaron de la 21º edición de BAFICI lograron detonar la influencia de ese discurso trivial donde nada parece importar demasiado, tan solo el deseo que la “fiesta” –efímera, siempre superficial– no se termine, que dure un año más. Esas películas existieron –mayormente en la Competencia Argentina– y justificaron por diversos motivos el Festival. Las películas pueden contradecir el sentido común dominante e interrogarlo críticamente, incluso aquel que circula alrededor del festival que las contiene.
A continuación, algunos apuntes sobre películas que integraron la programación del 21º BAFICI y que revelan, al menos de acuerdo a quien escribe, una enorme significación para pensar nuestro presente.

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El Foco Ruth y Rocha, dedicado a las diez películas en las cuales colaboraron juntos Paulo Rocha, pionero del Cinema Novo Portugués, e Isabel Ruth, su actriz preferida, fue sin dudas una de las atracciones principales –sino la más importante– que ofreció esta nueva edición. El Foco se convirtió en una inmejorable oportunidad de ver en pantalla grande y en excelentes copias restauradas una serie de films de una figura clave en la renovación del cine lusitano de la década del sesenta, influencia indiscutible de los cineastas portugueses que lo sucedieron.

Los años verdes (Os verdes anos, 1963), la primera película de Paulo Rocha, es notable y anticipa, con una consistencia sorprendente en una ópera prima, la singularidad de su estilo. La ciudad de Lisboa es el escenario central del film. Ya desde los primeros minutos es posible identificar su capacidad para filmar un espacio y establecer las coordenadas sociales que lo configuran. La voz –en off¬– de Afonso, un adiestrado albañil encargado de pintar las paredes de la ciudad, inaugura la narración. El relato inicial de Afonso evidenciará la posesión de un saber concreto y esencial. La ciudad de un país subdesarrollado puede devorar a cualquiera. Saber moverse en ella, lograr resistir sus agresiones, exige tiempo y aprendizaje. No conocer la ciudad es, en definitiva, no verla realmente en toda su magnitud.
Es justamente paciencia lo que Afonso intenta recomendarle a Julio, su sobrino, quien llega a la ciudad después de abandonar su tierra natal. La historia se va a centrar en él, en los conflictos que deberá sortear para adaptarse. En su primera incursión por Lisboa, conoce a Ilda (primer trabajo de Ruth junto a Rocha), una joven mucama de una familia aposentada. Los paseos por la ciudad consolidan el vínculo entre ambos amantes, su conocimiento mutuo, sus diferencias. En una escena formidable, la joven le mostrará a Julio los vestidos de su patrona. Un vestido para cada hora. Su desfile ingenuo establecerá la configuración de un deseo. El anhelo de una posesión inalcanzable.

Fotogramas de Los años verdes, de Paulo Rocha.

Un registro del estilo de Rocha: la economía de recursos, su discreción narrativa. No habrá excesos en esta película ni en las otras de la retrospectiva. Los años verdes cuenta la historia de un aprendizaje, casi arltiano en su desenlace, en donde el odio concentrado por no poder disponer de los medios necesarios para satisfacer una voluntad ocasionará un acontecimiento desgraciado. Una película sobre la ciudad, sus tristezas y conflictos. El film de Rocha presentará además una lúcida caracterización de la mujer. El fastidio de serlo en una sociedad donde valerse por sí misma puede terminar en una tragedia.

El Foco Ruth y Rocha concedió escenas inolvidables. Cómo olvidar uno de los grandes momentos de Mudar de vida (1966), su segunda película, cuando un grupo de trabajadores en un barco pesquero canta, mientras realizan su tarea casi sin energía. Cómo olvidar aquella otra donde el pueblo puede permitirse, en medio de la miseria más intensa, el festejo y el baile. O el calor de un nuevo romance.

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Una de las películas más valiosas del Festival fue ITUZAINGÓ V3RIT4 (2019), de Raúl Perrone. Una sátira venenosa sobre lo que acontece en la “escena” del cine independiente, sobre la lógica que rige su funcionamiento y el comportamiento de sus personajes. Pero es mucho más que eso. Su influencia crítica excede las fronteras del cine. El trabajo visual y sonoro que despliega el film ya desde sus primeros minutos es deslumbrante.

ITUZAINGÓ V3RIT4 presenta en blanco y negro, bajo un vertiginoso ritmo de montaje y el jazz como principal banda sonora, la travesía insensata de una troupe de actrices, directores y comerciantes que orbitan alrededor de un reconocido actor, Gustavo Prone, figura estelar y animador de la fiesta. Siempre de noche, un bar de Ituzaingó oficia como punto de partida. Allí conversan, entre humo de cigarros, alcohol y flashes de celular, sobre cine y proyectos. No hay nadie que no tenga uno del que hablar y vanagloriarse. Proyectos ridículos de productores cancheros y cineastas con ideas pretenciosas.

El film de Perrone expone con humor corrosivo un carnaval de la impostura y la auto-celebración. La ficción de una fiesta. El cine –la propia vida– como espectáculo. Ninguno de los convidados logra sustraerse en ningún momento ni bajo ningún pretexto de la manía incontrolable de la “selfie” y la pose. No existe la mesura. Los celulares encendidos a toda hora garantizan el regodeo de la exhibición permanente. La troupe se desplaza, se emborracha y baila al ritmo de las fiestas cool que organiza la industria. Perrone juega con la repetición, tanto en el plano visual como en el plano sonoro. La precisión de cada encuadre es notable. Hay también en esta película imágenes de enorme belleza. Perrone filma rostros jóvenes, sus sonrisas, y advierte allí cierto esplendor.

Al margen de las luces brillantes del centro, recluido en su venerado Ituzaingó, territorio de cine, escenario fundante de su filmografía, Perrone trabaja como un artista obsesionado con los materiales que tiene a su disposición. Cada nueva película dialoga con una determinada tradición cinematográfica –en este caso con el cine italiano de los sesenta, Fellini et al–, interviene en la discusión pública, discute con el discurso que sobrevuela alrededor del Festival y más allá.

La radicalidad de la poética de Raúl Perrone, los riesgos que todavía asume, florece como respuesta a la prepotencia de ese discurso que tan solo busca indiferencia. Y lo hace a partir de sus películas, mediante una obra cada vez más desafiante. Lo hace desde la frontera. "¡Que sigan los éxitos!", va a expresar una y otra vez uno de los personajes de ITUZAINGÓ V3RIT4, mientras la realidad a su alrededor se derrumba inexorablemente, como si no advirtiese la degradación o, peor aún, como si no le importase en lo más mínimo.

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La conmovedora aventura que propone Breve historia del planeta verde (2019), la última película de Santiago Loza, comienza cuando despiertan sus protagonistas. En el preciso instante en que despunta su día. Tres amigos de la adolescencia conforman una comunidad afectiva que intenta resistir su devenir solitario en la ciudad: Tania, Pedro y Daniela. Tres personajes extraños, desencantados y encantadores, “raros” como medusas que flotan impávidas en agua turbia.

Fotogramas de Breve historia del planeta verde, de Santiago Loza.

Tania es una chica trans que realiza shows en boliches de mala muerte. Pedro la acompaña y, además de cuidarla y alentarla, queda capturado por la música que suena a su alrededor, en los tugurios donde la amiga hace su gracia. Bailar es para él una pasión que lo lleva a desatender la realidad circundante. Daniela trabaja como mesera en un bar. Su ánimo no anda nada bien, se mueve como si fuera sonámbula, como si no tuviera razones ciertas para despertarse, aunque todavía guarde para sí la esperanza de una vieja promesa. La delicada composición de los personajes es una de las características centrales del film de Loza. No hay trazos de más. Pocos indicios alcanzarán para señalar un pasado difícil y un presente por momentos violento. Evocaciones y remembranzas mediante capturas fotográficas serán suficientes. Es notorio el amor que el cineasta les prodiga a los protagonistas.

Un día Tania recibe una noticia triste. Su abuela ha muerto y le ha dejado un legado. Tiene que viajar hacia el sur, hacia la casa de su infancia, único refugio de su pasado. Debe cumplir el último deseo de la difunta. Sus dos amigos la acompañan. Una vez allí, descubrirán que la abuela guardaba un secreto escondido en el sótano. Una criatura excepcional con quien compartía su cotidianidad y que ahora, sola y mal herida, necesita ayuda. La configuración enigmática de los distintos espacios por donde circulan los protagonistas es formidable. No habrá señales de lugares reconocibles, la travesía estará marcada por la sensación de intemperie que parece acosar a los amigos. Durante el viaje, los tres serán testigos de una transformación.

Hermosa y emocionante película de Santiago Loza. Una sencilla historia sobre la soledad, sobre la sensación de sentirse muy solo. Casi una fábula acerca de seres sensibles que encuentran su propio paraíso en el sostén que procura la amistad. Resistir con amigos siempre es mejor.

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El método Livingston (2019), segundo trabajo de Sofía Mora (La hora de la siesta, 2009), se va a ocupar de explorar el trabajo y la vida de Rodolfo Livingston, un destacado arquitecto argentino, reconocido por una forma muy peculiar –por no decir insurrecta– de pensar la arquitectura. Durante su extensa trayectoria, Livingston ha consolidado un método propio. Comprender o aproximarse a los principios que lo fundamentan es el propósito de un documental que no va a buscar en ningún momento una explicación exhaustiva, una descripción pormenorizada ni académica. Simplemente va a acompañar a su artífice durante su derrotero diario. Conocer al personaje y así lograr entrever la forma de su trabajo.

Fotograma de Método Livingston, de Sofía Mora.

La casa del protagonista es el punto de partida del itinerario trazado por la directora. De inmediato, casi como una carta de bienvenida, asomará en primer plano el humor que define la personalidad de Livingston. El documental se va asentar principalmente en esa característica del personaje. El humor se convertirá en el centro de influencia del relato. Livingston es un hombre sumamente gracioso, un hombre que conserva y celebra una enorme confianza sobre el ser humano.

La cámara lo sigue durante su cotidianidad. Por ejemplo, durante las conversaciones que mantiene en su oficina con una familia que quiere construir una casa de acuerdo a sus deseos y necesidades. La comunicación con el otro es el principio ordenador del pensamiento de Livingston. Un aprendizaje que conquistó en un viaje a Cuba, en los comienzos de la Revolución, cuando estuvo al frente de un plan de construcción de viviendas. La experiencia le permitió a Livingston desarrollar la idea de un “cerebro colectivo”, dinámica esencial para pensar el tipo de arquitectura que propone.

El documental va a estar punteado por planos de terrazas y edificaciones de la Ciudad de Buenos Aires. A la “invasión de construcciones”, como caracterizará el propio Livingston al diseño urbano contemporáneo, le va a contraponer un proyecto de viviendas que concedan mayor importancia a la luz natural, la vegetación, el aire, el silencio. “La construcción solo sirve para sostener enredaderas”, expresará jocosamente el protagonista y definirá así su punto de vista.

El documental también recorrerá las intervenciones públicas de Livingston. Su trabajo como director del Centro Cultural Recoleta y los conflictos que tuvo que atravesar por la presión de intereses inmobiliarios. Asimismo, sus clases de arquitectura en la Universidad de Buenos Aires, la relación con sus queridas amistades. El encuentro con un viejo y humilde amigo es uno de los momentos más hermosos del film.

El método Livingston (2019) revela un proyecto profundamente subversivo. Una posición que nada tiene que ver con aquel discurso avasallante, tan afianzado en nuestro presente, que enaltece por sobre todas las otras cosas el interés monetario. Un discurso que, como enuncia Livingston en una anécdota televisiva de antología, considera a los ciudadanos como meros clientes. Un documental sencillo y amable, clásico en su estructura, pero que evidenciará la posibilidad de una perspectiva diferente.

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Antes del cierre, como breve postdata, algunas pocas palabras sobre otra gran película que participó del 21° BAFICI. Acaso una de las más sorprendentes: La vida en común (2019), de Ezequiel Yanco (Los días, 2012). La historia transcurre en una comunidad del Pueblo Nación Ranquel. Un grupo de niños, protagonistas exclusivos del film, viven perturbados por la presencia inquietante de un puma que los acecha hasta en los sueños. Los niños sufren miedo y fascinación por el animal, el deseo de cazarlo. Porque la caza implica, en esta comunidad, una ceremonia de iniciación, un aprendizaje. El relato, organizado a partir de la voz en off de uno de los niños, se concentra en su forma de vida, en sus juegos, en los tiempos muertos, en la escuela donde aprenden inglés y la lengua de sus ancestros. En definitiva, cómo pasan los días bajo la intemperie de un paisaje incierto, un territorio desolado, una tierra que es un enigma. El punto de vista es siempre el de ellos, casi no hay adultos en el film. Solo niños y perros. La vida en común exhibe un trabajo visual asombroso. Hay escenas extraordinarias, que guardan para sí una fuerte asociación poética. En algún momento, uno de los niños se va a sentar a contemplar una tormenta que se avecina. En silencio la observa, bien alerta. Como si apreciara desde allí su futuro próximo.

Fotograma de La vida en común, de Ezequiel Yanco.
 
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