“Pase, don Aguirre está en su pieza”, dice la vecina que lo cuida todas las mañanas. La profesional, que se acercó a pedido de la hija para que Aguirre reciba asistencia de la obra social, va a su encuentro.
Cruza un patio repleto de plantas con tonos que van del verde claro al marrón, varios restos de lo que alguna vez fueron bicicletas y latas oxidadas de pintura devenidas en macetas. También hay mucha madera, por todos lados.
La casa es como un bosque; todo está revestido de madera bien brillante, desde las paredes hasta las lámparas, incluso los muebles; se respira olor a bosque. "Todo lo hizo él, siempre le gustó la madera”, dice la vecina.
La habitación de don Aguirre desentona con la frescura que revolotea el ambiente hogareño. Es oscura, con poca ventilación y mucho silencio. A través del reflejo que se inmiscuye desde el comedor, se ven muchos accesorios que anuncian un cuerpo enfermo: una silla de ruedas, bolsones de pañales, una repisa repleta de remedios, gasas y varias indicaciones médicas. Y allí, en la penumbra, está don Aguirre en su sillón; mirando una ventana cerrada, mirando la inmensidad de la nada.
Julio Aguirre nació en la primavera de 1937 en Moquehuá, partido de Chivilcoy, entre tractores y espigas. Creció entre los chillidos de la locomotora y la serenidad de la música clásica que disfrutaba en compañía de su madre, mientras ella hacía las tareas del hogar y él correteaba a su alrededor. Su madre escuchó esas melodías en un almacén de ramos generales en Chivilcoy y quedó embrujada de fascinación, sentimiento que legó a Julio para toda su vida.
Al terminar la escuela primaria, lo enviaron a Buenos Aires (como a casi todos los muchachitos del pueblo), con el deseo de un futuro próspero y mejor más que el de ordeñar vacas y cosechar maíz. Consiguió trabajo en una fábrica de plásticos(en la cual se jubiló), se casó y tuvo una hija. ¿Ese habrá sido el futuro próspero que desearon para él? ¿habrá sido su deseo? Preguntas que quedarán sostenidas en el tiempo de las incógnitas.
En sus tiempos libres hacía trabajos de carpintería para tener un poco más de dinero. En el taller que tenía en el fondo de su casa pasaba horas tallando madera; de fondo la música de sus amigos: Chopin, Vivaldi y Mozart. Entre virutas y valses, don Aguirre se transportaba al olor de la leche recién ordeñada, el maíz cosechado y el correteo a las gallinas. Añoranzas de una infancia feliz.
Julio hoy tiene 81 años. No anda bien de salud. A veces no recuerda su nombre, dónde vive o qué edad tiene. Sus manos deformadas ya no tallan madera, sus piernas no caminan. Dejó de escuchar música. Por momentos se olvida de ir al baño, y pregunta una y otra vez las mismas cosas. Pasa la gran parte del día con la mirada perdida, en su cuarto, sin ganas de saludar al mundo. Por las mañanas lo asiste su vecina, por las tardes su hija. Las dos están muy cansadas, a veces se enojan con Julio por las cosas que hace, parece un chico pero no lo es. Julio está enfermo, vive con “el ladrón de los recuerdos”: don Alzheimer.
Una serie de eventos irrumpen la quietud monótona del día y de don Julio, cuando se encuentra con la trabajadora social. La foto de una vejez en penumbras comienza a tomar otro color.
Ella enciende la luz del cuarto y Aguirre abre los ojos. Mientras le cuenta sobre la razón de su visita (sabiendo de la poca atención que recibía), toma su celular y pone una canción, recordando un proyecto español sobre la influencia de la música en pacientes con Alzheimer que vio hace poco en las redes sociales. Unos tangos y algo de folclore y la mirada de Julio iniciaba la búsqueda del sonido.
Mientras la vecina parloteaba sobre las imposibilidades de él y las dificultades para cuidarlo, comenzó a sonar Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. La melodía cobró vida en el cuerpo de don Aguirre. Como el viento que llega con el temporal, sus manos comenzaron a danzar, su cabeza se meneaba de aquí para allá. Sus pies, bajo la manta, acompañaban el ritmo. Su cuerpo cobró postura como hace tiempo no lo hacía. “Moquehuá”, balbuceó, entre lágrimas, después de mucho tiempo. “¿Nació en Moquehuá?, le retrucó la visitante. “Sí”, respondió él.
Don Julio fue otro en sólo unos minutos; o fue él mismo otra vez pero distinto.
En los encuentros sucesivos, la música se transformó en la terapia más efectiva para batallar al olvido, por más fugaz que fuera ese retorno. Don Julio Aguirre sonreía junto a su hija y tarareaba sinfonías y sonetos. La rigidez de su cuerpo desaparecía y esparcía alegría a su alrededor.
Varios estudios médicos afirman que las zonas donde anclan la memoria musical y la capacidad de sentir emociones son de las últimas áreas que desaparecen cuando hay una degeneración progresiva del cerebro en personas con diagnóstico de Alzheimer. A pesar de la devastación que provoca esta enfermedad en el cerebro y, en particular, en la memoria, una gran parte de las personas que sufren esta enfermedad conserva sus recuerdos musicales aún en las etapas más tardías.
Al oír la música que lo acompañó a lo largo de su vida, don Aguirre volvió en su historia, con su aire pampeano y su madera tallada, a su madre en el ayer y a su hija en el hoy. Emociones tan sentidas fueron la llave al recuerdo, allí donde las planicies del silencio se vuelven canción y movimiento. La música situó a Don Aguirre , aunque sea por un instante, en un maravilloso fragmento de tiempo para volver a ser.
El Alzheimer, volver a empezar una y otra vez, sabiendo que no hay vuelta atrás. La incertidumbre de lo que vendrá y de lo que se perderá. Reminiscencias entre lo eterno y lo efímero, que transitan de manera más enmarañada en algunas vejeces y por las que hay que buscar nuevas formas de vincularse. |