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La Izquierda Diario
20 de octubre de 2019 Twitter Faceboock

Semanario Ideas de Izquierda
Tragedia y farsa: el asesinato de Rosa
Nicolás González Varela

En este artículo, escrito especialmente para el semanario IdZ, Nicolás González Varela realiza una reseña de un libro de Klaus Gietinger [1] que desenmascara la trama criminal tras el asesinato de Rosa Luxemburgo, y toma varias cuestiones importantes para repensar las contribuciones de Rosa Luxemburgo en la actualidad, incluyendo temas polémicos sobre los que en este número de Ideas de Izquierda Guillermo Iturbide ensaya algunas reflexiones para el debate.

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Los visitantes que llegan hoy al Berlin-Mitte pueden pasear por la AlexanderPlatz, echar un vistazo al imponente teatro Volksbhüne diseñado por Oskar Kaufmann, construido en 1914 y reconstruido después de 1945, al cine Babylon diseñado por Hans Poelzig y seguramente quedarán desconcertados al notar bajo sus pies una serie de palabras forjadas en metal incrustadas en forma de zigzag formando ángulos sobre el pavimento. Si nos acercamos, notamos que los que se nos revela es en realidad una instalación artística que forma parte de un monumento histórico, uno más de los tantos que Berlín exhibe. Estamos en la Rosa Luxemburg Platz. Esta es un poco particular: se compone de citas escritas a finales del siglo XIX y principios del siglo XX por una tal Rozalia Luksenburg, mejor conocida como Rosa Luxemburgo. Una personalidad que ni siquiera es alemana, una pensadora militante revolucionaria, socialdemócrata (cuando estas palabras significaban algo), que no dudó en criticar a las vacas sagradas del socialismo del 1900, de Bernstein a Kautsky pasando Jaurés y Lenin, que no dudó en preferir la cárcel y finalmente el Gólgota a rebajar su Ética socialista.

Su biógrafo inglés Nettl señaló que sus ideas “pertenecían al lugar donde la Historia de las ideas políticas se enseña con seriedad”. El gran filósofo Lukács dijo que su obra “muestra el último florecimiento del Capitalismo alemán… los caracteres de una siniestra danza de la muerte”. Lenin, uno de sus opositores dentro de la socialdemocracia europea de entonces, la definió como “fue y es un águila en obra y pensamiento”. Trotsky decía que detrás de una amenidad femenina surgía una “poderosa mente y gran oradora de masas”. La politóloga conservadora Arendt tenía la esperanza de un reconocimiento tardío de “quién fue y qué hizo, así como también, de que por fin tendrá su lugar en la educación de los científicos políticos en los países de Occidente”. El fundador de la socialdemocracia alemana y amigo-biógrafo de Marx y Engels, Mehring, que murió apenado poco después de su asesinato, dijo que era “la cabeza más genial entre los herederos científicos de Engels y Marx”.

Lo cierto es que Rosa comenzó su militancia en un pequeño partido socialista sin país soberano, el Partido Socialdemócrata del reino de Polonia y Lituania (SDKPiL). Luego de la revolución rusa fallida de 1905, Rosa fue acusada de “terrorista” y abandonó la Polonia zarista hacia Finlandia para recalar en Suiza, en aquel tiempo el país más libre del mundo: ¡incluso las mujeres tenían derecho a estudiar! Allí hizo dos doctorados simultáneos, Economía y Derecho, descubrió a un tal Marx y se hizo marxista crítica. Frecuentó los círculos políticos de emigrados de toda Europa, de rusos a polacos, pasando por italianos y austrohúngaros. Las autoridades en Alemania no la tenían registrada como Rosa Luxemburgo, sino como “Rosalia Lübeck”. Mediante un matrimonio de conveniencia con un hijo de inmigrantes socialistas, la economista de 27 años, recién graduada del doctorado en Zúrich, había conseguido la nacionalidad alemana. Nacionalidad muy importante para su protección jurídica en la militancia política clandestina en Polonia. Rosa era políglota: hablaba y escribía el idioma alemán mejor que la mayoría de los alemanes. Ni hablar de todos los otros idiomas que dominaba: ruso, francés, inglés e italiano.

Se afilió al partido-guía de la socialdemocracia europea, un gigante miope con pies de barro llamado Sozialdemokratische Partei Deutschlands (SPD), la organización más numerosa de Occidente, lleno de luminarias, y rápidamente se ganó un nombre como teórica en el ala izquierda del partido. Al principio Rosa simplemente intentaba aplicar la letra de Marx y Engels a la táctica del partido que llevaba como “doctrina oficial” al marxismo, sin mucha creatividad, pero en 1899 llegó su fama como polemista y teórica con el artículo contra el revisionismo teórico de Bernstein, colaborador de confianza de Engels, albacea testamentario, considerado uno de los máximos teóricos del socialismo en la época. Rosa era una mujer pequeña, de apariencia física nada favorable; un cuerpo notoriamente menudo, poco equilibrado y simétrico, con un andar defectuoso debido una enfermedad en su cadera. Su rostro, aunque con ojos muy vivaces y despiertos, mostraba casi siempre una sonrisa melancólica, insegura. Tenía tendencia a la introspección. Su nariz era un poco larga para el modelo femenino del siglo XIX. Para empeorar las cosas era polaca (en aquella época los palestinos europeos) y además de ascendencia judía… ¡Y con ideas de izquierda! ¡Un escándalo!

Dirigente y teórica del modelo socialdemócrata del sigo XIX, el SPD alemán, persona non grata en los círculos del Poder, fundadora del Partido Comunista alemán, crítica de todo Socialismo burocrático y autoritario, brillante intelectual marxista heterodoxa (subrayado), una pensadora multidimensional, como nos lo recuerda en el prólogo a sus obras completas el editor Peter Hudis [2]. Sabemos el oprobioso final: fue asesinada con crueldad en 1919 por los antepasados de los nazis, las fuerzas paramilitares Freikorps, con la complicidad de parte de la dirigencia de su antiguo partido socialdemócrata. Con ella cae otro dirigente fundamental de la nueva izquierda alemana: Karl Liebknecht. Rosa fue un cadáver más en el Landwehrkanal que atravesaba Berlín. Su crimen se cubrió de impunidad. Una densa impunidad institucional de la cual se intuía demasiado, pero de la cual se sabía muy poco. Hasta ahora.

Chesterton afirmaba que él se quedaba con aquel que consagra un relato breve a afirmar que puede resolver el misterio de un asesinato, antes que con aquel que dedica un libro entero a decir que es incapaz de resolver el problema de las cosas en general. Gietinger cumple el principio chestertoniano: nos ofrece una definitiva investigación política-criminal de su violenta muerte, en un relato estilo thriller alemán, un Realkrimi, que nos mantiene conteniendo el aliento físico y moral hasta el final. Sin ninguna intención de hacer un pleonasmo, Gietinger afirma que el asesinato de Luxemburgo y Liebknecht es una de las grandes tragedias de Europa del siglo XX, ya que casi ningún asesinato político ha conmovido tanto las conciencias y ha cambiado el clima político en Alemania como el de la noche del 15 al 16 de enero de 1919 frente al hotel con el paradójico paradisíaco nombre de “Edén”. La ignominia de 1919 será el preámbulo del despertar nacionalsocialista de 1933. O como dice Gietinger: “lo que los líderes del SDP no entendieron al hundir el cuerpo de Luxemburgo en el Canal Landwehr, es que estaban hundiendo la República de Weimar junto con él”.

El libro se estructura a partir del estado de shock social en las postrimerías de 1918, la sombra de la victoriosa Revolución de Octubre rusa planeaba sobre la Alemania derrotada y en plena efervescencia consejista. En este marco, la crisis termina afectando a los partidos obreros, que empiezan a fraccionarse acompañando la polarización política y el aumento del derrumbe económico. Se presenta una situación revolucionaria ideal, tanto del lado objetivo como del subjetivo, líderes capaces y una organización llamada Liga Spartakus, pero para la burguesía nunca hay callejones sin salida. Gietinger descubre cómo el Estado en pleno naufragio desarrolla rápidamente sus propios mecanismos de reacción, político-militares, institucionales, extra institucionales, para aniquilar el kairós revolucionario. Se movilizan tropas de asalto que llegan del frente, se constituyen los cuerpos francos, los Freikorps, anticipo organizativo de las futuras SA y SS de Hitler. No se puede consentir la caída de la capital, Berlín: el partido socialdemócrata, que ya había traicionado sus ideales votando chauvinistamente los créditos de guerra en 1914 (el único diputado en negarse fue precisamente Liebknecht) coincide con las viejas fuerzas del régimen Junker. La capital se encuentra bajo una dictadura de facto a cargo de la Garde-Kavallerie-Schützen-Division (GKSD), una unidad de élite paramilitar ad hoc, traída desde Francia, cuya misión era exterminar toda posibilidad de levantamiento popular y eliminar a los comunistas berlineses. La GKSD se transformaría en la columna vertebral de la reacción del Poder en la situación revolucionaria de 1918-1919, en los vagones de transporte con los que llegaron del frente se leían amenazantes graffitis: “¡A Berlín! ¡Abajo Liebknecht y sus camaradas!”.

En la noche del 15 de enero de 1919 son apresados Rosa y Karl, a las pocas horas serán asesinados. ¿Quién los mató? El GKSD oficialmente anuncia que Rosa fue linchada por una turba incontrolada y arrojada al canal; en cuanto a Karl le tuvieron que disparar porque se había fugado. En pocos días la verdad fue surgiendo, el GKSD era el responsable. Pero: ¿quiénes fueron los asesinos? ¿Quién emitió la orden de ejecutarlos? Gietinger, después de escarbar en una montaña de mentiras oficiales, desvíos jurídicos y falsos testimonios, puede individualizarlos. El asesino de Rosa es el teniente naval Hermann Souchon, que subido al estribo del coche en que la transportaban, le dispara con una pistola en la sien izquierda. Ella murió instantáneamente y su cuerpo fue arrojado al canal por el oficial de transporte Kurt Vogel en el puente Lichtenstein. Son las 23:45 horas del 15 de enero de 1919. La ignominia no acaba aquí, soldados roban pertenencias personales como trofeos de guerra: su cartera con una edición de bolsillo del Fausto de Goethe, un zapato, una carta nunca enviada a Clara Zetkin. El doble asesinato había sido ordenado por Waldemar Pabst, primer oficial de personal general del GKSD, apodado “pequeño Napoleón”, quien se atribuyó orgullosamente la responsabilidad de los asesinatos en una serie de notorias entrevistas en los 1960, afirmando que “los tiempos de guerra civil tienen sus propias leyes” y que los alemanes deberían agradecer a ambos (a él y a Gustav Noske, ministro de defensa socialdemócrata) “de rodillas por ello, ¡construyan monumentos con nosotros y nombren calles y plazas públicas después con nuestros nombres!”. Hitler agradecería ex post el rol clave de Noske, afirmando que “era un roble entre estas plantas socialdemócratas”. Gietinger descubre que Pabst, disfrazado de civil, asiste a mítines del USPD y de Spartakus, que incluso escucha los discursos públicos de Liebknecht y Luxemburg (a la que no conocía hasta su llegada a Berlín); ellos son su auténtica Némesis. Pabst inmediatamente pone su unidad al servicio del ministro Noske; se intercepta la correspondencia de ambos líderes, se pinchan sus teléfonos, se combina el trabajo con fiscales de la extrema derecha, la pinza se cierra. Los gastos de la GKSD los sufraga el Comando Supremo del Ejército, los gastos extraordinarios son cubiertos generosamente por dos grandes industriales: Hugo Stinnes y Friedrich Minoux.

La investigación de Gietinger no concluye aquí, hablaría mal de su libro: revelará la densa trama post-asesinatos, política-jurídica-institucional-mediática, que encubrirá a ejecutores e ideólogos, siguiendo el hilo rojo que concluye en los años 1960. Es la farsa de la tragedia. Hubo una serie de juicios estrambóticos en los que los líderes del SPD se pusieron de acuerdo con los asesinos, nombrando a sus colaboradores… como jueces; Gietinger los califica como “los juicios más descarados y mendaces de toda la Historia legal alemana”.

Ya en la Alemania occidental de la década de 1960, cuando Pabst reveló a Der Spiegel que había ordenado el asesinato y revelado el nombre de Souchon, el gobierno federal emitió un escueto comunicado oficial en el que calificaba el doble homicidio como una “ejecución legítima” durante el estado de excepción. Quizá Gietinger tenga un pequeño fallo estructural en su escrúpulo forense: la importancia epocal y la repercusión teórico-política de los asesinatos, el “efecto mariposa” en la izquierda histórica e incluso el propio marxismo como teoría crítica y praxis de vanguardia. El propio perfil del autor restringía la capacidad de conclusiones materialistas profundas. Al no subrayarlos y establecerlos, pensando por defecto en una suerte de autoevidencia en el lector de 2019, el libro sobreestima la capacidad analítica lectora, incluso de los militantes que reivindican su pensamiento y obra. ¿Por qué fue una tragedia para la izquierda occidental la desaparición tan temprana de Rosa y Karl? ¿Cómo hubiera impactado su teoría crítica que combinaba acción directa con formas democráticas de base? Finalmente, Gietinger nos ofrece mucho material en su apéndice: perfiles de asesinos, cómplices y encubridores, fotos inéditas, mapas y documentos imprescindibles para comprender la tragedia.

Rosa, hoy olvidada, es para muchos meramente icónica, lejana, extraña, pero no hay duda que su combate es y será el nuestro. Ayer, como hoy, el profesionalismo de una nueva clase de políticos profesionales e intelectuales generaba en el seno del movimiento obrero más avanzado de Occidente y en sus partidos políticos el cretinismo parlamentario, el oportunismo teórico y la corrupción del Poder. No solo eso; la miseria del Parlamentarismo desarmado en Weimar abrió las puertas de par en par a la reacción. La muerte de Rosa fue el primer acto de ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, el disparo de salida para formas cada vez más totalitarias. Parafraseando al historiador y biógrafo de Trotsky y Stalin, Deutscher, el crimen fue el último triunfo de la Alemania imperialista-monárquica de Bismarck y el primero del futuro IIIº Reich de Hitler. Haffner en su Deutsche Revolution 1918/19 señala con justeza que el asesinato impune de Liebknecht y Luxemburg fue el preludio de la matanza por venir, la obertura sangrienta del nacionalsocialismo sobre Europa.

El combate mortal de Rosa contra el colonialismo-imperialismo, el Estado autoritario y la guerra se desarrolló en tres frentes simultáneos, no cronológicos. Tres momentos que se entrecruzan y conforman el cénit del pensamiento político más audaz y avanzado del siglo XX. El libro de Gietinger –y ese es uno de sus grandes méritos– nos permite reflexionar sobre la utopía de una reconstrucción abierta de Marx, nos ayuda a vislumbrar los reflejos de un posible mundo en el cual la Izquierda realmente enarbolaba los principios de Marx encarnados en la teoría y en la praxis, una izquierda en la que las ideas internacionalistas y pacifistas seguían siendo más decisivas que cualquier autodeterminación nacional o momento populista, una izquierda en la cual el fin de llegar al reino de la libertad era superior a cualquier cargo parlamentario, una izquierda en la cual la revolución proletaria no tenía ninguna necesidad del terror, una izquierda que “odia y aborrece el asesinato”.

 
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