Lo ocurrido el llamado “jueves negro” mostró a un ejército (la Guardia Nacional) impotente para detener a uno de los capos más buscados del país (cuya extradición reclama Estados Unidos).
En medio de bloqueos de calles, camiones incendiados, disparos de ametralladoras, granadas de fragmentación, secuestro de militares por los sicarios, un saldo de ocho muertos y una población atemorizada que no durmió esa noche, dos realidades se mostraban abiertamente.
Por un lado, una estrategia de militarización que, pese a los dichos del presidente Andrés Manuel López Obrador, es una especie de continuidad de la política de los gobiernos de la alternancia anteriores, como lo muestra la creación de la Guardia Nacional.
El hecho distintivo es que hasta ahora no se había dado un enfrentamiento con los narcos por parte de la Fuerzas Armadas.
Por otro lado, se muestra el poderío de los grupos de la delincuencia organizada, donde uno de sus grupos más debilitados (el Chapo Guzmán fue extraditado a Estados Unidos), puso jaque al gobierno de la Cuarta Transformación.
Queda así cuestionada la estrategia a la que apuesta este gobierno para enfrentar la inseguridad en el país. Algo que no había ocurrido antes y que afecta la credibilidad de la estrategia del presidente, criticada por enemigos y seguidores.
Y es que, el operativo fallido para capturar a uno de los capos más buscados por los gobiernos mexicano y el de los Estados Unidos, mostró un resultado aparentemente impuesto en los hechos a López Obrador, donde pese al número de las Fuerzas Armadas y su moderno armamento, se mostró la importancia del control territorial del narco.
El operativo para detener a Ovidio Guzmán -demandado en septiembre por el gobierno de Donald Trump-, y su posterior liberación, así haya sido una decisión por fuera de conocimiento del presidente -lo que implica algo más que una gran falla en la cadena de mandos-, fue un error estratégico que mostró la debilidad del gobierno para enfrentar una situación como la que se vio en Culiacán el jueves en la noche y parte del viernes siguiente.
Fue un enfrentamiento impuesto por la necesidad de Trump de tener extraditado en sus cárceles a Ovidio Guzmán con fines electorales, que puso en evidencia la debilidad del Estado para combatir al narco y las contradicciones que enfrenta una estrategia impotente que busca diferenciarse de la que desarrollaron Felipe Calderón y Peña Nieto, pero basada más en predicamentos morales.
Esta acción “aventurera” contra el hijo del que hasta hace poco fue el mayor capo del México, corría el riesgo de terminar en una derrota para el ejército, dado que Sinaloa no solamente es un territorio controlado por el narcotráfico, sino que es el principal bastión del cártel del Chapo Guzmán y el Mayo Zambada.
Y donde la estructura social y económica está muy ligada al negocio de la droga. Por lo que es un baluarte “militar” que cuenta con arsenales, su propia “inteligencia” y “fuerzas de reacción rápida”, ante cualquier amenaza ya sea del gobierno o de otros cárteles rivales.
El narco ha creado toda una estructura que emplea a este sector de la población, creando así una especie de economía alterna, ante la miseria y pobreza existente.
En última instancia, la fuerza del narco no reside en el armamento que recibe a través de la frontera; tampoco en el importante apoyo que tiene dentro de las instituciones del Estado en sus tres niveles. Su fuerza reside en que resuelve un problema de demanda de empleo, mismo que los recortes presupuestales de la 4-T profundizan cada vez más.
Las posteriores declaraciones de López Obrador: “no se puede apagar el fuego con fuego”, “no se trata de masacres”, “es más importante en la protección de las personas”, etc., buscan ocultar la incapacidad del gobierno para enfrentar un problema que tiene profundas causas estructurales.
Ante la crisis del campo -profundizada a partir de los noventas con la firma del TLC-, los campesinos sobreviven como parte del engranaje en torno a la producción de enervantes, donde los empleos son desde agricultores, cargadores, transportadores, halcones y sicarios.
Por lo que la improvisación de este operativo es algo que empieza percibirse en la población, incluso entre muchos de los seguidores de AMLO.
Jack Riley, ex funcionario de la DEA y conocedor a fondo de la estructura del cártel de Sinaloa, comentó que un operativo como éste, requiere cuando menos de ocho meses de preparación. (Proceso, No. 2242, 20-octubre-2019). ¿Luego entonces, por qué meterse en la “boca de lobo” con estas desventajas?
Es evidente que la política de seguridad y militarización desarrollada por López Obrador responde a la presión de Washington.
El fallido operativo militar en Culiacán, que terminó con la liberación del capo detenido, profundiza la polarización que se percibe en la población, y se combina con los sucesos de Aguililla en Michoacán, de Tepochica en Guerrero, significa un revés militar y político para la 4-T. Las fuerzas armadas empiezan a ser cuestionadas por acciones que hace recordar masacres de los gobiernos anteriores.
Y si bien, la aceptación popular del gobierno es suficiente todavía para que esta crisis no detone en algo más grave, no podemos obviar que las fortalezas de este gobierno (como su promesa de seguridad), empezarán a erosionar la fuerza de la Cuarta Transformación. Esto, en medio de las pugnas internas de los grupos en el Morena.
El rendimiento ante las fuerzas del cártel de Sinaloa, no fue solamente “una tarde-noche triste y de angustia” como dijo López Obrador. Es una crisis de carácter impredecible en los planes del gobierno de la 4-T. Ahora, los narcos ya le tomaron la medida al gobierno.
¿Hacia dónde vamos? ¿A un fortalecimiento de los carteles aprovechando la política de “abrazos, no balazos? ¿A una negociación del gobierno con el narco para pacificar (lo que crearía más roces con los Estados Unidos? Ante estos escenarios, las masas populares no actuarán como si no pasara nada. |