Cuando le serví una copa de champagne a Juliana Awada en el Museo de Arte Decorativo, además de encandilarme con su sonrisa y con todo lo que rodeaba nuestras bandejas, además de sentir que mis zapatos no combinaban con los de ella ni con el suelo que pisaba, me sentí parásito.
Cuando fui víctima de un reto en público porque tomarme el atrevimiento de probar un bombón de chocolate belga (de entre cientos de cajas de chocolates belgas) en una cena del G20 era lo mismo que cometer casi un delito, me sentí parásito.
Cuando le serví un bocadito de dulce de leche a Christine Lagarde, cuando la mirada del jefe de los mozos se me clavó en el cuello y eso activó un “hola ¿cómo andas?” –en inglés, claro está-, cuando cada letra pronunciada dejaba un resabio de rabia atascada en el pecho, me sentí parásito.
Cuando caigo en la cuenta de que los pensamientos que supuraron en aquel momento se asemejan tanto al final de la película que acaba de ganar un Oscar, me siento parásito.
Todas las veces que me agaché para volverme invisible, todas las veces que los manteles negros o blancos, se transformaron en el mejor telón para esconder un tras de escena repleto de pequeños delincuentes, todas las veces que entre los mozos nos cubríamos con el solo deseo de probar el bocado
manjar
vedado,
me sentí parásito.
Cuando al fin creí haber ganado, después de cobrarme (robando una camisa de moza) lo que merecía a cambio de mis muñecas entumecidas, me sentí parásito.
Todas las veces que mi cara forjó una sonrisa hipócrita a los dueños del catering, todas las veces que los comensales del Museo del bicentenario fijaron sus ojos en el porcentaje de blancura de los guantes que vestíamos para el deleite de los ojos de realezas tales como Piñera o Rajoy, me sentí parásito.
Cuando en uno de los museos más ilustres de la Ciudad, nos dieron la oportunidad de oler el corcho de un vino de una bodega escondida en los andes mendocinos para apreciarlo, inspirarnos y servirlo de tal forma que el modo de hacerlo desprenda la calidad del néctar en cuestión, me sentí parasito.
Cuando nos apretujábamos junto a las cucarachas en el sótano del Teatro Colón, con policías que nos custodiaban a nosotros porque temían que de la miseria surgiera la amenaza al G20, cuando en la superficie Macri llenaba los palcos de lágrimas de cocodrilo –dice una antigua creencia, que los cocodrilos lloran cuando devoran a su presa-, me sentí parasito.
Cuando me pusieron una peluca negra tipo Cleopatra para deleitar visualmente a los invitados en una cena aniversario del Museo de Arte Moderno, cuando en medio de la caminata protocolar que reafirmaba la existencia de cada juego de cubiertos para cada quién, me topé con cartelitos con la inscripción “Darío Lopérfido”, y “Carlos Blaquier”, además de que una helada me recorrió el cuerpo, me sentí parasito.
Cuando en ese mismo museo de San Telmo me agaché para juntar del suelo caramelos Arcor (sponsor del museo) que antes habían oficiado de mantel, que luego oficiaron de juego de malabares para los desinhibidos por la espuma que usaron los manteles de tarima; cuando ellos por fin se fueron y cobré en especie, me sentí parasito.
Y después de comer mugre, de escabullirme en silencio para hacerle caso al deseo;
Después de mendigar tener la oportunidad de mendigar una propina,
tantas veces,
después de sentirme insecto,
todas las veces,
me pregunto:
y ellos,
ellas
¿qué son? |