Pensar cuál ha sido el devenir de las condiciones de trabajo y de vida de las mujeres no puede estar desligado del deterioro general que sufrió el conjunto de los trabajadores en estos últimos años. No se trata sólo del ataque de la era Macri, sino también de una situación estructural que traspasa gobiernos y se acentúa toda vez que el Fondo Monetario Internacional (FMI) mete la cola.
Que existen brechas de género en el empleo, en los salarios, en la precariedad laboral, es hoy una verdad casi conocida universalmente. Las brechas no son otra cosa que indicadores -“semáforos”- que ayudan a cuantificar cuán grande es la distancia entre las condiciones en la que se encuentran los varones respecto a las mujeres. Pero poco se dice sobre la vinculación entre estas desigualdades y las relaciones de explotación sobre las que se posan. Lejos de constituir una mera “falla del sistema”, dicha desigualdad es funcional a la forma en que se realiza la producción y reproducción sociales en el capitalismo.
A propósito de un nuevo aniversario del 8 de marzo, el día internacional de las mujeres, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) realizó un informe especial con algunos números muy interesantes para graficar esta desigualdad. Con esos datos, junto con otros de elaboración propia, nutriremos una radiografía de la situación de las mujeres en la Argentina, enfocada en el mercado laboral pero también en las tareas en el hogar y la población adulta mayor.
El peligro que puede presentarse al mirar exclusivamente los números referidos a las brechas de género, es el de perder dimensión respecto al problema que nos convoca de fondo: cómo romper esas brechas, con quién lo hacemos, hasta dónde se puede lograr en los marcos de la crisis que estamos atravesando. Arranquemos por el final entonces: dónde nos encontramos.
En el mismo lodo
Podría entenderse este comienzo como una provocación. Y lo es. Un artículo destinado a evidenciar la desigualdad de género que empieza presentando “promedios” y marcos generales. Precisamente se busca destacar el siguiente punto de arranque: la crisis. En Argentina, este 8 y 9 de marzo las mujeres volveremos a las calles para pelear por nuestros derechos. Y mientras muchas paren en sus lugares de trabajo, y otras no puedan hacerlo porque efectivamente la mayoría no puede parar, al mismo tiempo estará culminando una nueva misión del Fondo Monetario Internacional (FMI) en el país, y el ministro de Economía Martín Guzmán se estará reuniendo a puertas cerradas con los fondos acreedores de deuda externa. En este mismo instante ellos están decidiendo cuál será la magnitud del ajuste fiscal, cuál será el recorte salarial buscado en este y los próximos cuatro años, cuánta plata se destinará a políticas que son fundamentales para nosotras como la salud, la educación, la vivienda, las jubilaciones.
En Argentina hay una crisis en curso y, otra vez, la prioridad vuelve a ser preservar los privilegios y los intereses de quienes más ganaron en los últimos años, mientras el “esfuerzo” del ajuste está recayendo en las mayorías sociales, por más que intenten enmarcarlo en un discurso de solidaridad y de empezar “por quienes están peor”, cada vez menos convincente. Si nos remontamos al 8 de marzo de 2013, hace 7 años, el salario de las trabajadoras y trabajadores en blanco –formales- era un 20 % superior al actual en cuanto a capacidad de compra. Esto es, hubo un recorte de un quinto de nuestro salario real, la mayor parte del cual se consumó en el último año y medio.
Si en los “años pares” se propiciaba un golpe a la baja -por lo general mediante devaluaciones-, en los “años impares” –electorales- se elevaba relativamente el nivel, aunque sin lograr retornar a la situación inicial, a lo sumo igualarla en el mejor de los casos. Esta secuencia se vio interrumpida –para peor- en 2019, con dos años consecutivos a la baja. En síntesis, una tendencia clara de un fuerte deterioro salarial, que afectó en similar proporción tanto a las mujeres trabajadoras como a los varones -aunque sobre esto volveremos más adelante.
Históricamente esto significa que “volvimos” al nivel salarial de los años `90. Si bien aún el salario está por encima del peor momento de la crisis de 2001/2002, en donde la megadevaluación de Duhalde los pulverizó, la caída abrupta de los últimos años es una advertencia para lo que podría venir, de continuar con el camino del ajuste para “cerrar filas” con el FMI y los acreedores.
Difícilmente se pueda hacer una buena radiografía de la situación actual de las mujeres si no se parte por situarla en este contexto de agudización de la crisis social. Otras dimensiones laborales ayudan a complementar este panorama: crecimiento de la desocupación a dos dígitos, destrucción de puestos laborales privados y en especial en la industria, incremento de las condiciones de precarización laboral -la informalidad, el monotributo, la “uberización” de nuestras vidas, sobre todo la de los jóvenes.
De brechas relativas y caídas absolutas
El Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social publicó recientemente un “Boletín de empleo y remuneraciones por sexo” en el que puede observarse que en los últimos 10 años se redujo la brecha salarial entre varones y mujeres que trabajan en el sector privado en forma registrada. Si en el 2010 lo que cobraban las mujeres, en promedio, era un 26 % inferior a lo que recibían los varones, en 2019 esa brecha se acortó a 22,7 %. Esta “buena” noticia que expresa, sin dudarlo, cierta mejora conquistada por la lucha de las mujeres en todos los ámbitos, podría hacernos llegar a conclusiones equivocadas respecto a que “con el tiempo” lograremos terminar con las desigualdades laborales.
En primer lugar, porque de poco sirve acortar las brechas si, como dijimos arriba, de conjunto la situación salarial es cada vez peor. Se trata de una mejora “relativa” entre géneros, y no de una mejora absoluta en la carrera con los precios y el reparto total de la torta entre el capital y el trabajo. No existe ninguna contradicción entre una mejora relativa de los salarios de las mujeres con un deterioro generalizado de los mismos. Ello es lo que explica que aún en el período en que el salario real de las mujeres encontró su máximo (enero 2013), este represente el piso de capacidad de compra que tenían los salarios de los varones en los años `90.
En segundo lugar, porque la reducción de la brecha sigue siendo más que miserable. La distancia mencionada entre salarios es similar al promedio de los años `90 y no deja de expresar una fuerte desigualdad, en ningún momento perforó el piso de 20 %. En tercer lugar, porque la brecha indicada sólo refiere a las asalariadas que están formalizadas. Si se mira el mercado laboral en su conjunto afloran los verdaderos hilos del ajuste y la clave de por qué la crisis impacta en forma diferencial sobre las mujeres. Veamos.
El secreto de sus ganancias
Como hemos analizado en otras oportunidades, la brecha salarial en el caso de las formales no se explica “solo” porque se comete una ilegalidad -pagar distintos salarios por la misma tarea no está permitido por ley, aunque también sucede-, sino que su explicación tiene que ver más con el tipo de trabajos que realizan las mujeres -por lo general en ramas de actividad y sectores peores pagos-, con las limitaciones horarias con las que cargan las mujeres por ocuparse más tiempo que los varones en las tareas del hogar y de cuidados, por ocupar menos cantidad de cargos jerárquicos, por trabas impuestas para el acceso a categorías mejor remuneradas, entre otras.
Pero también la precarización es uno de los pilares que permite comprender la amalgama entre crisis y brechas de género. En las mujeres que trabajan en forma no registrada, la brecha de género es de 36 %, de acuerdo al Indec. De manera que en promedio, la brecha salarial para el total de ocupados fue del 25 % en el tercer trimestre de 2019. Esto es, las mujeres ganan las tres cuartas partes de lo que perciben los varones. Si ellas cobraban 20.664 pesos en septiembre, a su lado un varón estaba cobrando 27.716 pesos. En ambos casos, bien lejos del valor de la Canasta familiar, estimada en 62.000 pesos para cubrir las necesidades de una familia.
Y esta supremacía de ingresos en los varones se mantiene sin importar el nivel educativo o el tipo de tarea realizada, donde claro está, la brecha se agiganta para quienes están en peores condiciones. Por ejemplo, una mujer sin secundario completo llega a ganar casi la mitad de lo que cobra un varón en la misma situación.
El informe del Indec nos muestra que son las mujeres quienes cargan con mayores índices de empleo no registrado. Si el 36 % de las asalariadas no tiene descuento jubilatorio, es el 34,2 % en el caso de los varones. Al analizar la trayectoria de este indicador puede observarse cierto achicamiento de la brecha desde el 2003 a la fecha , pero lo cierto es que más bien parecen paralelas que no se cruzan, y que encuentran un piso común de más un tercio de los trabajadores sumergidos en la informalidad, que no se perforó ni en los mejores años de crecimiento “a tasas chinas”. La precarización uno de los secretos de la valorización del capital para un país con una estructura productiva atrasada y dependiente como la nuestra.
Pero hay otras aristas de la precarización que no se agotan en la informalidad laboral. Como señalan Elizabeth Armand y Camila Chiappero, “hay formas de contratación que encubren una relación de dependencia con el empleador o generan vínculos de contratación inestable como los contratos de corto plazo, las pasantías universitarias, los contratos como monotributistas (como ocurre en muchas dependencias estatales) o asistencias técnicas. Muchas de ellas aparecen como empleo “registrado”, pero no significan los mismos derechos para los trabajadores. La precariedad se manifiesta también a través de la tercerización laboral que oculta la verdadera relación entre el trabajador y la empresa que contrata a la tercerizada”. Tomando en cuenta una serie de derechos elementales, como estar registradas o cobrar un salario superior al Salario Mínimo, Vital y Móvil (SMVM), entre otros aspectos, las autoras mencionadas demuestran que el 55,2 % de las mujeres ocupadas no cuenta con al menos uno de esos derechos. En el caso de los varones, asciende a 45,7 %, una diferencia de casi 10 puntos. Estos datos hablan por sí mismos de la realidad que vive cotidianamente un sector de trabajadores, verdaderamente sumergido en la precarización laboral más extrema. Pero además, el estudio demuestra que en el último año dicha precarización se acentuó, de la mano de la recesión económica y el ajuste impartido desde el macrismo y el FMI con el fin de liberar dólares para el pago de la deuda.
¿Y por casa?
Como expresa el Indec, las mujeres tienen mayores niveles educativos que los varones, pero participan en menor medida en el mercado laboral y, cuando lo hacen, ganan menos que ellos y son más propensas a situaciones de subocupación horaria y desocupación. ¿Por qué sucede esto? Para comprender la mayor vulnerabilidad que atraviesan las mujeres en el mercado laboral, debe intentar derribarse –al menos analíticamente- la barrera entre la casa y el trabajo, entre el trabajo productivo y el reproductivo. Se trata de un tema complejo para el cual aquí sólo brindaremos algunos datos ilustrativos.
Si bien es cierto que las mujeres incrementaron su participación en el mercado laboral, las tasas de actividad son aún mucho más bajas que las de los varones; 49,2 % contra 70,2 % en el caso de los varones. Es sabido que ellas ocupan una proporción menor de la fuerza laboral disponible (ocupada o desocupada), pero son sin embargo las que “más trabajan”. Como señala el informe del Indec, 8 de cada 10 mujeres realizan tareas domésticas en el hogar, el doble que en el caso de los varones. Asimismo, un informe del Observatorio Social de la UCA evidencia que en provincia de Buenos Aires casi todas las trabajadoras ocupadas realizan una “doble jornada”, en el trabajo y en sus casas, este último no remunerado. En cambio, menos de la mitad de los hombres que están ocupados realiza además tareas de trabajo no remunerado.
Existe también otro factor muy importante, difícil de medir estadísticamente, que tiene que ver con la incidencia del ajuste en las tareas domésticas. En un contexto de suba de precios y deterioro de los ingresos tienden a intensificarse las tareas del hogar, por la necesidad de reemplazar productos adquiridos en el mercado por otros realizados internamente para abaratar gastos. Entre ellos, la elaboración de alimentos, el cuidado de adultos mayores y niños, la contratación de personal de limpieza. A eso se agrega el achicamiento de servicios provistos por el Estado (educación, salud), una vez que la reducción del gasto público ingresa en la ecuación exigida por los organismos internacionales y el capital financiero para la negociación de la deuda. Todo ello actúa como una olla a presión, que obliga a las mujeres a redoblar sus esfuerzos en las tareas domésticas, al mismo tiempo que salir al mercado a trabajar horas extra o buscar changas para completar los ingresos del hogar. Es por ello que en tiempos de crisis suele aumentar la tasa de actividad de las mujeres.
Pero cuando ellas salen al mercado laboral se encuentran con menores posibilidades de emplearse. La tasa de desocupación en mujeres es de 10,8 %, mientras que en varones es de 8,9 % (tercer trimestre de 2019). Entre las jóvenes, de 14 a 29 años, la desocupación alcanza a 22,6 %. Prácticamente una de cada 4 mujeres jóvenes que busca trabajo no consigue empleo.
Y entonces, al llegar a la edad de jubilarse, el resultado es que solamente el 10,5 % de las mujeres entre 55 y 59 años presenta condiciones relativamente cercanas a la posibilidad de jubilarse, según datos de CEPA. Ello se debe a todo lo que mencionado anteriormente, que no permite que ellas cumplan los requisitos de aportes para tener una jubilación: la menor tasa de actividad, el no reconocimiento del trabajo doméstico, mayores períodos de desocupación y mayor incidencia de la informalidad. Sin embargo, a pesar de que son quienes en términos comparativos “más aportan” a que la rueda de la actividad económica funcione, cuando llega el momento de jubilarse apenas pueden aspirar a cobrar un haber en la mínima si lograron entrar a una moratoria o una pensión inferior [1].
Las jubilaciones no han estado exentas del ajuste fiscal y del deterioro que sufrieron los salarios. En los últimos cuatro años la pérdida de poder adquisitivo acumula un 22 % del haber, debido a las insuficiencias de la fórmula de movilidad y especialmente al cambio implementado desde 2017 con la reforma previsional, que permitió el “robo” de un trimestre a los jubilados y el atraso respecto a la inflación. Precisamente, en el momento en que la fórmula iba a recomponer parcialmente esa pérdida en 2020, el gobierno de Fernández dispuso la suspensión de la movilidad y un incremento por decreto en marzo, operación que culminará en los próximos meses cuando se reemplace la forma de actualizar los haberes por una nueva que permita realizar un otro recorte a las jubiladas y jubilados. Es el costo de seguir a los pies del FMI. La pregunta es si las mujeres queremos seguir soportando este costo.
La persistencia de las brechas de género y su magnitud ayudan a recordar que a pesar de los avances que han conquistado las mujeres en materia de derechos y de igualdad frente a distintos aspectos de la vida, una de las condiciones de funcionamiento de este sistema social es realizar una primera gran división entre la clase trabajadora - entre otros fraccionamientos: el de la opresión diferencial del 50 % de las personas por el sólo hecho de su condición de género. Es por ello que, como dice la reconocida activista Pastora Filigrana, “si vemos las cifras de pobreza y exclusión, y especialmente la alarmante feminización de la pobreza, difícilmente se puede hablar de igualdad de las mujeres sin cuestionar el reparto de la riqueza y del trabajo en el mundo”.