La historia muestra que en momentos de crisis agudas para el dominio del capital los Estados burgueses avanzan asumiendo funciones que, negando parcialmente las leyes del capital, buscan por todos los medios darle una sobrevida.
Todo pareciera indicar que la pandemia de coronavirus, que vino a actuar sobre un cuerpo capitalista enfermo y plagado de contradicciones profundas, ya marcó un antes y un después. Y no sólo porque impactó sobre la vida cotidiana de millones y puso al desnudo las calamidades de la gestión capitalista de la sociedad en todos los planos imaginables, sino porque las medidas de excepción que toman las burguesías a lo largo del mundo dan cuenta de la profundidad de la crisis que ven avecinarse. No podemos predecir cuál será el desenlace de la crisis actual, pero si algo podemos dar por seguro es que nos esperan momentos convulsivos para los que debemos prepararnos.
A lo largo del globo los gobiernos están aprovechando la pandemia para conferirse poderes extraordinarios que refuerzan su poder de policía sobre poblaciones crecientemente hiper-vigiladas. Confinamiento masivo obligatorio, intervención de los Ejércitos y todo tipo de estados de excepción más propios de la militarización de tiempos de guerra o de agudos choques sociales, son el signo de la hora. Lo propio vemos en relación al reforzamiento de las fronteras estatales, mostrando que el proyecto globalizador que acompañó la ofensiva neoliberal goza cada vez de menos salud. En su libro del año 2017 La Sociedad del cansancio, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han ya había señalado que “el paradigma inmunológico no es compatible con el proceso de globalización. La otredad que suscitaría una reacción inmunitaria se opondría a un proceso de disolución de fronteras.” Premonitorio en momentos en que los Estados cierran fronteras –incluso la Unión Europea suspendió en los hechos el espacio Schengen de libre circulación- y la xenofobia está a la orden del día.
Es imposible entender esa tendencia actual sin remitirnos al mundo que dejó la crisis de 2007/2008. Si ésta, que tuvo la forma de una crisis rastrera con tendencias recesivas recurrentes y crecimiento débil, puso en crisis a la globalización como empresa burguesa y alentó el surgimiento de gobiernos con retórica anti-globalizadora como el de Donald Trump en Estados Unidos y el de Boris Johnson en Inglaterra –como producto directo del proceso del Brexit-, la gestión de la pandemia mostró la imposibilidad de una respuesta coordinada de las principales potencias. Esto, sin dudas, se convirtió en uno de los factores desestabilizadores que profundizó la crisis.
Los principales estados imperialistas vienen anunciando medidas económicas de mayor intervencionismo estatal, sea mediante herramientas monetarias –rebajas de las tasas de interés- o de inyección de capital vía créditos, subsidios y exenciones impositivas para evitar el colapso de las empresas, la economía doméstica y el marcado, que ponen en suspenso el consenso de austeridad fiscal que primó hasta ahora.
No es para menos.Como señala Paula Bach , son muchos los analistas que insisten en que estamos a las puertas de un colapso mayor que la última crisis financiera mundial de 2007/2008 –incluso algunos remiten a la crisis del 30- y se requieren medidas inmediatas para evitar una recesión profunda. Los propios gobiernos dan cuenta de la gravedad de la situación, con Angela Merkel declarando que “es el mayor desafío para Alemania desde la Segunda Guerra Mundial" o Donald Trump diciendo “soy un presidente en tiempos de guerra”. Más allá de la retórica brabucona, característica de las formas del liderazgo político trumpista, a tiempos de guerra, justamente, recuerdan los históricos cierres masivos de sectores ligados a los servicios y la industria manufacturera a lo largo del mundo.
De hecho, los historiadores y expertos de la industria dicen que hay que remontarse a la Segunda Guerra Mundial para ver algo similar al actual cierre sincronizado de la industria automotriz a escala internacional. A esos periodos extraordinarios remiten también los acuerdos que algunos gobiernos comienzan a establecer con sectores de la industria para impulsar reconversiones productivas parciales. Es el caso del gobierno británico que pidió a automotrices como Ford, Honda, Rolls-Royce, Jaguar-Land Rover y Vauxhall reconvertir su producción para elaborar ventiladores funcionales básicos para respiradores artificiales. En Estados Unidos, tres de las mayores corporaciones industriales como General Motors, Ford y Tesla ya pusieron su capacidad productiva a disposición de fabricar insumos médicos, en particular respiradores artificiales. Trump declaró que actúa bajo la Ley de Producción de Defensa, establecida durante la Guerra de Corea para permitir que el gobierno dirija la capacidad industrial. Por su parte, el gobierno español ya colocó a la sanidad privada bajo el mando centralizado del estado mientras dure la pandemia.
Las actuales tendencias al intervencionismo estatal son a su vez una contracara pero también una consecuencia de años de avances de políticas neoliberales que desfinanciaron la salud pública y empujaron a millones a una mayor precariedad de la vida, lo que explica la cantidad de muertos que se están produciendo en países como Italia o el Estado Español.
Crisis capitalista e intervencionismo estatal: la Gran Depresión
La historia muestra que en momentos de crisis agudas para el dominio del capital los Estados burgueses avanzan asumiendo funciones que, negando parcialmente las leyes del capital, buscan por todos los medios darle una sobrevida.
A una escala mucho más aguda y amplificada que la actual, esta tendencia se expandió en la convulsiva década del 30 frente a la Gran Depresión desatada a partir del crack de Wall Street. Por entonces, la desocupación de masas que suscitó la crisis adquirió dimensiones inéditas en las grandes potencias imperialistas: para el año 1933 trepaba al 25% en Estados Unidos, 14% en Gran Bretaña y 15% en Alemania, cuya burguesía se inclinó ante la crisis social por la salida extrema del nazismo.
“Durante cada crisis comercial, se destruye sistemáticamente, no sólo una parte considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas productivas ya creadas". Marx y Engels El Manifiesto Comunista
En la crisis del 30, el comercio internacional sufrió un descalabro histórico producto del cierre de las economías nacionales que aplicaron suba de aranceles y devaluaciones competitivas; reduciéndose el comercio mundial a un tercio de los volúmenes previos al crack y ocasionando una crisis por sobreacumulación de capitales y mercancías. Se reveló así la vigencia de una tendencia capitalista planteada por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista (que expresaron en un lenguaje casi premonitorio en estos días de coronavirus) “Durante cada crisis comercial, se destruye sistemáticamente, no sólo una parte considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la sociedad: la epidemia de la superproducción (...) Y todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio (...) Las relaciones burguesas resultan demasiado estrechas para contener las riquezas creadas en su seno. ¿Cómo vence esta crisis la burguesía? De una parte, por la destrucción obligada de una masa de fuerzas productivas; de otra, por la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos. ¿De qué modo lo hace, pues? Preparando crisis más extensas y más violentas y disminuyendo los medios de prevenirlas".
El colapso económico condujo a estallidos sociales y procesos revolucionarios que amenazaron la continuidad del orden capitalista en el centro imperialista, lo que llevó a que las principales burguesías se volcaran hacia la intervención en gran escala de los Estados sobre la economía, sea bajo regímenes democráticos o bajo violentas contrarrevoluciones como fueron los regímenes fascistas.
La recuperación del capital exigía medios de financiación capaces de operar un relanzamiento de la economía y reabsorber a los desocupados. Así, los Estados comenzaron a aplicar políticas de déficit presupuestario con las que financiaron grandes obras públicas para paliar la desocupación, subvencionaron a las empresas más dinámicas para restablecer su rentabilidad, capitalizaron los bancos arruinados y ampliaron la cobertura de la asistencia social con seguros de desempleo. Al mismo tiempo, la intervención estatal se extendió a casi todos los sectores de la economía, reglamentando los precios de los productos, la tasa de producción, los salarios e incluso las jornadas laborales.
Estas políticas expresaron el viraje de las estrategias de las clases dominantes sobre cómo administrar la política y la economía en las nuevas condiciones de la época, manifiestamente expresadas en la situación abierta por la gran depresión. Los máximos exponentes de este intervencionismo fueron el New Deal de Roosevelt en Estados Unidos y el fascismo alemán, que Trotsky definió en “El marxismo y nuestra época” de 1939 como los dos sistemas que rivalizaban en el mundo para “salvar al capital históricamente condenado a muerte”.
Guerra imperialista y “planificación” capitalista
Pero ni aún la intervención estatal a gran escala en Estados Unidos, el país que se ubicaba como la economía con mayor productividad y que disputaba el liderazgo mundial, pudo revertir la crisis –para 1938 el desempleo seguía siendo del 19%- y evitar el recurso al mecanismo señalado por Marx y Engels: la lucha por la conquista de nuevos mercados, expresada en la carnicería imperialista de la Segunda Guerra Mundial.
La realidad es que fueron el "War Deal" (la política de rearme) y la guerra misma, los que lograron rehabilitar a la economía norteamericana, generando más de 20 millones de puestos de trabajo y abriendo nuevos mercados para el capital.
La guerra renovó las condiciones bajo las cuales se dio el intervencionismo estatal, mostrando la unidad estrecha entre política y economía características de la época imperialista. Ernest Mandel dijo de la Segunda Guerra Mundial que fue “la guerra de la cinta transportadora de montaje, la guerra del fordismo militar”, en alusión a la superioridad que la productividad norteamericana exhibió en materia de reconversión de los complejos industriales para la producción masiva de aviones, tanques, artillería, ametralladoras, minas y municiones.
Las fábricas automotrices en Detroit, principal polo industrial de Estados Unidos, se reconvirtieron por completo a enorme velocidad para producir equipamiento y vehículos militares de todo tipo. Las burguesías rápidamente limitaron la competencia de los capitalistas individuales y la reemplazaron por el comando militar centralizado de los complejos industriales con el objetivo de amplificar la capacidad destructiva de los Estados. Mostraron así que, si de rescatar al capital se trata, acuden a todo tipo de medidas excepcionales, incluyendo aspectos de planificación económica.
Esta planificación se puso al servicio de una guerra que ocasionó entre 50 y 100 millones de muertos y destruyó fuerzas productivas a una escala histórica inédita hasta entonces. Fue sobre esta base, y no sobre otra, que se produjo el enorme crecimiento económico característico de la segunda postguerra, período de excepcional crecimiento capitalista que a su vez vio amplificadas las condiciones del intervencionismo estatal tanto en el centro como en la periferia capitalista. Intervencionismo que, por entonces, estuvo esencialmente al servicio de la rápida reconstrucción de los países devastados para restablecer el comercio mundial y evitar ascensos revolucionarios.
El giro actual hacia el intervencionismo en las principales potencias muestra que las burguesías buscan evitar el camino hacia crisis excepcionales, que históricamente alentaron procesos de cuestionamiento al orden capitalista. Pero las crisis son connaturales a la lógica de desenvolvimiento del capital. Si algo demostró el capitalismo a lo largo de su historia, y vuelve a demostrar trágicamente en la actualidad, es que es incapaz de impulsar una planificación racional de los recursos que parta de las necesidades sociales. Los enormes avances de la ciencia, la técnica y la tecnología que permite la revolución constante que impulsa son puestos al servicio del lucro privado y no del bienestar humano. Sigue siendo, como dijo Marx, como aquel ídolo pagano que no bebía el néctar más que del cráneo de los caídos.
Sistemas de salud devastados por los recortes exigidos en los planes de austeridad que colapsaron durante la pandemia; una industria farmacéutica -que factura un 1,3 % del PBI mundial- monopolizada por un puñado de corporaciones que priorizan la producciones más rentables y desinvierten en la investigación de medicación para enfermedades infecciosas como la actual; ciclos históricos de destrucción de ecosistemas que quiebran equilibrios ambientales y alientan saltos zoonóticos donde nuevos virus son transmitidos de animales a humanos; millones de personas arrastradas a trabajos, vidas precarias y migraciones forzadas que están más expuestas a cualquier contagio; son el saldo de la irracional gestión capitalista de la sociedad. Sólo los trabajadores y sectores populares podemos articular una salida para que la enorme potencia productiva y creativa no sea destinada a las ganancias de unos pocos sino al bienestar de las mayorías.
No se trata de establecer que la crisis venidera repetirá la forma de sus antecesoras. Cada crisis tiene formas que le son propias, y hoy es imposible establecer un pronóstico certero. Lo que es seguro es que la crisis desatada por la pandemia agravó profundas contradicciones previas de la economía mundial, que aún no se sabe qué curso tomarán. La historia muestra que las grandes catástrofes que golpean sobre las condiciones de vida de enormes porciones de la humanidad como las crisis económicas, las guerras o las pandemias, permiten a millones ver al “capitalismo desnudo”. Nadie lo sabe mejor que los propios capitalistas y sus gobiernos, que refuerzan en todo el globo el punitivismo estatal. Socialismo o barbarie,como dice Andrea D’Atri , no es un diagnóstico, es una consigna para la acción.