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24 de abril de 2020 Twitter Faceboock

OPINIÓN
Jeff Bezos: una inmensa fortuna que confirma que Marx... tenía razón
Eduardo Castilla | X: @castillaeduardo

Imagen: Enfoque Rojo

Detrás del hombre más rico del mundo no hay solo una "gran estrategia de negocios". Hay enfermedades, persecución antisindical y falta de derechos laborales. Esta semana los trabajadores de Amazon fueron nuevamente a la huelga.

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Un 13 seguido de nueve ceros. ¿Cuánto es USD 13.000 millones? Los números resultan inabarcables. Un enigma para la inmensa mayoría de les mortales. ¿A cuántos paquetes de pañales equivale? ¿A cuántos kilos de fideos? ¿A cuántos litros de leche? La cifra, desmesurada, marea. Y sin embargo, es solo la décima parte de la fortuna total de Jeff Bezos, el hombre mas rico del mundo.

En la última semana el magnate norteamericano adicionó esa cifra en sus arcas, totalizando USD 145 mil millones a su nombre. Un número absurdo que se acerca a la mitad de todo (sí, todo) lo que produce la economía argentina en un año.

Esos USD 13.000 millones parecen desmedidos incluso para los valores que hacen a lo que (mal) podría llamarse la “vida cotidiana” de Bezos. Alcanzan y sobran para comprar decenas de veces su departamento de tres pisos en Manhattan, valuado en alrededor de USD 17 millones. O sus casas en Beverly Hills, por las que pagó USD 36 millones. O la que está ubicada en Washington D. C., de 2500 M2 y USD 23 millones de valor. O su jet privado Gulfstream G650ER, que costó USD 65 millones. Ni hablar de su Lamborghini Veneno, por el que pagó nada más que USD 5,4 millones.

Lamborghini Veneno. Hoy valuado en USD 6.1 millones

Los números son un puñetazo seco en la cara. No hacen más que confirmar la profunda y desgarradora desigualdad que surca el globo. En esa calesita de cifras descontroladas emerge otra: 26,5 millones. Ni dólares, ni mansiones. Personas. Una marejada humana anotada para recibir el subsidio al desempleo en el mismo EE.UU.. Bajo los golpes de la crisis económica y sanitaria, el sueño americano se comprime hasta convertirse en privilegio de pocos.

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En ese sueño habita la figura de Jeffrey Preston Jorgens. “Emprendedor” exitoso, filántropo moderado, apasionado de la ciencia y la exploración espacial. Símbolo de las virtudes de un capitalismo capaz de dar al triunfo a quienes pelean por él.

En los contornos de la vasta crisis sanitaria, económica y social, la riqueza de Bezos asciende. Amazon, su empresa insignia, se eleva a intermediaria entre una multiplicidad de mercancías y millones de personas encerradas en sus hogares.

Pero son cientos de miles de manos precarizadas las que aceleran cada envío. Son los cuerpos obreros extenuados los que salvan distancias imposibles en tiempos fugaces. Bezos lo sabe. Lo confiesa. En tiempos de pandemia presenta a sus empleados y empleadas como “héroes que ayudan a las personas a obtener los productos que necesitan entregados a sus puertas (...) mientras mantienen el distanciamiento social”. Se obliga a una cuota de demagogia, a una porción de acting destinada a “mostrar gratitud” a quienes hacen efectivo el imperio Bezos.

Pero el “emprendedor” cimenta su éxito en una fórmula tan vieja como la explotación burguesa: el capital está ahí para -al decir de Marx- chupar hasta la última gota posible de trabajo vivo [1]. La clase obrera ve succionada sus energías. Observa sus venas traslúcidas. Siente en su cuerpo un cansancio que nace de los músculos y la conciencia. Un cansancio que construye odio.

La precarización laboral es la fórmula (nada) mágica que hace posibles las mansiones de Jeff. Los límites a la organización sindical son los que le permiten gozar de una playa privada de 200 metros en el Estado de Washington.

Cada tanto, esa realidad se desnuda ante el mundo. En 2014 la Confederación Internacional de Sindicatos realizó una consulta a sus afiliados. Obligados a una difícil elección, debieron determinar el peor empleador del mundo. A pesar de la numerosa competencia, el premio fue para el dueño de Amazon.

En 2018 su práctica anti-sindical reverdeció a los ojos del mundo. Un video institucional interno se filtró a los medios. Allí la gerencia sugería una batería de ideas para combatir la organización obrera. En confesión casi pecaminosa, afirmaba “nuestro modelo comercial se basa en la velocidad, la innovación y la obsesión de los clientes, y este tipo de cosas no están normalmente relacionadas con los sindicatos”.

La única relación lógica se ciñe a la posibilidad de interrumpir el flujo circulatorio de mercancías en pos de ejercer el derecho a la protesta. “Velocidad” e “innovación” se presentan aquí en tanto robustas negaciones de cualquier derecho laboral.

El “modelo Amazon” fue diseccionado bajo la mirada pública. Un reportero del diario británico The Sun consignó que los empleados sufrían penalizaciones por la “pérdida de tiempo” que implicaba ir al baño. En un inmenso depósito, que albergaba a 1200 operarios, existían solo dos sanitarios. La contracara era la degradación humana: obreros obligados a orinar en botellas para no sufrir sanciones.

Bajo la dictadura del lucro capitalista, cada segundo desperdiciado equivale a una pérdida [2]. Cada momento en el que la explotación se suspende, una afrenta al sagrado valor de la acumulación. La aceleración del tiempo de producción y transporte supone la compresión de otro tiempo: el del descanso obrero, el de la recuperación de la fatiga. El “modelo Amazon” sigue, simplemente, los patrones de conducta empresaria en la últimas décadas[3]. La “clave del éxito” reside en detonar la vida obrera en función de acrecentar el capital y, consecuentemente, la fortuna individual.

En ese constante acoso a las condiciones de vida obrera, Amazon no ha cesado en su empeño para impedir la organización sindical. Esta semana trascendió que la cadena Whole Foods ideó un mapa de calor para vigilar aquellas tiendas donde sea mayor la posibilidad de sindicalización.

El sistema -una especie de copia de la mecánica orwelliana de 1984- define una serie de registros que incluyen factores de “riesgo externo”, "riesgos de la tienda" y el "sentimiento de los miembros del equipo". Como si el siglo XX no estuviera transcurriendo, en el segundo ítem se incluye, por ejemplo, un "índice de diversidad" relacionado con la diversidad racial y étnica en cada establecimiento.

Ese ojo vigilante rastrea todo intento de resistencia al poder del capital. Detrás de la maquinaria administrativa de vigilancia, se erigen los intereses de Jeff Bezos, hombre y personificación concreta del capital y sus intereses materiales.

Esa búsqueda incesante de lucro determina tanto la gestión empresarial ante la pandemia como, lógicamente, la resistencia obrera que emerge. El hombre más rico del mundo se niega a ceder el podio. Elige sacrificar la salud y la vida obreras en interés de la ganancias. En el protocolo desplegado ante el coronavirus, se informa que “si las personas tienen fiebre” se les pedirá que “vayan a casa y vuelvan a trabajar cuando no tengan fiebre durante al menos tres días”. Exponiendo a miles de trabajadores al contagio, el “moderno” Jeff Bezos se acerca bastante a sus congéneres explotadores de los llamados países en desarrollo.

Esa obscena prepotencia del capital nutre sus raíces en las profundidades del propio modo de producción. Karl Marx, ese enorme pensador y revolucionario que esta semana le puso los pelos de punta a los gorilas liberales argentinos, lo sentenció hace siglo y medio.

“En su impulso ciego y desmedido, en su hambre canina devoradora de trabajo excedente, el capital no solo derriba las barreras morales, sino que también derriba las barreras puramente físicas de la jornada de trabajo. Usurpa al obrero de que necesita su cuerpo para crecer, desarrollarse y conservarse sano. Le roba el tiempo indispensable para asimilarse el aire libre y la luz del sol. Le capa el tiempo destinado a las comidas y lo incorpora siempre que puede al proceso de producción (…) el capital no pregunta por el límite de vida de la fuerza de trabajo. Lo que a él le interesa es, única y exclusivamente, el máximo de fuerza de trabajo que puede movilizarse y ponerse en acción durante una jornada. Y, para conseguir ese rendimiento máximo, no tiene inconveniente en abreviar la vida de la fuerza de trabajo”[4].

Solo una ceguera obtusa o un cinismo militante podrían ver casualidad. Las palabras, paridas en 1867, gozan de una vitalidad que deben envidiar multiplicidad de teorías sociales nacidas en las últimas décadas.

Pero la voracidad empresaria no es inocua. No resulta inconducente. La semana que finaliza dio testimonio de una nueva huelga en Amazon. Una acción coordinada que alcanzó a más de 70 instalaciones en todo el país y que viene a inscribirse dentro de un ciclo de luchas más general, que atraviesa el territorio gobernado por Donald Trump.

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Frente al poder del capital empieza a levantarse el poder de la clase obrera, aquella que mueve las palancas de la economía. Aquella que embala y transporta las mercancías que enriquecen a Jeff Bezos. Desde esa posición estratégica contabiliza un fuerza esencial para los enfrentamientos por venir.

En la medida en que crujen las certezas y los sentidos, el fantasma de la lucha de clases empieza a corporizarse. A la luz de las tensiones que recorren el mundo, los espectros que el liberalismo buscó conjurar vuelven a iluminar la escena.

El futuro es de resistencia y combate. En esto también tenía razón Marx.

Notas

[1] “El capital es trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo vivo chupa” (El Capital, Tomo I. P. 179. FCE).

[2] “El capital constante, es decir, los medios de producción, no tienen, considerados desde el punto de vista del proceso de incrementación del capital, más finalidad que absorber trabajo, absorbiendo con cada gota de trabajo una cantidad proporcional de trabajo excedente. Mientras están inmóviles, su simple existente implica una pérdida negativa para el capitalista, ya que durante el tiempo que permanecen inactivos representan un desembolso ocioso de ese capital” (El capital. p. 200)

[3] Kim Moody, activista e intelectual norteamericano, escribió que “un estudio reciente sobre la intensificación del trabajo en los Estados Unidos, basado en el tiempo (…) encontró que desde la década de 1980 hasta la de 2000, el número de descansos durante la jornada laboral disminuyó en un 30 por ciento para los hombres y 34 por ciento para las mujeres, mientras que el tiempo en los descansos disminuyó en un 29 por ciento y 25 por ciento, respectivamente (…) el tiempo antes de cualquier descanso aumentó en más de una hora, mientras que los descansos fueron quince minutos más cortos para los hombres y nueve minutos más cortos para las mujeres”. (Kim Moody. On New Terrain. How Capital is Reshaping the Battleground of Class War. Pág. 14. Traducción propia)

[4] El capital. Pág. 207-208.

 
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