LID: El historiador Marc Ferro sostenía que el cine opera como recurso para acceder a la Historia, dándole casi estatus de documento histórico. Alteremos la fórmula, ¿Cuál ha sido el influjo de la historia social y política en el cine nacional? O antes, ¿existe esa influencia, es válida la pregunta para este campo artístico?
Julia Kratje: Quizá convenga, de entrada, despejar algunos problemas que afloran implícitamente en la formulación del interrogante. El cine no es una ventana abierta al mundo: no se trata de pensar el cine como un procedimiento de registro y exposición de imágenes que reflejan en la pantalla determinados hechos históricos, sino como un arte que muestra, que oculta, que necesita ser descubierto cada vez, en cada proyección.
Además: ¿qué se entiende por “la Historia”, en singular y con mayúscula? Varios presupuestos de esta disciplina, convertida en las últimas décadas del siglo XIX en un saber especializado, se han venido cuestionando desde diferentes perspectivas a partir de la segunda mitad del siglo pasado: los estudios de género y las teorías feministas son, probablemente, los enfoques que mayores sismos le han provocado a la historiografía asentada en presunciones y estereotipos acerca de las mujeres. En este sentido, para hablar de las conexiones entre el cine y los procesos sociales, culturales, políticos, ideológicos vividos por las sociedades, se podría tomar la idea del espejo retrovisor: a través del cine es plausible realizar un apasionante trabajo de reconstrucción de ciertas huellas de la historia social y política, de la cultura popular y la cultura de masas, de los grandes acontecimientos y también de cuestiones más o menos efímeras, como las costumbres de la vida cotidiana, los ademanes, las entonaciones, los climas afectivos. En pocas palabras, el cine puede leerse como un palimpsesto donde se cruzan memorias, testimonios, interpretaciones, posiciones ideológicas, narrativas en pugna; sin perder de vista que una de sus problemáticas principales es pensar de qué forma se narran esos eventos, esos gestos minúsculos, esos ritmos que expresan los cuerpos, esas atmósferas que despliegan los paisajes. Por cierto, la metáfora del espejo retrovisor en relación con la historia argentina encuentra una forma cinematográfica extraordinaria en La mujer sin cabeza, el film de Lucrecia Martel que pone de relieve las implicancias de la mirada con respecto a lo que habitualmente llamamos “realidad”, en este caso desde una ficción, cercana al terror, que permite reflexionar sobre las continuidades históricas entre la responsabilidad individual y colectiva, la desaparición deliberada de evidencias, la complicidad civil, el silenciamiento en torno a los crímenes perpetrados por la dictadura genocida y la naturalización de la explotación, la indiferencia y las abismales desigualdades de clase en la actualidad. Entonces, por el espejo retrovisor del cine se alcanzan a divisar capas de tiempo, inscripciones de presentes que persisten, que se relevan, que se superponen y que es necesario desmontar, volver a mirar, disponerse a escuchar.
LID: Si diéramos una vuelta por el planeta cinematográfico, desde el cine mudo y sonoro, el expresionismo alemán, las vanguardias rusas; el cine de autor, el de los ‘60 y los ‘90 europeo y latinoamericano; el cine documental ¿Cuáles le parecen han sido las mayores influencias en la historia de la producción cinematográfica nacional? ¿A qué lo atribuye?
Julia Kratje: No hay dudas de que el cine argentino se nutrió de lenguajes y poéticas forjados en otras geografías; pero apuntar el telescopio hacia esa especie de “planeta cinematográfico” implicaría poner en crisis las concepciones lineales de la historia. Referirse a “la producción cinematográfica nacional” envuelve, a su vez, una serie de problemas (geopolíticos, historiográficos, teóricos, críticos) que traspasan los mismos conceptos de cine y de nación: en línea con lo que señalaba antes, es preciso tomar distancia de la búsqueda de orígenes, de fuentes o de “influencias”, como si las filmografías o los movimientos artísticos conformasen una familia cinematográfica, nacional, regional o internacional, con paternidades, filiaciones y herencias que siguen una línea del tiempo encadenado. En lo que podría acotar, desde mi óptica (no soy historiadora), como un repaso por el cine argentino desde preocupaciones feministas (algo que en gran medida aún está por escribirse), se pueden encontrar resonancias locales de tendencias (estéticas e ideológicas) que se constatan a nivel internacional, así como también a la inversa, en un intercambio dialéctico de reenvíos y reapropiaciones. Para decirlo rápidamente y centrándonos, por ejemplo, en el rubro de la dirección: hasta que Vlasta Lah estrena su largometraje Las furias en 1960 (el primer film sonoro argentino escrito y dirigido por una mujer, una pieza casi olvidada que además representa una rara avis bastante sorprendente), no se tiene registro de la existencia de cineastas que hayan podido desarrollar una carrera sostenida en el tiempo, hasta la irrupción de María Luisa Bemberg como guionista (y luego como directora) once años después. En cambio, en los inicios del siglo XX, en la etapa del cine silente, hubo mujeres de la aristocracia que participaron activamente en la creación de ficciones (yendo a veces en contra del entorno cultural estrecho y domesticado en el cual se criaron); pese a que estas películas están perdidas, hay investigaciones que reconstruyen ciertas tramas de ese período mudo a partir de relevamientos y análisis de diversas fuentes.
El mismo fenómeno se comprueba en otras latitudes: Hollywood, por poner un caso llamativo. Por lo tanto, aquí asoman a gritos algunas preguntas (que no son solo retóricas): ¿qué sucede con las mujeres durante la etapa del cine industrial, desarrollado entre los años treinta y los cincuenta, puesto que no aparecen detrás de cámara asumiendo el rol de directoras? ¿Su ausencia, acaso, se debe a falta de intereses propios, a las exigencias del modo de producción del sistema de estudios, a la ferviente misoginia de los responsables que llevaron adelante la industria audiovisual, o bien, a una confluencia de estos y otros numerosos factores? En una entrevista que hace poco le hizo Julia Montesoro a Lita Stantic, ella cuenta que, cuando le dijo a un productor de renombre que quería dedicarse al cine, el hombre le respondió sin titubeos: “Pierde el tiempo, porque el cine no es para las mujeres”. Es así que volver la mirada a la historia del cine desde perspectivas feministas obligaría a pensar en otras periodizaciones, otros cánones, otros lazos entre los textos fílmicos y los contextos históricos, sea para iluminar figuras eclipsadas por los relatos oficiales, sea para transformar las mismas condiciones de visibilidad de la historiografía.
LID: Si pensamos en el cine argentino de intervención política, asociado al concepto de cine militante, ¿qué temáticas, qué momentos rescatarías en la experiencia nacional? ¿Es posible reconocer huellas de estas experiencias en el cine actual? ¿En qué sentidos, de qué manera?
Julia Kratje: Siguiendo con los argumentos que venía bosquejando (para no irme demasiado por las ramas), me parece que sería muy valioso pensar el cine de intervención política asociado a experiencias y movimientos feministas. ¿Se trata de manifestaciones y de acciones artísticas con el objetivo de “militar” (este término no deja de generarme cortocircuitos) determinadas causas que cifran preocupaciones específicas del colectivo de mujeres? Antes mencioné a Lita Stantic y a María Luisa Bemberg: en efecto, junto a otras figuras relevantes de la escena cinematográfica, ellas formaron parte de “La mujer y el cine”, una Asociación que desde finales de los ochenta promovió, visibilizó y apoyó la presencia de mujeres en roles de liderazgo dentro de la industria, organizando festivales y concursos donde fueron premiadas cineastas brillantes como Ana Poliak, Lucrecia Martel, Ana Katz y Anahí Berneri. ¿Se trata de directoras “militantes”? ¿Según qué coordenadas políticas? ¿Sus películas, documentales o de ficción, cierran filas alrededor de una causa puntual? Indudablemente, habría que ver de nuevo sus films, escuchar sus opiniones, pensarlas en su contexto, revisar la teoría fílmica. Menciono esta experiencia histórica ineludible como un ejemplo que, desde luego, se podría contrastar con el escenario actual, donde proliferan diversas formas de concebir el activismo en relación con el campo del cine y los medios audiovisuales.
LID: La crisis económica y social que arrastra la pandemia abre escenarios en el que no están descartadas postales dramáticas, la emergencia de nuevos cuestionamientos al capitalismo globalizado, sus expresiones culturales y las modalidades vinculares que promueven las tecnologías, etc. ¿Cómo ha tratado o viene abordando el cine este tipo de circunstancias o momentos de cambios sociales más profundos?
Julia Kratje: A lo largo de la historia, las crisis sociales, políticas y económicas han encontrado en el cine una caja de resonancia poderosa que expande sus lenguajes en direcciones múltiples y con alcances imprevisibles. En este momento, se me vienen a la cabeza dos casos emblemáticos y antagónicos: por un lado, las comedias románticas, de enredo matrimonial, situadas en el período conocido como el de la Gran Depresión de 1930 (que representan el principal grupo de comedias tras la llegada del sonido), cuyas historias de amor, que invocan un clima de apertura tras la crisis, fueron interpretadas como una pretensión de crear una “nueva mujer” en una fase del feminismo –entre el sufragismo y la segunda ola– en la que se lucha por la reciprocidad y por la igualdad, si bien en esas narraciones son los varones quienes se ocupan de autorizar la emergencia del deseo “femenino”.
Alguna vez escribió Victoria Ocampo que “los norteamericanos tendrán, como los tenemos todos, sus defectos. Pero no se les puede acusar de disimular sus fallas. El cine norteamericano lo prueba”. Ella tenía un cineasta predilecto: Sergei Eisenstein (“uno de los pocos genios cinematográficos contemporáneos”), quien en 1924 inauguró su carrera con una obra maestra a la vanguardia ambientada en la Rusia prerrevolucionaria, que abre con una cita de Lenin sobre la organización del proletariado en una unidad de acción. Filmada antes de que el sueño del cine sonoro se hiciera realidad, La huelga narra las demandas obreras por una jornada laboral de ocho horas y por el aumento salarial tras el suicidio de un compañero de la fábrica. A la par del argumento, los elementos revolucionarios de este film, que se pueden apreciar en los movimientos rítmicos transmitidos por medios puramente visuales, muestran que, aun en tiempos de crisis, no se debe suspender el trabajo creador y el análisis teórico.
LID: Las condiciones de aislamiento social impusieron cambios de hábitos respecto al consumo de películas disponibles on line, el cine pasa a ser mucho más de consumo individual. ¿Qué consecuencias puede tener? ¿Cambiarán las formas de exhibición? ¿Qué perspectivas y condiciones de financiamiento se pueden esperar para la industria y la comunidad cinematográfica?
Julia Kratje: En esta detención que alarga los minutos sin misericordia, sinceramente no me atrevería a predecir en voz alta ninguna de las consecuencias de esta crisis en lo que respecta a los modos de exhibición, de distribución, de consumo del cine (cuyos efectos y corolarios irremediablemente tienen y tendrán impactos profundos, que las políticas públicas deberán contrarrestar para sostener el funcionamiento de la industria, los puestos de trabajo, los espacios culturales, los diversos circuitos de producción y circulación del cine argentino).
LID: Lectura sugerida y película que recomiendes.
Julia Kratje: Recomiendo Atenas, un largometraje dirigido por César González, cineasta plebeyo (según su propia definición), que se puede ver libremente online (se estrenó el año pasado): los problemas sociales, políticos y formales que este film despliega echan luz sobre cuestiones urgentes que se resignifican notablemente a la sombra de estos tiempos. Y como lectura, en sintonía con muchas de las ideas y contradicciones que nos atraviesan, sugiero volver al ensayo de Emma Goldman: “Anarquismo: lo que significa realmente”.
Volver la mirada a la historia del cine desde perspectivas feministas obligaría a pensar en otras periodizaciones, otros cánones, otros lazos entre los textos fílmicos y los contextos históricos, sea para iluminar figuras eclipsadas por los relatos oficiales, sea para transformar las mismas condiciones de visibilidad de la historiografía.
Acerca del entrevistado
Julia Kratje es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Su investigación sobre cine latinoamericano, financiada por el CONICET, está radicada en el Instituto de Investigaciones Interdisciplinarias en Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Se desempeña como profesora en el grado y el posgrado en diferentes universidades del país. Durante el período 2018-2020, preside la comisión directiva de la Asociación Argentina de Estudios sobre Cine y Audiovisual. Es autora de Al margen del tiempo. Deseos, ritmos y atmósferas en el cine argentino (Eudeba, 2019) y compiladora de Espejos oblicuos. Cinco miradas sobre feminismo y cine contemporáneo (La cebra, 2020). |